Los caracteres de un servicio fiel

Marcos 14:9


person Autor: John Nelson DARBY 82

flag Temas: El servicio Los dones y los ministerios espirituales

(Fuente autorizada: biblecentre.org)


«De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que esta ha hecho, para memoria de ella» (Marcos 14:9).

Alguno de entre vosotros, amados, puede que esté tentado de preguntar la razón de esta palabra del Señor, y pueda apenas escoger la relación que hay entre el acto de esta mujer y la predicación del Evangelio en el mundo. Pienso que comprenderemos, si recordamos cuál es el motivo final de Dios, llegar a nosotros enviando el testimonio de su gracia. Conocemos el resultado inmediato por la conciencia despertada por el sentimiento de sus necesidades. La cruz de Cristo nos es presentada para hacer frente al juicio de Dios sobre el pecado, y tenemos la paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo (Rom. 5:1).

Cuántas cosas habría que decir sobre la manera en la que se logra poseer como algo actual el favor de Dios y allí quedar; en el gozo de la esperanza que, con anticipación, gozamos de la gloria de Dios, y así nos fortalecemos de las pruebas del camino; y también, en el gozo que tenemos en las pruebas porque hacemos la preciosa experiencia de que Dios se encuentra allí, él es la corona de nuestro gozo (Rom. 5:1-2, 11).

Vemos en el Evangelio no solo el estado del cual hemos sido sacados, sino que también en cual posición hemos sido introducidos, nuestros corazones encuentran su descanso en la casa del Padre, dónde «nos colmó de favores en el Amado» (Efe. 1:6). Es allí de dónde aun esperamos la revelación del misterio del amor divino. Hay consejos de Dios relativos a la gloria y al gozo de Cristo, consejos escondidos desde la eternidad a las otras generaciones, pero que nos han sido revelados ahora, y que nos conciernen, a nosotros que hemos sido dados a Cristo para ser su Iglesia, su Cuerpo, su Esposa.

¡Qué revelaciones preciosas del amor de Dios, amados! Y, sin embargo, el propósito de Dios para comunicarnos todo esto, va más allá. Deseaba hacernos conocer a Cristo, como siendo Aquel en quien encontraba su placer. ¡Qué gracia aquella que, no solo nos salvó de la condenación eterna, sino que nos hizo partícipes de los mismos goces de Dios! Porque el Señor Jesús es el objeto eterno de su gozo. Nunca, antes que la salvación hubiera sido conocida plenamente, nuestros corazones habrían podido comprender estas cosas. Pero ahora que esta salvación nos pertenece en Cristo (la cual no podremos apreciar lo suficiente), Dios desea que apreciemos a Cristo como lo hace Él mismo; quiere hacernos comprender su valor y su excelencia, a fin de que, haciendo totalmente caso omiso de nosotros mismos y de todo el resto, podamos adorar y servir a Cristo contemplándole. Entonces, el Evangelio habrá cumplido perfectamente el propósito para el cual ha sido dado.

Es lo que encontramos en el Apocalipsis. Cuando vemos a los rescatados de toda tribu, lengua, pueblo, y nación, alrededor del trono (Apoc. 5), ¿cuál es el objeto que atrae las miradas de todos? Un «cordero sacrificado». Todos los corazones están ocupados por Él, las coronas son colocadas a sus pies, y todas las voces entonan sus alabanzas. Solo Jesús absorbe sus pensamientos durante la eternidad.

¿Qué eran en otro tiempo? ¿Quiénes éramos? Muertos en nuestras culpas y en nuestros pecados (Efe. 2:1); extranjeros a la vida de Dios (Efe. 4:18); sin Cristo, sin esperanza (Efe. 2:12). Pero ahora, hemos «sido acercados» por la sangre de Aquel que ha sido inmolado (Efe. 2:13), iniciados en las profundidades de los secretos de Dios y en sus pensamientos sobre las perfecciones de su Hijo. Así, han conocido, amado y apreciado a su muy Amado, encontrando en Él el gozo por excelencia, el mismo cielo. Pecadores aquí abajo han sido llevados en comunión de pensamientos con Dios en el cielo. ¿Quién, en el cielo, podría entonar como ellos: «digno eres», repetido por decirlo así por seres celestiales y por todo el universo en un cántico eterno? Habrá en el cielo una rica, gloriosa invariabilidad, un nombre repetido para siempre: ¡Jesús, Jesús, Jesús!

Luego, amados, vemos cual es el objetivo y el deseo de Dios respecto al Evangelio. ¿Tenemos devoción por el Señor cuando lo predicamos? ¿Es nuestro motivo hacer conocer al Señor Jesús con todo aquello que encanta y atrae su persona adorable? ¿Es nuestra intención presentarlo de tal modo que pueda ser reconocido como «señalado entre diez mil»? (Cant. 5:10); ¿como Aquel que es «todo él codiciable»? (Cant. 5:16) ¿Es el motivo de nuestro servicio? ¿Su gloria, su belleza, su gracia que atrae, está todo esto constantemente delante de nuestros ojos?

Tal parece ser el vínculo de pensamientos con el Espíritu del Señor, en el momento en que se efectúa esta cena. Jesús se encuentra allí, él, el Hijo, quien el Padre ama desde la eternidad. «Porque Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo unigénito para que todo aquel que cree en él, no perezca, mas tenga vida eterna» (Juan 3:16). Le vemos allí, en medio de los hombres, sentado a la mesa en casa de Simón el leproso, en Betania. Está allí el despreciado y desechado de los hombres (Is. 53:3), no ven ninguna apariencia en él para desearlo (Is. 53:2). Los principales sacerdotes y los escribas buscaban, el momento preciso, para atraparlo por medio de astucia, y matarlo. ¡Tal fue el juicio del hombre hacía Cristo! ¡Qué golpe para el corazón de Dios! Él había dicho: «Este es mi amado Hijo, en quien tengo complacencia». Pero nosotros, sí, todos somos contados, escondimos nuestros rostros de Él: fue despreciado y no le tuvimos ninguna estima (Is. 53:3). El pecado y la incredulidad cegaban nuestros ojos y nos impedían reconocerlo.

Mientras tanto los hombres conspiraban contra él, había alguien por lo menos, en esta casa, que entraba en alguna medida en el pensamiento de Dios con respecto a Cristo. Todos ellos se regocijaban por estar sentados a la mesa con él, felices, con razón, de estar cerca de él, pero una persona estaba por encima de todos los demás por sus pensamientos. María, porque estaba, como se nos dice en el evangelio de Juan, ocupada por Jesús, y, haciendo así, no tenía otro motivo que él mismo. La enseñanza que había recibido anteriormente la había conducido a esto. María, se nos dice, estaba sentada a los pies de Jesús, escuchando su Palabra, mientras que su hermana estaba totalmente ocupada de su servicio (Lucas 10:39). María había escogido «la buena parte, que no le será quitada», estaba ocupada de Él. Ya aquí, en la tierra, ha bebido de la fuente del gozo celestial. Jesús, desde entonces, era su todo.

La escuela que María había tenido era a los pies de Jesús, es allí donde aprendió a conocer más íntimamente lo que Él era. La única lección que había aprendido, era Jesús, en su propio valor. Sus ojos se habían abierto a su belleza incomparable; era tanto que por así decirlo estaba muerta a todo el resto. En medio de la escena que está delante de ella, solo Jesús le interesa, absorbe sus pensamientos. Olvida a los huéspedes, la cena, en una palabra, solo ve a Aquel que ella adora. Parece decir al mirarle: “Lo amo solo a él”. Sus palabras no sabrían expresar el sentimiento del valor del Señor; se le ve también, con una inteligencia dada de Dios, quebrar el vaso precioso de alabastro, lleno de perfume, y derramarlo en la cabeza de Jesús. Y así, en el mudo lenguaje de un corazón demasiado pleno para expresarse, da a Aquel que solo eso es digno, todo lo que ella tiene, lo más precioso sobre la tierra. Entra en los pensamientos de Dios. –¡Que valor tiene este acto para el corazón de Cristo!, aunque los demás no lo comprendieron.

Está en la naturaleza del hombre querer ser conocido y comprendido. Este deseo se encuentra también en Cristo, según la perfección de su humanidad. En las ciudades dónde había hecho la mayor parte de sus milagros durante su ministerio sobre la tierra, no se arrepentían, él dice «nadie conoce al Hijo, sino el Padre» (Mat. 11:27). Incomprendido, desconocido de los hombres, reposa con gozo en este pensamiento: Mi Padre me conoce.

Pero encontramos aquí a una mujer que, enseñada por Dios, parece haber escogido una de estas perfecciones en las cuales el Padre encuentra sus delicias. María comenzaba a entrar en Sus pensamientos respecto a su Amado Hijo. Ella lo había aprendido en secreto, en comunión con el Señor. Había sido capaz de entrar allí en esos pensamientos, y no había en ella ninguna palabra humana que pudiera expresar el valor de esta persona bendita.

Para dar libre curso a los sentimientos que llenan su corazón, derrama este perfume sobre su cabeza. Así es como lo adora y sirve. ¿No se gozaba Dios de ver al Señor Jesús apreciado así por esta débil mujer? Su voluntad es que todos honren al Hijo como honran al Padre (Juan 5:23). Este es el resultado que espera de la predicación del Evangelio.

¡Por desgracia! ¿No sucede a menudo que un gran despliegue de celo, ardor y actividad, surge de otra fuente que no es la de un corazón que ama a Cristo? Era lo que le faltaba a Marta. Parecía ocuparse de Jesús y afanarse en servirlo. Pero a los ojos del Señor, el servicio tiene valor solo en la medida en que el corazón mismo lo tiene como su primer objeto. Marta «estaba atareada con muchos quehaceres» (Lucas 10:40). Ponía a Jesús en el último lugar. De esta manera le gustaba antes consentir en lo que su corazón estaba absorbido; Jesús deseaba que se gozara en Él. María entraba en su pensamiento; sentía lo que el Señor deseaba, ante todo, que era su corazón y se lo da. Marta quería distraer a María, pero esta quiere permanecer a los pies de Jesús, escuchar a Aquel en quien encuentra su placer y se revela a ella; y Jesús pone el sello de su aprobación sobre esta elección: «¡Marta, Marta!, estás ansiosa e inquieta con muchas cosas; pero una sola cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, que no le será quitada» (Lucas 10:42).

¿Amados, en estos días de actividad general, no tenemos que preguntarnos, en la presencia de Dios, hasta qué punto nuestros corazones están con él en esta actividad? ¿No somos a menudo (y por nuestro propio servicio) arrastrados lejos de la posición en dónde debiéramos permanecer, –es decir a los pies de Jesús? ¿No es el secreto de nuestra falta de fuerza y de nuestras constantes debilidades?

No ha sido el Señor Jesús el primer motivo de nuestras acciones, o de la palabra que hemos pronunciado, y ahora, ha perdido todo valor a nuestros ojos. Entonces preguntémonos si estamos ocupados de Él mismo. Se puede hacer mucho movimiento, actuar en todos los sentidos para el servicio, sin que el corazón esté completamente consagrado. Lo que le gusta, es un corazón que le sea totalmente consagrado. Él no se contenta con tener solo una parte. Quiere todo. Si consintió en derramar su sangre para rescatarnos y adquirirnos para él, con todo lo indignos que somos, ¿negaremos darle nuestros corazones? María quería pertenecerle solo a él. Si Jesús llena el corazón de Dios, ¿no es digno de llenar el nuestro? Cristo es el centro de los pensamientos de Dios. Cuando Él es nuestro centro, todo está bien. Tal era el caso de Pablo, Cristo era el objeto de su corazón: «Porque para mí el vivir es Cristo» (Fil. 1:21 y 3:8).

¿Hablando así, he expresado una reprobación en contra del servicio? No, pero procuro solamente darle su lugar, de modo que sea agradable al Señor. Un corazón que tiene al igual que Dios, a Cristo por objeto, posee la fuente y el poder del servicio; verdaderamente está en comunión con los pensamientos de Dios, cuando las palabras del Maestro resuenan a sus oídos: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Marcos 16:15). ¿Es posible que alguno de nosotros no tenga un poco de comunión con Dios para no procurar ganar almas para Cristo? Trabajemos, amados, mientras que es de día; la noche viene durante el cuál nadie puede trabajar. Pero todo servicio tiene su trampa. Tengamos cuidado para que, hablando de él a otros, nuestros propios corazones estén fríos e insensibles a su amor. Cuando Cristo no tiene el primer lugar en nuestros afectos, y no lo juzgamos, confesándolo, con el fin de que la comunión pueda ser restablecida, nuestro corazón que está consciente de este estado, se lanza con un ardor sin tregua, en la actividad del servicio, y esto solo mantiene la distancia, tapando la efectiva condición de nuestra alma. Hasta el celo mostrado por Marta para recibir al Señor era una trampa para ella. María, ocupada solo de él, excluyendo otro interés, pudo, cuando llegó el tiempo, prestarle al Señor el servicio más excelente que jamás se le hubiera dado sobre la tierra.

¿Y qué es lo que lo hacía tan agradable para el Señor? El caso es que le fue ofrecido por un corazón que estaba totalmente consagrado a Él; y la mínima cosa que se hace teniéndolo a él por objeto, es agradable a sus ojos, sea solo un vaso de agua dado en su nombre a uno de sus discípulos. Amados, está próximo el día solemne cuando será probado todo lo que pareciera que hacemos para Cristo. Y entonces, todo servicio será apreciado según el lugar que el Señor habrá ocupado en los afectos y en los pensamientos de su siervo.

Marta carecía de esto, y es lo que mereció a María la aprobación del Señor. Su corazón estaba lleno de Cristo, su servicio era la expresión, y tomó así el carácter de culto. He aquí lo que caracteriza siempre el verdadero servicio. María sabía hacer lo que él deseaba en el tiempo deseado, también el Señor pronunció sobre ella estas palabras de aprobación: «Ella ha hecho lo que podía; se anticipó a ungir mi cuerpo para la sepultura» (Marco 14:8).

Pero para que el corazón esté tan libre de ocuparse únicamente de Cristo, hace falta que todo problema de pecado sea absolutamente y completamente resuelto. La cruz de Cristo lo hace, porque el creyente allí no ve solo sus pecados quitados, sino que a sí mismo juzgado para siempre. Allí es el fin de todo: lo que soy es juzgado, condenado, crucificado con Cristo y sepultado: «No hay, pues, ahora ninguna condenación para los [que están] en Cristo Jesús» (Rom. 8:1). Si por largo tiempo no nos apoderamos plenamente de la obra hecha de Cristo, el yo ocupará nuestros pensamientos. Queremos perfeccionarlo, mejorarlo, o eliminarlo. Por lo tanto, no hay que asombrarse cuando el corazón esté impotente para elevar los pensamientos de Dios con respecto a Cristo.

Los que han ido más allá del simple descanso de la conciencia con respecto al pecado, han visto el fin del yo en la cruz; se regocijan al pensar que la vida, la justicia y el favor de Dios le pertenecen en Cristo resucitado. ¡Qué descubrimiento precioso cuando, por primera vez, comprendimos que todo esto era para nosotros! Entonces podemos cantar:

Jesús es nuestro Supremo Amigo
¡Oh cuál amor!

Lázaro debía experimentar algo de esta felicidad, cuando estaba a la mesa con Jesús. Es como la esposa, en el Cantar de los Cantares, cuando dice: «Mi amado es mío, y yo suya». Se consuela así en su ausencia, «Hasta que apunte el día, y huyan las sombras» (Cant. 2:16-17). Observe este primer pensamiento: «es mío». Sus más preciosos intereses están en Cristo; sin embargo, es ella quien viene en primer lugar. ¿No sucede muchas veces entre nosotros, amados, de ir hasta ahí y no más lejos? Estamos contentos y felices de que estamos en Cristo, y así no progresamos, según el pensamiento de Dios, en el conocimiento de lo que Cristo es en si mismo.

Pero prosigamos, y veremos este progreso realizarse. Más lejos, en efecto, aquella que hablaba así puede poner en primer lugar los intereses de su Amado: «Yo soy de mi amado, y mi amado es mío» (Cant. 6:3). Su primer pensamiento es el hecho de que el la posee, aunque en su corazón todavía piensa en lo que ella posee. Vemos aun mas lejos, que se olvida de ella pensando solo en el amor que experimenta hacia ella. Se sumerge en Su amor; y añade algo a la declaración: «Yo soy de mi amado», es solamente para hablar de nuevo de que conoce sus pensamientos: «Y conmigo tiene su contentamiento» (Cant. 7:10). ¡Que precioso es poder perdernos en el descubrimiento maravilloso de lo que somos para él!

Pero María se eleva aun más alto en el conocimiento del Señor Jesús. ¿Y nosotros, estaremos satisfechos en un grado inferior al que ella alcanzó antes de nosotros? Es conocer aun el lugar que nos ha dado en su corazón, pero esto debe servir para introducirnos más profundamente en el conocimiento de Aquel que tanto nos ha amado.

Es lo que también encuentro en la experiencia de la esposa del Cántico de Salomón. Cuando se le pregunta (5:9): «¿Qué es tu amado más que otro amado?», responde: es «Señalado entre diez mil», luego ella no habla de las bendiciones que ha recibido de él, ni de su interés por ella, sino de todos sus atractivos diversos, y acaba con estas palabras: «todo él codiciable».

Así pues, amados, avancemos en el conocimiento del Señor y de su perfección incomparable, hasta que podamos decir, no por haberlo aprendido de otro, sino porque lo sabemos personalmente: es el «señalado entre diez mil». Hemos sido atraídos hacia él, porque, conociéndolo y en toda la perfección de su Persona adorable, podemos tener comunión con el Padre que encuentra su reposo, su gozo y sus delicias, en el Hijo de su amor.

La Escritura menciona otra circunstancia notable, en la cual un alma entra en el pensamiento de Dios y recibe del Señor el sello de su aprobación. La antigua dispensación iba a desaparecer, pero antes de que la nueva fuera introducida, Jerusalén y el templo aun eran el centro de los pensamientos de Dios. Es lo que muy bien sabía la pobre viuda de la cual hablo; también, para socorrer a las necesidades de la casa de Dios, echó de su indigencia dos blanquitas en el tesoro; y era «todo cuanto tenía, todo su sustento» (Marcos 12:44).

¡Como deleita verla entrar así en los pensamientos de Dios, por lo cual olvida sus propios intereses! Sin preocuparse de su pobreza, dio todo lo que tenía para la obra de Dios.

Este acto era agradable para el Señor quien llamó la atención de sus discípulos hacia esta mujer, porque a Sus ojos había puesto en el tesoro más que todos los que habían puesto allí (Marcos 12:43). ¿Preguntémonos cuál es ahora el objeto de los pensamientos de Dios? Lo sabemos, porque nos hizo saber el misterio de su voluntad. Es la gloria de Cristo en su Cuerpo que es la Iglesia, para que llegara a ser «la plenitud del que todo lo llena en todo» (Efe. 1:23).

Si entonces, tal es el consejo actual de Dios para la gloria y gozo del Señor Jesús, preguntémonos si ¿realmente ocupa Él su lugar en nuestros corazones y en nuestro servicio? ¿Estamos dispuestos a entrar nosotros mismos y todo lo que tenemos, en la senda del cumplimiento de este pensamiento de Dios? Para aquel que lo ha comprendido, llegará a ser el motivo de su servicio. El mundo se complace en lo que ocurre con el bienestar del hombre y considera al resto como sin valor. Pero lo que regocija el corazón de Dios, es lo que tiene como objeto la gloria de Cristo. Esto solo tiene valor a sus ojos. ¿Su aprobación no nos es suficiente? El que se contenta solo con Él, está además en condiciones de despreciar tanto la desaprobación como la alabanza del mundo. Amados, estemos en guardia contra el halago del mundo. Es más peligroso que su desprecio. Sabemos a quién tenemos que agradar. Que estas palabras de Cristo: echó «todo cuanto tenía», ¡puedan ser aplicadas a nosotros y que sean suficientes!

«Para mí el vivir es Cristo». ¡Qué Cristo sea el objeto que ordene nuestra vida en el poder del Espíritu de Dios! No hay descanso, mientras el corazón está compartido entre Cristo y el yo, el mundo, los amigos o los hermanos. Aquel que es de Cristo y su objeto solo es Cristo, conoce los goces de Dios.

¡Que podamos, amados, ser encontrados, como María, a los pies del Maestro! ¡Que podamos escuchar la voz de Jesús tal como aun se oye en su Palabra! Y si estamos ocupados por él, el Espíritu de Dios se complacerá en desarrollar siempre más, delante de nosotros, todas las riquezas de su amor. Es su trabajo y su gozo tomar las cosas de Cristo y mostrárnoslas, para que nuestros corazones sean completamente y únicamente de Él. “Por desgracia, dirá alguien, aún no he comprendido cuán precioso era Cristo, mi corazón es frío en presencia de su amor e insensible a su gracia”. ¡No se detenga en eso! Su corazón no podrá jamás ser calentado con su propia frialdad. Solo os enfriaréis aun más. Seréis calentados solo acercándoos a la fuente del calor. ¡Oh, amados! ¿No es para nosotros el amor de Cristo, la fuente de toda luz y todo calor? Acercaos a su corazón, es el lugar que no da y el que debéis aceptar con gozo. Reposad vuestra cabeza en su pecho. Posiblemente responderéis muy débilmente a su amor, pero el suyo no se mide como el nuestro. No cambia; la medida de su amor para cada uno de nosotros, es el amor del Padre hacia Él. ¿Juan no se llamaba así mismo el discípulo a quién Jesús amaba? Sí, pero esto quería decir que, por la fe, tomaba el lugar que Jesús les había dado a los otros tanto como a él, –es el lugar que desea que toméis, como si su amor no perteneciera a nadie más que a usted. Necesariamente tal amor debe fundir el corazón más frío que lo acepta por la fe. Entonces, naturalmente, Cristo será el primero en nuestros pensamientos y el objeto que absorberá a todos. Era así en María; y es por eso que su servicio era tan agradable para Jesús. Tenía su fuente en un corazón que estaba totalmente ocupado por Él, y que conocía la excelencia de su persona. La naturaleza del resultado que Dios tiene en vista haciendo proclamar el Evangelio fue producido en María «En verdad os digo: Dondequiera que sea predicado el evangelio en todo el mundo, también lo que ella ha hecho será contado para memoria suya» (Marcos 14:9). Pronto lo veremos cara a cara; entonces conoceremos como hemos sido conocidos. No habrá nada más que pueda desviar nuestros afectos de él. No encontraremos más trabas en nuestro servicio porque entonces, lo que es el objeto de Dios, será el objeto de todos nuestros corazones.

¡Quiera el Señor que, desde ahora, sea así en cada uno de nosotros!


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