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La Iglesia: Cuerpo de Cristo
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(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
Entre las grandes verdades de la Palabra de Dios que en el despertar del siglo XIX nuevamente fueron sacadas a la luz se destaca una de suma importancia: la unidad de la Iglesia –el Cuerpo de Cristo– y sus consecuencias prácticas.
A pesar del estado actual de ruina de la cristiandad (que se compone tanto de reales creyentes como de incrédulos), dividida en innumerables grupos, esta verdad de la Palabra de Dios permanece inalterable: «Un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación» (Efe. 4:4). Así «nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo» (Rom. 12:5). Por consiguiente, esta unidad no depende del hombre, sino del poder del Espíritu Santo, quien une a todos los creyentes a Cristo glorificado para formar su Cuerpo en la tierra, del cual Él es la cabeza (Efe. 1:22-23).
La Iglesia o Asamblea [1] –el Cuerpo de Cristo– está formada únicamente por todos los verdaderos creyentes, quienes recibieron el Espíritu Santo después de haber creído: «Habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa» (Efe. 1:13). «Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo» (1 Cor. 12:13). Es evidente, pues, que este Cuerpo no puede ser la cristiandad ni cualquier corporación cristiana que se llame a sí misma «iglesia», tal como suele pretenderse en la actualidad.
[1] N. del E.: Los términos «iglesia» y «asamblea» son equivalentes. Serán usados en estas páginas indistintamente. El vocablo «asamblea» tiene la ventaja de que su forma recuerda su significación, muy frecuentemente perdida de vista con la palabra «iglesia». Por otra parte, este último término puede prestarse al equívoco, por cuanto es reivindicado por denominaciones religiosas particulares.
Esta verdad –todos los creyentes, aunque son «muchos» constituyen «un solo cuerpo en Cristo»– es «la revelación del misterio que se ha mantenido oculto desde tiempos eternos». Fue anunciada al apóstol Pablo y por él a la Asamblea «por las Escrituras de los profetas» (Rom. 16:25-26; Efe. 3:8-9). La Iglesia, cuya existencia es el resultado de la obra redentora de Jesús –quien «amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra» (Efe. 5:25-26)– tiene la responsabilidad de guardar ese testimonio que le fue confiado. Ella forma parte de Cristo mismo; Él «la sustenta y la cuida», y todos los que la forman son miembros «de su cuerpo, de su carne y de sus huesos» (Efe. 5:29-30).
1 - La unidad del Cuerpo de Cristo
El Señor quiso que hubiese en la tierra, hasta que regrese para arrebatar a los suyos, un lugar donde la verdad de la unidad de su Cuerpo fuese proclamada de una manera muy especial. Ese lugar está allí donde sus rescatados se reúnen alrededor de Su Mesa [2]. Lo leemos en 1 Corintios 10:16-17: «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan». Por lo tanto, la unidad del Cuerpo de Cristo es la única base sobre la cual se levanta la Mesa del Señor. Tal lugar solo conviene a los verdaderos creyentes, redimidos por la sangre de Cristo, porque «la comunión de la sangre de Cristo» solo a ellos les pertenece, y allí se reúnen como miembros del único Cuerpo. Expresan esta importante verdad al participar de un solo pan.
[2] N. del E.: La Mesa del Señor es el lugar espiritual donde se debe tomar la Cena del Señor, la cual es el memorial de Sus padecimientos.
Por tanto, la unidad de la Iglesia –el Cuerpo de Cristo– es proclamada en la Mesa del Señor, la cual es establecida únicamente sobre esta base. Siempre que tal verdad no sea reconocida, o que en la práctica sea negada, la Mesa del Señor no estará establecida según lo dice 1 Corintios 10:16-17.
En los primeros tiempos de la historia de la Iglesia, esta unidad era manifestada por todos los creyentes: «La multitud de los que habían creído era de un corazón y una alma» (Hec. 4:32).
Más adelante, se constituyeron asambleas en distintos lugares, llamadas: «las iglesias de Cristo», «las iglesias de Dios», «las iglesias de los santos» (Rom. 16:16; 1 Cor. 11:16; 14:33). A algunas se las conoce por el nombre de la provincia o de la ciudad donde se hallaban (1 Cor. 16:19; 2 Cor. 8:1; Gál. 1:2). Estas asambleas no formaban cuerpos distintos del conjunto, ni tampoco eran «el cuerpo de Cristo», sino que en cada lugar donde se encontraban eran la expresión local del único Cuerpo, o sea, la manifestación de la unidad de la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, verdad anunciada al compartir el pan a la Mesa del Señor (1 Cor. 10:17; 12:27).
2 - La solidaridad de las asambleas
Las asambleas locales no eran independientes unas de otras. Juntas formaban la Asamblea o la Iglesia, constituida por todos los creyentes bautizados con el Espíritu Santo, aunque se encontraran en diferentes lugares. Eran solidarias entre sí por el hecho de que todos sus componentes eran miembros, no de la asamblea local, sino del único Cuerpo. De haber pretendido ser independientes, habrían negado la unidad de la Iglesia –el Cuerpo de Cristo– y una mesa establecida sobre el principio de la independencia no habría sido la Mesa del Señor según la Palabra. Todas las asambleas constituían una sola. Aquel hermano que era admitido para tomar la Cena en una asamblea local, era recibido igualmente por todas las demás si se presentaba con una carta de recomendación (Hec. 18:27; Rom. 16:1-2; 2 Cor. 3:1).
De manera que, en el principio, la unidad era demostrada visiblemente por los miembros del Cuerpo cuando, reunidos alrededor de la Mesa del Señor, compartían el único pan. Al hacerlo, se acordaban también de la promesa de Su venida, ya que el memorial de la muerte del Señor tenía que celebrarse durante el tiempo de su ausencia: «Todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga» (1 Cor. 11:26).
La Iglesia era un solo Cuerpo, representado en cada localidad por el conjunto de los creyentes reunidos. Expresaban esta unidad estando alrededor de la Mesa del Señor mientras esperaban su regreso. De común acuerdo, todos los cristianos «perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones» (Hec. 2:42). «La Iglesia del Dios viviente» era «columna y baluarte de la verdad» (1 Tim. 3:15).
3 - La actual dispersión de los creyentes
¿Dónde encontramos esta Iglesia en nuestros días? Al empezar este artículo vimos que todos los verdaderos creyentes forman parte de la Iglesia, y así, juntos, forman el único Cuerpo de Cristo, del cual Él es la Cabeza glorificada. Pero la unidad ha dejado de ser manifestada, pues los creyentes están dispersos entre las denominaciones cristianas. Sin embargo, a los ojos de Dios, la Iglesia sigue siendo una. La Palabra permanece inalterable: «Un cuerpo, y un Espíritu» (Efe. 4:4). Es muy importante que recordemos esta verdad: En medio de una cristiandad de forma se encuentran los verdaderos creyentes, sellados por el Espíritu Santo, a quienes el Señor conoce como suyos y quienes forman un solo Cuerpo, la Iglesia de Cristo (2 Tim. 2:19; 1 Cor. 12:13).
Hemos llegado a los «tiempos peligrosos» de los «postreros días» (2 Tim. 3:1), y entre los creyentes podemos comprobar, con humillación, lo mismo que el profeta Jeremías expresó al ocurrir la ruina final de Israel: «Las piedras del santuario están esparcidas por las encrucijadas de todas las calles» (Lam. 4:1). Actualmente, los hijos de Dios están diseminados por todas las congregaciones de la cristiandad, parte de ellos «llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error» (Efe. 4:14). No obstante, la fe no deja de considerar a la Iglesia como «una», tal como lo es a los ojos del Señor.
Fue esta misma fe la que obró en el profeta Elías en el monte Carmelo, cuando tomó «doce piedras, conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob» para reconstruir con ellas el altar levantado en el nombre de Jehová, el cual había sido derruido (1 Reyes 18:31-32). Habrían podido acusar al profeta de presunción por proclamar así la unidad de Israel pese a que hacía más de cien años que el pueblo estaba dividido en dos reinos y las diez tribus habían abandonado el culto del Señor. Pero el profeta consideraba al pueblo según los pensamientos de Dios: «un solo pueblo», representado en el santuario por las «doce tortas… sobre la mesa limpia delante de Jehová» (Lev. 24:5-8). Asimismo, en medio de la ruina actual, permanecen los pensamientos y los designios del Señor en lo tocante a su Asamblea —a la cual pronto se la presentará a sí mismo, gloriosa, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino santa (Efesios 5:27).
4 - La responsabilidad del creyente
Si la Iglesia ha dejado de ser, en su conjunto, lo que era en el principio («columna y baluarte de la verdad», 1 Tim. 3:15); si, por el contrario, en medio de ella se han levantado hombres que hablan «cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos» (Hec. 20:30); si en su seno se encuentran hombres malos y engañadores que «irán de mal en peor, engañando y siendo engañados» (2 Tim. 3:13); si muchos de los que se llaman «cristianos» han llegado al estado predicho por el apóstol Pablo («vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas», 2 Tim. 4:3-4); si, en una palabra, la Iglesia se ha convertido «en una casa grande» en la cual «hay utensilios… para usos honrosos, y otros para usos viles (o para deshonra, V.M.)» (2 Tim. 2:20), ¿cuál es el camino que debe seguir el creyente que desea agradar al Señor? La respuesta se halla en la Palabra de Dios.
Si bien los apóstoles anunciaron anticipadamente la actual ruina eclesiástica, también anunciaron cuál sería el camino a seguir en medio de tal estado. En el mismo versículo en que leemos que «el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos», se agrega: «Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo» (2 Tim. 2:19).
5 - La separación del mal, principio divino de la unidad
Este principio de la separación del mal lo encontramos de cabo a rabo de las Escrituras. Cuando los hombres, después del diluvio, se entregaron a la idolatría, Dios hizo salir a Abram de su país, de un medio idólatra (Jos. 24:2-3), para hacerlo origen de un pueblo puesto aparte para ser testigo del verdadero Dios en la tierra. Más tarde, cuando este pueblo se desvió y llegó a punto de ser juzgado, Jehová dijo a Jeremías: «Si entresacares lo precioso de lo vil, serás como mi boca. Conviértanse ellos a ti, y tú no te conviertas a ellos» (Jer. 15:19).
En las épocas más sombrías, Dios siempre se reservó un testimonio para sí, y aquellos que obedecen a su Palabra separándose del mal vienen a ser sus testigos en medio de la ruina y confusión religiosa. A principios del siglo XIX hubo un despertar en la cristiandad. Hijos de Dios que sufrían en sus almas a causa del estado de ruina, descubrieron el camino del Señor y se apartaron de la «iniquidad», esto es, de todo aquello que no estaba en armonía con la voluntad de Dios expresada en su Palabra. La iniquidad o injusticia es, en efecto, lo que procede de la voluntad del hombre sin tener en cuenta la voluntad de Dios. Esos creyentes, al caminar así con una santidad práctica, separados de todo lo que el hombre había establecido, disfrutaron de la bendita comunión con Dios. Constituyeron el testimonio del Señor al separarse de los utensilios para deshonra, pues sin esta separación no puede haber verdadero testimonio.
Es el remanente de los tiempos del fin, cuyas características vemos con los ojos de la fe en los creyentes de Filadelfia (Apoc. 3:7-13). Aunque tenían «poca fuerza», estaban unidos solamente a Cristo; guardaron su Palabra y no negaron su nombre. ¿Qué nombre? El del «Santo» y «Verdadero», nombres que el Señor toma en relación con ese despertar.
Después de una verdadera separación hacia Cristo, estos fieles testigos encontraron el conjunto de verdades que constituyen la doctrina del testimonio de la Iglesia. Gozaron de la realidad de la presencia del Señor según su promesa: «Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). Descubrieron las preciosas verdades que estaban olvidadas desde el tiempo de los apóstoles:
- La unidad de la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, expresada en la Mesa del Señor.
- La presencia del Espíritu Santo en la tierra, tanto en el creyente individualmente como en la Asamblea.
- La predicación del Evangelio de la gracia.
- La liberación del pecado y la posición del creyente en Cristo.
- La santidad o separación práctica de todo lo que es mundano y una conducta que solamente tenga a Cristo por motivo y regla.
Desgraciadamente, la santidad práctica y la fidelidad a los principios del testimonio no siempre han sido cumplidas por aquellos que conocieron estas verdades. Desde el comienzo de la historia del hombre, este no ha sabido mantenerse fiel a los privilegios que Dios le confió.
La infidelidad del hombre jamás podrá alterar los principios divinos ni anular la fidelidad de Dios. Las verdades de la Palabra subsistirán a pesar de todo cuanto el hombre pueda hacer para torcerlas o aminorarlas. Las circunstancias pueden haber cambiado desde aquel despertar; pero el firme fundamento de Dios permanece y el fiel debe conservarse sobre este fundamento sin ceder en lo más mínimo en cuanto a los principios de la verdad, aunque exteriormente todo esté en ruinas. Para permanecer fiel al testimonio del Señor, es preciso retener firmemente estos principios, según la exhortación hecha a Filadelfia: «Retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona» (Apoc. 3:11).
6 - Los caracteres del remanente
Un hermano escribió: «Guardar su Palabra, no negar su nombre, proclamar su Evangelio, vivir conscientes del amor de Cristo para con su Iglesia, guardar la Palabra de su paciencia es lo que a los ojos del Señor caracteriza al remanente que él aprueba, en estos tiempos del fin. Todos los que erróneamente consideran cualquier parte de la Palabra de Cristo como algo sin valor, sea combatiendo la perfección de su obra en la cruz, sea pretendiendo sustituir la libre acción del Espíritu Santo por instituciones humanas, sea negando prácticamente la unidad del Cuerpo de Cristo y la manifestación de tal unidad en la Mesa del Señor, sea combatiendo o alterando la esperanza de su venida, no pueden ser verdaderos testigos… Todos los que abandonan una verdadera separación hacia Dios en su línea de conducta, y viven como los hombres «que moran en la tierra» (Apoc. 6:10; 8:13), o que pretenden ser a la vez ciudadanos del cielo y del mundo, no siguen el camino de fidelidad al Señor».
Pero todos los que son «guardados en Jesucristo» (Judas 1) para ser Sus testigos por gracia en medio de la ruina presente, nunca deben perder de vista que ellos no forman la Iglesia de Cristo con exclusión de todos los demás hijos de Dios, quienes permanecen asociados a las diferentes organizaciones humanas. Formando parte de la «casa grande» que ha venido a ser la iglesia profesante –si bien están separados de los vasos para deshonra– les conviene afligirse por el estado de ruina de la Iglesia y permanecer humildes en lugar de creer que poseen una capacidad excepcional para las cosas divinas. Abarcarán en sus pensamientos y afectos a todos los rescatados del Señor que están dispersos en la cristiandad y, al partir el pan, recordarán que con ellos forman un solo Cuerpo en Cristo, el cual es representado por el pan de la Cena. Los llevarán en el corazón y se considerarán voceros de ellos cuando alaben y adoren «en espíritu y en verdad» en torno a la Mesa del Señor.
Esto es lo que siempre hicieron los fieles en tiempos de ruina. El piadoso rey Ezequías ofrecía sacrificios por todo Israel, aunque las diez tribus estaban en cautiverio (2 Cró. 29:24). Luego, cuando el rey y los jefes se consultaron «para celebrar la pascua a Jehová Dios de Israel», e invitaron a todos los que habían escapado del rey de Asiria para que viniesen a celebrar la fiesta en Jerusalén, éstos «se reían y burlaban de ellos». Pero algunos de las tribus «de Aser, de Manasés y de Zabulón se humillaron, y vinieron a Jerusalén». Los sacerdotes se santificaron e hicieron sacrificios en gran número; «hubo entonces gran regocijo» (cap. 30).
Más tarde, cuando los cautivos de Judá regresaron de Babilonia, edificaron «el altar sobre su base», regulando los servicios de los días solemnes de Dios, «como está escrito» (Esdras 3:2-5). Después que el templo fue levantado, «hicieron la dedicación de esta casa de Dios con gozo. Y ofrecieron… doce machos cabríos en expiación por todo Israel, conforme al número de las tribus de Israel». A continuación «celebraron la pascua… los sacerdotes y los levitas se habían purificado a una; todos estaban limpios, y sacrificaron la pascua por todos los hijos de la cautividad, y por sus hermanos los sacerdotes, y por sí mismos. Comieron los hijos de Israel que habían vuelto del cautiverio, con todos aquellos que se habían apartado de las inmundicias de las gentes de la tierra para buscar al Dios de Israel. Y celebraron con regocijo la fiesta solemne de los panes sin levadura siete días, por cuanto Jehová los había alegrado» (Esdras 6:16-22).
Sin duda, entre ese remanente vuelto del cautiverio, nunca hubo una manifestación tan resplandeciente de la presencia de Dios en medio de ellos como cuando tuvo lugar la dedicación del templo de Salomón. «Entonces la casa se llenó de una nube, la casa de Jehová. Y no podían los sacerdotes estar allí para ministrar, por causa de la nube; porque la gloria de Jehová había llenado la casa de Dios» (2 Cró. 5:13-14). Sin embargo, la bendición de Dios reposaba sobre aquellos escapados que, por la fe, se alegraban de Su presencia, conforme a las palabras del profeta Hageo: «Según el pacto que hice con vosotros cuando salisteis de Egipto, así mi Espíritu estará en medio de vosotros» (Hag. 2:5).
En nuestra época, «día de las pequeñeces» (Zacarías 4:10), el gozo de la comunión con el Padre y con el Hijo por gracia continúa siendo la mejor porción de aquellos que muestran su amor por el Señor al guardar su Palabra (Juan 14:23); Su bendición se encuentra donde él colocó la memoria de su nombre (Éx. 20:24). Allí donde la verdad es preservada y practicada se encuentra el testimonio del Señor.
Queremos dejar sentado que todos los rescatados son miembros del «solo cuerpo» de Cristo, aunque estén dispersos por el mundo. Muchos, desgraciadamente, no son testigos del Señor, no son «santificados, útiles al Señor, y dispuestos para toda buena obra» (2 Tim. 2:21) debido a su asociación con los «utensilios… para usos viles» (v. 20).
Ojalá muchos cristianos todavía oigan el llamamiento del Señor, quien los invita a separarse de la iniquidad a fin de formar Su testimonio hasta su regreso. Quiera Dios que aquellos que por gracia se encuentran en el camino del Señor anden a la altura de su posición espiritual y se abstengan «de toda especie de mal» (1 Tes. 5:22).
«A aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos» (Judas 24-25).