Consejos a los siervos del Señor


person Autor: John Nelson DARBY 82

flag Tema: El servicio


Ponga mucho cuidado en no decir, o afirmar, algo que sobre­pase su experiencia: no hay nada más importante para nuestra pro­pia alma.

No permita, tampoco, que la obra le lleve a ocuparse de otros, de tal modo que se descuide a sí mismo. Es delante de Dios como ha hallado usted la paz, es también ante Dios cómo se conserva la paz, en el sentido del gozo de la verdadera seguridad de su favor. «Vela por ti mismo», dice el apóstol, «y por la enseñanza; perse­vera en estas cosas, porque haciendo esto no solo te salvarás a ti mismo, sino también a los que te oyen» (1 Tim. 4:16). Si obra usted así, ser­virá de lección para los hermanos, y una lección mucho más real y verdadera que muchas predicaciones. Sí, querido hermano, por encima de todo, guarde su alma delante de Dios.

No vaya a imaginarse que la obra depende de usted, tenga en cuenta que ha sido hecha sin usted. Esto no quiere decir que no sea una gran bendición trabajar en la obra del Señor, pero cuando lo hace­mos, lo realizamos diciendo que somos siervos y sintiendo que es Dios el que realiza toda la labor. Trabaje, pues, edifique a los demás; pero no trabaje más allá de su comunión con Dios. Nada sería más propicio para hacerle perder la paz. Intente andar «en el temor del Señor», que es el principio de la sabiduría, y es lo que acompaña «la asistencia del Espíritu Santo» en el libro de los Hechos. «Entonces la Iglesia tenía paz por toda Judea, Galilea y Samaria, siendo edificada; y andando en el temor del Señor, y con la asistencia del Espíritu Santo, se multiplicaba» (Hec. 9:31).

Por otra parte, no se sorprenda usted, ni se desanime, si no siente siempre todo el gozo que usted ha sentido al principio. Hay cosas más profundas en el gozo de esta primera satisfacción porque se relacionan más cerca con la comunión de Dios mismo; pero en cuanto a nosotros, pertenece a la condición humana el hecho de que la pri­mera impresión vaya borrándose. No se contente usted con eso. Busque reemplazarlo por una comunión más profunda, una revelación más completa de Dios, pero no se desanime.

Descanse sobre lo que Cristo es, y no sobre lo que usted siente, allí es donde ha hallado la paz y allí es donde se conserva…

… Consideremos, en primer lugar, esta seria exhortación: «Vela por ti mismo». Sería difícil expresar todo el alcance moral de estas palabras. Todo cristiano debe observarlas, pero en modo especial, el obrero del Señor, a quien, además, van particularmente dirigidas en este pasaje. Debe cuidar del estado de su corazón, de su con­ciencia, de todo su ser interior. Él mismo debe conservarse «puro» (1 Tim. 5:22). Sus pensamientos, sus afectos, su espíritu, su carác­ter, su lengua, todo ha de mantenerse bajo el santo “control” del Espíritu y de la Palabra de Dios. Usted ha de ceñirse de la verdad y revestirse de la coraza de justicia (Efe. 6:14). Tanto su condición moral como su conducta práctica deben corresponder a la verdad que proclama; de otro modo, el enemigo le tendrá seguramente ventaja.

Aquel que enseña debería ser la viva expresión de lo que anun­cia en sus palabras; a lo menos, tal debería ser la meta perseguida por él, con sinceridad, seriedad y perseverancia. ¡Cuán bueno sería que esta santa norma estuviera siempre delante de “los ojos de su corazón”! Por desgracia, hasta el mejor, falla y queda siempre por debajo de esa norma; pero si su corazón es sincero, sensible su con­ciencia, si el temor de Dios y el amor ocupan el debido lugar en él, nada de cuanto esté por debajo de la norma divina satisfará al obrero del Señor, tanto en su estado interior como en su conducta. En todo tiempo y por doquier, su ardiente anhelo será mostrar en su conducta el efecto práctico de su enseñanza, y de ser «ejemplo de los fieles en palabra, en manera de vivir, en amor, en fe, en pureza» (1 Tim. 4:12).

Sin embargo, no creemos que al siervo del Señor le corresponda presentarse como ejemplo para quienes él anuncia la Palabra, que deba tomar su propia experiencia como la medida de su ministerio. Un apóstol como Pablo podía decir: «Sed imitadores míos» (1 Cor. 11:1), pero, ¿dónde está el predicador?, ¿dónde está el maestro que hoy día se atrevería a repetir semejantes palabras? Y en cuanto a su ministe­rio, cualquier obrero del Señor debería poder decir: «No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Cor. 4:5). Sin embargo, jamás debemos perder de vista el hecho moral tan im­portante de que aquel que enseña debe vivir la verdad que predica. Moralmente, es muy peligroso para un hombre enseñar en pú­blico lo que desmiente su vida privada; es peligroso para sí mismo, deshonroso para el testimonio y perjudicial para aquellos con quie­nes tiene que tratar. ¿Habrá cosa más deplorable y humillante para un hombre que contradecir por su conducta personal y en su vida doméstica la verdad que hace oír públicamente en la asamblea? El resultado de esta conducta tan solo puede resultar en los más fu­nestos resultados.

Que el firme propósito y la meta formal de todos cuantos anun­cian la Palabra y presentan la doctrina, sea de alimentarse de la pre­ciosa verdad de Dios, de apropiársela, de vivir y moverse en su atmósfera, de tal modo que su ser interior sea fortalecido y for­mado por ella, que habite ricamente en ellos, y que así pueda al­canzar a los demás con su vivo poder, sabor, unción y plenitud.

Es cosa muy pobre, y hasta muy peligrosa, estudiar la Palabra de Dios con el único propósito de preparar conferencias o sermones para darlos luego a los demás. Nada hay más mortífero o agotador para el alma. Ocuparse de la verdad de Dios, solo intelectualmente, amontonar en su memoria ciertas doctrinas, ciertos puntos de vista y determinados principios, y luego anunciarlos con cierta facilidad de palabra, es cosa que desmoraliza y engaña a la vez. Podríamos sacar agua para los demás y ser nosotros siempre meros canales enmohecidos. Nada más triste que eso. «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba» dice el Señor. No dice: “que saque agua”. El ver­dadero manantial y el poder del ministerio en la Iglesia será siem­pre saciar nuestra sed con el agua vivificadora, y no sacar­la para los demás. «El que cree en mí, como dice la Escritura, de adentro de él fluirán ríos de agua viva» añade Jesús (Juan 7:37-38). Debemos permanecer junto al eterno manantial –el cora­zón de Cristo– bebiendo a grandes sorbos y continuamente. De este modo, nuestras propias almas serán refrigeradas y enriqueci­das; ríos de bendición correrán de ellas para el refrigerio de los demás y olas de alabanzas subirán al trono y al corazón de Dios por medio de Jesucristo. Esto es el ministerio cristiano; esto es el cris­tianismo mismo, cualquier otra cosa carece absolutamente de valor.

Detengámonos ahora, por un momento, sobre el segundo punto de nuestro asunto: la doctrina o la enseñanza, ya que esta última palabra da el verdadero significado del original. ¡Cuántas cosas no están encerradas en ello! «Vela… por la enseñanza». Seria ad­vertencia que demuestra el cuidado y la santa vigilancia que han de conceder a la enseñanza aquellos a quienes Dios ha confiado este ministerio. ¡En qué serio estado de oración y de constante es­pera en Dios, en que dependencia de él no hace falta permanecer, para hacerlo! Tan solo Dios conoce el estado y las necesidades de las almas. No sabemos lo que les conviene. Así podríamos ofrecer la «vianda» a los que tan solo pueden soportar «la leche»; y de este modo, tan solo hacer mal. «Si alguno habla», dice el após­tol, «sea como oráculo de Dios» (1 Pe. 4:11). Puede levantarse un hombre en la asamblea y hablar durante una hora, cada una de sus palabras estando estrictamente de acuerdo con la letra de la Escritura, y en final de cuenta, no haber hablado como oráculo de Dios; como siendo el órgano de Dios. Puede haber presentado la verdad, pero no la verdad necesaria en aquel momento.

Todo eso es muy serio y nos hace sentir cuán importante es la advertencia del apóstol: ¡«Vela… por la enseñanza»! (1 Tim. 4:16). ¡Cuán urgentemente necesitamos despojarnos de nosotros mismos para de­pender enteramente del poder y de la guía del Espíritu Santo! Allí se encuentra el precioso secreto del ministerio eficaz, sea oral, sea escrito. Podríamos hablar durante horas enteras o escribir grue­sos volúmenes, sin apartarnos de la Palabra, pero si no es con el po­der del Espíritu, nuestras palabras serán metal que resuena o cím­balo que retiñe, y nuestros libros, un montón de papel sin valor. Precisamos estar más y más a los pies del Maestro, saciarnos más abundantemente de su Espíritu, estar en comunión con su corazón, con el amor que él tiene para con los corderos y las ovejas de su re­baño. Entonces estaremos en una disposición de alma apta para dar el alimento en el tiempo conveniente.

Tan solo el Señor sabe lo que sus amados necesitan a cada ins­tante. Tal vez podríamos sentirnos profundamente interesados en determinado aspecto de la verdad, juzgando qué es lo que conviene para la asamblea y, al mismo tiempo, podemos equivocarnos del todo. No es la verdad que nos interesa, sino lo que responde a las necesidades de la asamblea lo que debemos presentar, y, para hacerlo, debemos depender cons­tantemente del Señor. Deberíamos mirarle, con seriedad y sencillez, y decirle: –“¡Señor!, ¿qué quieres que diga a tus amados santos? Dame el mensaje que conviene”. Entonces, el Señor se valdría de nosotros, cual canales suyos; la verdad se derramaría de su amante corazón en los nuestros y, desde nosotros, esta se esparciría, conforme al poder de su Espíritu, en el corazón de los suyos.

Si así fuese para todos cuantos hablan o escriben para la Iglesia de Dios, ¡qué resultados no podríamos esperar! ¡Cuánto poder, cuánto crecimiento, cuántos progresos manifiestos no veríamos! Los verdaderos intereses del rebaño de Cristo serían la meta, el objeto, de todo cuanto se dijera o escribiera. No habría nada equívoco, nada extraño, no se presentaría nada de lo que actúa sobre los sen­tidos. De los labios de los que así hablan y de las plumas de los que así escriben, tan solo brotaría lo sano, lo sobrio y lo conveniente. Tan solo se daría a conocer «sanas palabras» (1 Tim. 6:3; 2 Tim. 1:13), las que no pueden ser condenadas y se presentaría únicamente lo que es bueno para la edificación.

Ojalá se aplicara a sí mismo cada obrero del Señor, en todo el ámbito de la Iglesia de Dios, la advertencia del apóstol: «Vela por ti mismo y por la enseñanza… porque haciendo esto, no solo te salvarás a ti mismo, sino también a los que te oyen» (1 Tim. 4:16).

«Recuérdales esto, rogándoles encarecidamente ante Dios, que no contiendan sobre palabras, que para nada es útil, sino para ruina de los que oyen. Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, exponiendo justamente la palabra de la verdad» (2 Tim. 2: 14-15).


El discernimiento espiritual no proviene de muchos conocimientos, de mucha ciencia. Los que tienen más discernimiento son aque­llos que viven más separados del mundo y que se esfuerzan en buscar la presencia de Dios.

Traducido de «Le Messager Évangélique»


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