El combate en los lugares celestiales
Efesios 6:10-20, 23, 24
Autor: Tema:
Invito a cada uno a observar en este capítulo la repetición de la expresión «los lugares celestiales». La primera se encuentra en el capítulo 1: Dios nos ha bendecido «con toda bendición espiritual, en los lugares celestiales en Cristo» (v. 3). Nuestras bendiciones están en los lugares (o regiones) celestiales y en Cristo; lo que nos muestra bien que no podemos pensar en el cielo sin pensar en Cristo. Si se nos pregunta lo que es el cielo, podemos responder: el cielo es la presencia de Cristo.
En el versículo 20, lo vemos sentado él mismo en los lugares celestiales: Dios le ha hecho sentar «a su diestra en los lugares celestiales».
Enseguida, en el capítulo 2, somos nosotros los que estamos sentados en los lugares celestiales (v. 6): «nos sentó con él en los lugares celestiales en Cristo Jesús», es decir, todos los verdaderos cristianos, que tengan conciencia o no de ello; es una posición. Si queremos saber qué lugar es el que Dios nos reserva, pensemos en los lugares celestiales; si deseamos saber cómo Dios nos ve en el presente, pensemos en los lugares celestiales; estamos sentados en los lugares celestiales en Cristo.
Encontramos en el capítulo 3 una cuarta mención de los lugares celestiales, a propósito de la manera en la cual la sabiduría de Dios es dada a conocer, como nunca antes lo había sido, a los principados y a las autoridades que están en «los lugares celestiales» (v. 10). Viendo la Iglesia, estos seres espirituales consideran cuán sabio es Dios; han podido ver la sabiduría de Dios desplegada en la creación, y también en el gobierno de Israel; pero existe hoy una sabiduría de Dios, desarrollada en la Iglesia a los ojos de los principados y autoridades celestiales.
Llegamos al capítulo 6, donde encontramos un combate, y este combate está también en los lugares celestiales. El combate cristiano se lleva a cabo en el cielo; a veces lo olvidamos y esto puede explicar muchas cosas. Este capítulo 6 a menudo ha sido comparado con el libro de Josué, que narra cómo el pueblo, habiendo terminado su peregrinación a través del desierto, pasa el Jordán y toma posesión de la tierra prometida. Dios le dice a Josué y al pueblo: todo lugar que pise la planta de vuestro pie será de vosotros. Toda la tierra prometida pertenecía al pueblo, pero era necesario conquistarla paso a paso. Todo el cielo es de nosotros, pero, de una cierta manera, tenemos que conquistarlo, y he ahí el gran objeto de la vida cristiana.
El pueblo que ha superado el paso del Jordán acampa frente a Jericó. Esa es la dificultad, avanzar o retroceder –porque ha hecho las dos cosas. Comienza por avanzar, teniendo victorias sorprendentes, una de las cuales es Jericó; y cada uno de nosotros ha podido notar que las más bellas victorias de Israel han sido aquellas en las cuales no ha dado un solo golpe, donde Dios lo ha hecho todo. Las más bellas victorias son aquellas en las que el pueblo cuenta con Dios y observa cómo Dios actúa. Estas victorias son enteramente para la gloria de Dios. Dios actúa y el hombre queda tranquilo, o hace simplemente todo lo que Dios le dice, como por ejemplo dar vueltas a Jericó durante siete días, el séptimo día siete veces, de una manera por lo demás irrisoria a los ojos de los hombres (véase Josué 6). Era necesario que fuese evidente para todo el mundo que, tanto para los habitantes de Jericó como a los ojos de Israel, nunca se había conquistado una ciudad de esta manera, y que esta ciudad amurallada hasta el cielo, no fueron los hombres quienes la conquistaron: fue Dios.
Sí, las más bellas victorias son aquellas en las cuales es indiscutible que Dios lo ha hecho todo. Esto es real tanto en nuestra vida individual como en la vida del pueblo de Dios. Solamente, esto exige, como lo encontramos en Jericó, por una parte, una estricta dependencia, y por otra una real santidad; el pueblo estaba en muy buen estado al salir del Jordán; Dios nada tenía contra él.
Inmediatamente después de Jericó, encontramos un pecado en medio del pueblo: un hombre, Acán, ha codiciado, ha tomado un manto y dinero (oro y plata), y lo ha escondido debajo de su tienda. Nadie lo ha visto, salvo su familia… y Dios. Entonces, Dios, que hasta ese momento estaba en medio de su pueblo, se vuelve contra él. Allí donde se encuentra el mal, Dios siempre lo ataca y comienza por los suyos. La posición del pueblo es insoportable desde ese momento. Josué, que está cerca de Dios, lo percibe; leemos su angustia. Si han atravesado el Jordán ante los ojos de todos sus enemigos (por lo menos habían siete naciones), si se han entregado de una manera espectacular y que, ahora de golpe, Dios ya no está con ellos, es una situación muy desesperada.
Si el pueblo de Dios no está en el estado que Dios desea verlo, Dios se pondrá en contra de él. Antes de ocuparse de los filisteos, Dios se ocupa de su pueblo; siempre es así.
Este pueblo, que debería haber sido tal que Dios pudiera permanecer en medio de él, envía gente para tomar la pequeña ciudad de Hai; y son derrotados. ¿Qué hace Josué? No reúne a su estado mayor; además no hay estado mayor en el pueblo de Dios; está Aquel que se presentó con una espada desnuda en su mano, el Jefe de los ejércitos de Jehová. Josué siente que el pueblo está perdido, que algo impide que Dios esté con él. Conocemos lo que sigue. Después de esto, en general, el libro de Josué nos habla de victorias. Es un bello libro, alentador. Encontramos también algunas derrotas, pero en el conjunto es un libro donde la fuerza de Dios es puesta a provecho por su pueblo y para su pueblo. Entonces el enemigo retrocede, Israel avanza, toma el territorio. Jamás lo ha conquistado todo, y es notable que es necesario ir hasta David para que Jerusalén sea completamente conquistada: quedaban aún los jebuseos.
Esto es una imagen muy clara de lo que sucede con nosotros que tenemos que conquistar los lugares celestiales. Desde el momento en que nos convertimos, que somos cristianos, el Señor nos llama a conocer los goces del cielo. Por nuestros cuerpos estamos en el mundo, pero por nuestros corazones, nuestras almas, el Señor nos llama a estar en el cielo, a conocer el cielo. Es en esto que andamos por la fe, no por la vista. Amamos a Jesús y nos gozamos en él de un gozo inefable y glorioso; aunque no lo hayamos visto, lo amamos. He aquí la vida del cristiano. Transita aquí abajo en apariencia como todo el mundo, conoce la enfermedad, el sufrimiento, pero si está ejercitado, es alguien del cual el corazón busca probar las cosas del cielo, a tener comunión con el Señor, en ser lleno del Espíritu.
Somos llamados, estando en este mundo, a extraer nuestra vida moral y espiritual del mismo cielo, es decir de Cristo que está en el cielo, a la derecha de Dios. Nuestra comunión no es con lo que se ve, aunque nuestra actividad se desarrolla en el marco de lo que se ve; nuestra comunión es con Cristo que está a la diestra de Dios. He aquí el gran secreto de la vida cristiana, secreto que el mundo no puede descubrir. Un hombre del mundo no puede comprender esto y si somos fieles seremos un misterio para aquellos con quienes nos codeamos diariamente. Para comprenderlo, es necesario estar allí; es necesario ser cristiano para comprender lo que es el alimento celestial que Jesús da a un cristiano; es necesario recibirlo y comerlo. Cuando oímos a cristianos declarar que son felices, que contemplan al Señor a cara descubierta, es una realidad si están en buen estado. Es imposible explicar esto a los demás, pero la Palabra nos suministra la expresión: contemplar al Señor; gozar de él tal y como está sentado a la diestra de Dios, será una realidad si somos fieles; es el pan que Dios nos da, es el gozo divino y eterno que Dios hace brotar en nuestro corazón; toda la Escritura se ilumina de la luz que viene de lo alto cuando estamos en este estado.
Ella está como iluminada por un rayo de sol viniendo de lo alto para hacernos gozar de lo que Dios nos ha dado. Lo sabremos perfectamente un día; pero sería muy triste decir: más tarde comprenderé lo que es el cielo y quién es Jesús. El corazón del cristiano ejercitado dice: hoy deseo saber quién es Jesús. Conocerlo un poco mejor.
encontrar mi consolación, mi fuerza en Jesús, olvidar más lo que se ve, salvo para servir a mi Maestro, y encontrar mi felicidad en lo que no se ve.
Pero, si deseamos gozar del Señor y ser de alguna manera un poco celestiales, encontraremos inmediatamente un obstáculo; es una realidad en la cual no pensamos siempre. Este obstáculo nos es descrito en el capítulo 6 de Efesios: es ni más ni menos que el diablo y sus ángeles; esas autoridades, esos principados que están en los lugares celestiales y que se movilizan con todos los artificios del diablo para impedirnos vivir en el cielo. Y si esos poderes, que son fuertes, consiguen con su astucia desviar nuestro corazón del cielo, hacerlo menos feliz en el Señor, estar menos llenos del poder y de la gracia del Espíritu, será una victoria para ellos y una derrota para nosotros. Lo que correspondía en otro tiempo a la victoria de los filisteos haciendo retroceder al pueblo de Dios corresponde hoy a la victoria de esos principados que nos hacen retroceder y que, prácticamente, nos expulsan de nuestro dominio que son los lugares celestiales.
El enemigo emplea toda clase de medios para esto; desde el momento en que ha hecho a Cristo menos atractivo para nuestro corazón, ha conseguido su meta. Hemos gozado del Señor durante medio día, y de repente el diablo coloca ante nosotros, de una manera o de otra, una cosa en apariencia muy inocente; he aquí que nuestro corazón se enfría, hemos experimentado una derrota.
En la vida del Señor, nunca hubo altos ni bajos. En nosotros hay altos y bajos. Dios quiera que haya cada vez menos bajos y que nuestra vida cristiana sea más pareja, que sea más y más celestial.
Que Dios nos permita seguir a Jesús sin ruido y buscarlo allí donde está. Si lo buscamos, él sabrá hacerse encontrar de nuestro corazón y llenarlo. El diablo está allí que quiere cerrarnos el acceso a los lugares celestiales, impedirnos gozar del cielo. No ha sido arrojado de los lugares celestiales; lo será más tarde (Apoc. 12:7-10), pero no lo es aún.
En los lugares celestiales él ocupa la función de acusador de los hermanos; trabaja con una actividad incesante para acusar a los creyentes; su actividad es exactamente opuesta a la del Señor Jesús quien se ocupa de nosotros, cuida nuestro corazón, se ocupa de nuestra conciencia, Jesús es nuestro Abogado ante el Padre para restablecer la comunión perdida entre él y nosotros; es una actividad incesante de Jesús. Y, al mismo tiempo, se ejerce la actividad opuesta del diablo.
Y, queridos amigos, ciertamente –lo digo por mi cuenta– no tomamos con bastante seriedad lo que Dios nos dice sobre este estado de cosas que parecen extrañas: que el diablo está en el cielo, en los lugares celestiales. Muchas personas creen que está en la gehena (el infierno). ¡No lo está aún! No consultamos bastante las Escrituras y es lo que contribuye a nuestra falta de vigilancia para la vida cristiana. Desde el día en que somos convertidos, entramos en la vida cristiana. Se trata entonces de vivir como cristiano, no como alguien de quien se dice: es un hombre bueno, un hombre honesto; un cristiano es más que un hombre honesto; si se contenta con esta regla, se arriesga a no vivir como cristiano. No encontramos, en lo que hemos leído, que debamos procurar ser hombres y mujeres buenos; este no es el terreno que se nos presenta.
¡Quiera el Señor llenar nuestro corazón! Tenemos a alguien ante el Padre, un abogado que nos defiende cuando hemos pecado, y como sumo sacerdote interviene, él, ante el pecado y para evitar el pecado.
Permítasenos recordar también, queridos amigos, –esto hace parte de la vida divina– que tenemos un Enemigo que jamás perderá la oportunidad de hacernos mal y que no nos perdonará haber escapado de su poder. No olvidemos jamás esto.
Nuestro pasaje declara que nuestra lucha es contra los principados que están en los lugares celestiales; no contra sangre y carne, y es extremadamente grave. Si pensáramos en la lucha que libramos, a lo que está en juego y en el adversario que tenemos en contra de nosotros, tendríamos mucho más temor que si se tratara de afrontar a un enemigo en un campo de batalla. ¡Que el Señor nos permita tratar solo con Él! ¡Qué gracia que nos haya revelado esto en la porción del capítulo 6 de la Epístola a los Efesios! Sabemos así a qué atenernos. Y ¿qué es lo que se nos dice? «Vestíos de toda la armadura de Dios» (v. 11, 13). Esto se repite dos veces: «Tomad toda la armadura de Dios». En este combate que libramos contra un adversario del cual el Señor conoce la fuerza por haberlo vencido, sin lugar a dudas los consejos del Señor son los únicos valederos. Un hombre honesto no resistirá a los artificios del diablo, incluso un honesto cristiano; el diablo es más astuto que cualquier hombre.
Leemos, pues, en el versículo 10: «Fortaleceos en el Señor y en el poder de su fuerza». Necesitamos una gran fuerza del Señor cuando la lucha es difícil. Necesitamos al Señor con nosotros, andar con él, hacer realidad su presencia en nuestra vida. ¡Que Dios nos permita velar por esto!
«Vestíos de toda la armadura» (v. 11). ¡Qué declaración, queridos amigos! ¿Qué hay entonces en este mundo invisible de los espíritus? ¿Y quiénes son estos seres caídos? Agradezcamos a Dios que nos haya revelado su existencia, nos haya señalado el peligro que ellos representan para nosotros, y mostrado al mismo tiempo de que manera podemos ser guardados. ¡Cuándo pensamos que hay personas que se divierten buscando relacionarse con estos seres temibles! Pidámosle a Dios que nos guarde en un santo temor sobre esto.
«Estar firmes», esto debería caracterizar la vida cristiana. Es una actitud de fidelidad y es a menudo más difícil que de tomar la ofensiva: «después de haber acabado todo, estar firmes» (J.N. Darby), no nos dejemos arrastrar por el enemigo.
Versículo 13. ¿Cuál es «el día malo»? ¿En qué momento encontramos ese día malo? En un sentido, esto corresponde a toda la vida cristiana, a toda la historia del pueblo de Dios. Sin embargo, hay períodos en la vida del cristiano, como también en la vida del pueblo de Dios, que están especialmente caracterizados como siendo el día malo, momentos donde el diablo muestra especialmente todo su poder y su astucia. Todos sabemos por experiencia que, en nuestra vida cristiana, Dios nos da momentos de gran felicidad, épocas sin luchas; donde, en la comunión con el Señor, las cosas de Dios se hacen realidad para nuestra alma. Mientras que otras veces, tenemos que habérnoslas con toda clase de dificultades; y esto, es el día malo.
Nadie puede decir por adelantado cuándo encontrará el día malo; no lo podemos saber. Es necesario entonces tomar la armadura para esta eventualidad que puede presentarse de golpe bajo la forma de tal o cual tentación. Si no estamos vestidos por adelantado con toda la armadura de Dios, seremos derrotados. Un soldado no se prepara cuando está a algunos metros del adversario; debe equiparse y saber servirse de todas sus armas a tiempo, antes de estar frente a él. Si no es así, será derrotado, y es una lucha a muerte. ¡Que Dios nos dé el vestirnos de toda la armadura, la de Dios y no la del hombre!
Para guardar a la juventud en este mundo, los educadores y los padres dan consejos; es una clase de armadura de la cual se reviste a la juventud y se prolongan estos consejos tanto como se puede. Los padres que tienen experiencia saben lo que puede hacer daño a sus hijos, pero no es lo que los guarda. Se les puede dar miles de consejos, se les dirá: no mintáis, etc. Y notemos además que la desaparición de estos consejos explica la decadencia actual de la sociedad, indiscutiblemente, en particular la desaparición de la influencia que la Biblia aportaba en numerosos hogares. Pero hace falta la armadura completa.
Una persona puede ser honesta a los ojos de sus semejantes y gravemente culpable a los ojos de Dios. La primera pieza de la armadura está constituida por esta referencia interior que es la Palabra de Dios: la verdad. Nuestro ser interior debe ser fortalecido por la verdad; es por esto que encontramos en la Palabra: «Dios es el que me ciñe de poder» (Sal. 18:32). Este estado interior, escondido y profundo, condiciona al resto. Si nuestro estado es malo, si el fondo de nuestro corazón está lleno de aquello que no es la verdad, podemos ser cristianos incluso muy activos, pero nos arriesgamos a no hacer un buen servicio, sino a ser derribados por el enemigo. ¡«Teniendo los lomos ceñidos con la verdad» (v. 14)!
«Vestidos con la coraza de la justicia». La coraza, es la justicia práctica, no es aquella de la cual somos vestidos por la fe en Cristo. La coraza de la justicia nos da una buena conciencia; es de mucha importancia tener una buena conciencia ante Dios y ante los hombres. Alguno dirá: ¡Es imposible que nunca pequemos! Es muy justo; la Palabra nos dice: «Todos ofendemos muchas veces» (Sant. 3:2); pero con todo seguimos manteniendo siempre esta coraza en nosotros, juzgándonos ante Dios, confesando a medida: he faltado en esto o aquello, debo arreglar mis asuntos con el Señor de manera que la coraza se quede allí.
«Calzados los pies». El cristiano es alguien que conoce la paz de Dios: paz de la conciencia, paz del corazón, y en este mundo es alguien que puede hablar de paz, difundir la paz, anunciar la paz. He aquí una buena definición de la actividad del cristiano: los pies calzados con la preparación del evangelio de la paz. «Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz» (Rom. 10:15). El cristiano en este mundo puede hablar de paz, la paz de Dios, y debe estar en este estado espiritual continuamente. ¡Que Dios nos ayude a realizarlo!
«El escudo de la fe». Es la confianza en Dios, en todo lo que suceda. Nada es más lamentable que perder la confianza en Dios; es todo lo que el enemigo desea: que desconfiemos de Dios. Es un estado terrible el desconfiar de Dios; mientras que, recordando que él nos ama, siempre tendremos confianza en Dios. Él siempre será nuestra confianza, la roca de nuestro corazón; nunca decepciona, nunca engaña. Ninguno de entre nosotros puede decir que siempre ha sido con su mejor amigo lo que su amigo esperaba de él; sin embargo, Dios es siempre fiel, siempre el mismo para nuestro corazón.
Enseguida, «el yelmo (casco) de la salvación» (v. 17) nos permite levantar la cabeza porque somos salvos. Alguno que no está seguro de su salvación… helo ahí en lucha con el enemigo, es derribado. Mientras que el yelmo de la salvación nos hace avanzar, no con pretensión, orgullo y soberbia, sino con la seguridad que Dios da: soy salvo, soy de Dios, de Cristo; la salvación que Cristo ha hecho es para mí; nadie puede arrebatarme de la mano de mi Padre, de la mano de Jesús. Esta seguridad es parte de la verdad divina; Satanás hace todo lo que puede para quitárnosla.
Ahora tenemos aquí un arma ofensiva: «la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios». La memoria del cristiano puede emplear la Palabra de Dios, pero lo hará irreflexivamente. Es la espada del Espíritu la que penetra. Por ejemplo: en el desierto, el Señor silenció al diablo citándole la Palabra. Para emplear la Palabra de Dios con eficacia, es necesario que sea por el Espíritu.
Que Dios nos conceda ser gobernados, dirigidos por el Espíritu; así sabremos entonces qué hacer y qué decir. Cuando estamos confusos, puede ser porque alguna cosa no ha sido juzgada, y en lugar de tener discernimiento, no sabemos qué hacer; mientras que deberíamos saber emplear la espada del Espíritu y tratar al enemigo como él se merece.
Versículo 18. La oración, la lectura de la Palabra de Dios. ¡Qué importante! ¿Es que se nos ha dado, por la gracia de Dios, reservar a la palabra de Dios el lugar que ella debe tener en nuestra vida cotidiana? Es de una importancia incalculable. Cuando un hermano, una hermana, un cristiano, no ansía leer la Palabra, es cuando tiene más necesidad de ella; y se dice de la misma manera que cuando un cristiano tiene menos deseo de orar es cuando más necesidad tiene. «Orando… en todo momento». Vamos, caminamos aquí o allá, tenemos una dificultad: «Señor ayúdame por esto, por aquello», en todo momento. Se le preguntaba a una cristiana humilde y piadosa que hacía limpiezas en los hogares: «¿Cómo haces para orar sin cesar»? –«Digo, haciendo mi trabajo: Señor ayúdame; si barro, le digo: Señor, limpia mi corazón». «Orando en todo momento», nos imaginamos que es una vida apremiante, pero es una vida plenamente feliz, la vida que el Señor nos presenta. Entonces, indudablemente, los detalles de la vida cotidiana toman una gran importancia; es por los detalles que somos infieles, y es por la infidelidad en los detalles que se preparan las más grandes infidelidades. Allí donde no estoy con Jesús, estoy ya en estado de caída. Puede que no sea una caída grave, pero si no fuera por la gracia de Dios, desde que estoy cayendo, soy capaz de todo; desde que no estoy en comunión con Jesús, todo es posible por mi parte. Sin Cristo, ¿qué somos? La respuesta es dada rápidamente.
«Orando en el Espíritu mediante toda oración y petición, en todo momento». La Palabra es la espada del Espíritu y oramos por el Espíritu.
La vida cristiana, es el cielo en la tierra, y es el cielo en todo lo que hacemos diariamente. Queridos amigos, ¡que el Señor nos ayude con el fin de que no esperemos llegar al cielo para que nuestro corazón esté lleno!
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1992