Índice general
El pastor, el redil y las ovejas
Autor:
Jesucristo (El Hijo de Dios) Los cuidados y la solicitud del Señor para su Iglesia
Temas:1 - La ceguera de los judíos (Juan 9:39-41)
No se puede separar un versículo de su contexto sin que pierda su fuerza y su belleza. El conocido pasaje del Buen Pastor en Juan 10, como todos los demás escritos inspirados, es un eslabón de una cadena formada por el Espíritu de Dios con un propósito específico. Meditemos en él con este pensamiento en mente.
Los capítulos 8 y 9 de Juan muestran, por una parte, la incapacidad de los judíos para apreciar el testimonio de Dios que les había dado el Señor venido del cielo y, por otra, la enemistad de sus corazones contra aquel que, con sus palabras de verdad, perturbaba la serenidad de sus costumbres hipócritas. Él estaba allí como la «luz del mundo» (8:12), pero esto no les ayudaba, moralmente, pues para ellos el mediodía era como la medianoche. La luz brillaba, pero ellos estaban ciegos. Si hubieran confesado su verdadero estado entonces, como lo harán más tarde, habrían dicho: «Palpamos la pared como ciegos, y andamos a tientas como sin ojos; tropezamos a mediodía como de noche» (Is. 59:10).
Esta ceguera no habría sido, más de lo que lo es hoy, un obstáculo para la bendición. De hecho, los profetas habían testificado de antemano que una de las obras características del Mesías era abrir los ojos de los ciegos (Sal. 146:8; Is. 29:18; 35:5; 42:7). Esto es lo que hizo el Señor, tanto en el templo (Mat. 21:14) como al borde del camino (Lucas 18:35); y lo que hizo para la vista natural prefiguraba lo que haría por el ojo espiritual. Los que no veían, verían, y su pecado sería borrado; pero la nación, en su orgullo, por boca de sus líderes religiosos responsables, dijo: «Nosotros vemos», y su pecado permanece (Juan 9:41).
1.1 - La evidencia de la ceguera
Al final del capítulo 9, el rechazo del Señor por los judíos es completo y definitivo. Este rechazo está bien indicado de forma general hasta el capítulo 4, pero a partir de entonces se intensifica. En Juan 5:16, lo persiguen y tratan de matarlo porque sanó a un impotente en sábado (sabbat). En Juan 6:66, muchos de los discípulos se marchan y no andaban con él por lo que enseñaba. En Juan 7:32, los fariseos y los principales sacerdotes envían oficiales para arrestarlo porque mucha gente cree en él. En Juan 8, discute con los judíos como solo puede hacerlo aquel, cuyas palabras son verdad, espíritu y vida; pero ellos no le comprenden, porque no pueden entender su palabra (8:43). En plena rebelión, lo interrumpen y se oponen a él; no pudiendo argumentar –el error nada puede hacer en presencia de la verdad–, lo injurian, diciendo que es samaritano y que tiene un demonio (8:48). Pero el Señor continúa, y su palabra como espada de dos filos los traspasa más agudamente y los expone ante sus ojos (Hebr. 4:12); entonces toman piedras para arrojárselas y lo expulsan de en medio de ellos (8:59). No podían soportarlo, porque les estaba diciendo la verdad (8:40).
Esto demuestra su ceguera. Si hubieran reconocido esto, no tendrían por qué desesperar, pues en Juan 9 el Señor muestra que puede abrir los ojos incluso a un ciego de nacimiento. Por desgracia, esta sanación suscita una hostilidad aún mayor entre los judíos. Primero intentan hacer creer que no hubo milagro. Derrotados, porque el hombre es lo bastante sencillo y honesto para admitir que sus ojos han sido abiertos por Jesús, expulsan maliciosamente al pobre hombre de la sinagoga, llamándolo discípulo de Cristo.
Así que el Espíritu da testimonio en los capítulos 8 y 9 de que los judíos no querían creer lo que decía ni lo que hacía; sus palabras y sus obras los ofendían. No querían a él ni a sus discípulos. Este milagro no habría causado tanto revuelo si lo hubiera hecho otro que Jesús.
Fue aquí donde se puso de manifiesto su verdadero estado de corazón. Como dijo el propio Señor: «Para juicio vine a este mundo» (9:39), no para pronunciar la condena definitiva, como pronto hará (5:22, 27, 29), pues estaba aquí como Salvador y no como Juez (3:17; 12:47). Sin embargo, su presencia era decisiva, lo vieran o no. Estaba en medio de ellos como luz del mundo, como el Oriente de lo alto para alumbrar a los que estaban sentados en tinieblas y sombra de muerte (Lucas 1:78-79). La luz, en efecto, brilló en las tinieblas; pero en lugar de ser iluminadas (Is. 60:1), las tinieblas no la comprendieron (Juan 1:5). Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas (3:19).
1.2 - Ceguera voluntaria
Esta perversidad hacía que su estado fuera muy solemne. No solo estaban en tinieblas, sino que las amaban; no solo estaban ciegos, sino que estaban enojados con quien quería sanarlos. El Señor había venido para que vieran los que no podían ver, pero los judíos se negaban a admitirlo y se glorificaban de sí mismos. De hecho, la dispensación estaba en su fase de Laodicea. Decían, como la cristiandad de hoy: Somos ricos y estamos colmados de bienes, y de ninguna cosa tenemos necesidad; y no sabían que eran desventurados, miserables, pobres, ciegos y desnudos (véase Apoc. 3:17). Oh, si hubieran bajado de sus alturas y gritado como los ciegos de Jericó: «¡Señor, Hijo de David ten compasión de nosotros!» (Mat. 20:30), sus ojos podrían haberse abierto y ver la belleza de su Rey, hasta el punto de desearlo. Pero no, se obstinaron, estando bajo el poder del enemigo que ciega las mentes de los incrédulos (2 Cor. 4:4), y pretendían no solo ser capaces de ver por sí mismos, sino ser líderes de los ciegos y luces para los que están en tinieblas (Rom. 2:19).
¡Qué pretensión! ¿Qué podían ser, sino guías de ciegos, como les había dicho el Señor (Mat. 23:16-17, 26)? ¡Y si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el foso (Mat. 15:14)! Esto es lo que ocurrió cuando los sumos sacerdotes persuadieron al pueblo para que pidiera a Barrabás y crucificara a Jesús; su sangre está sobre ellos y sobre sus hijos hasta el día de hoy.
1.3 - Ceguera judicial
Era inevitable que la iniquidad de la nación judía llegara a este punto, pues persistían en negarse a reconocer al Señor y admitir su verdadero estado ante él. En Juan 9:39, el Señor advirtió solemnemente acerca de esto. Si él había venido para que los que no veían pudieran ver, su presencia también tendría como efecto cegar a los que decían ver. Era peligroso para ellos que tardaran en captar la oferta de la misericordia de Dios. La gracia y la verdad habían llegado a través de él: rechazarlo era traer sobre ellos la ceguera judicial de la que habló el profeta Isaías. «Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos, para que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni su corazón entienda, ni se convierta, y haya para él sanidad» (Is. 6:10). El Señor era el Gran Médico que venía a sanarlos. Había dado repetidas pruebas de que podía y quería hacerlo. Pero ellos “no quisieron” (Mat. 23:37); por lo tanto, sus ojos se cegaron aún más.
1.4 - La profecía de Isaías
Es instructivo observar que Mateo, al igual que Juan, menciona esta profecía de Isaías 6 (Mat. 13:14; Juan 12:40). En ambos casos, sigue al rechazo del Mesías; no se menciona hasta que le atribuyen el poder de expulsar demonios por Beelzebú, el jefe de los demonios (Mat. 12:24).
Nótese también que este orden se respeta siempre en las Escrituras. Solo cuando la voluntad del hombre se opone activamente a la de Dios, Dios manifiesta su soberanía. El hombre no puede porque no quiere. El Evangelio según Juan lo deja claro; en relación con el pasaje que nos ocupa, dice: «Pero a pesar de haber hecho tantos milagros delante de ellos, no creían en él, para que se cumpliera la palabra del profeta Isaías: Señor, ¿quién ha creído nuestro mensaje? ¿Y a quién ha sido revelado el brazo del Señor?» (12:37-38). Está claro que no querían creer (5:40), aunque se les dieron abundantes pruebas. El pasaje continúa: «Por esto ellos no podían creer; porque también dijo Isaías: Él ha cegado los ojos de ellos y endurecido su corazón, para que no vean con los ojos y no entiendan con su corazón, y se conviertan, y yo los sane. Estas cosas dijo Isaías porque vio su gloria y habló de él» (12:39-41). Vemos, pues, que no podían creer porque no querían. Sin embargo, este endurecimiento nacional no impedía la misericordia, pues inmediatamente se añade: «Sin embargo, incluso entre los hombres principales, muchos creyeron en él».
Así, las palabras del Señor, «a fin de que los que no ven, vean, y los que ven, queden ciegos» (9:39), describen el doble resultado de su misión en la tierra: «A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos despidió con las manos vacías» (Lucas 1:53). Considerando la gloria y el valor de su persona, ¿quién puede medir la bendición que recibieron los ciegos? O, a la inversa, ¿quién puede medir la condena de los que lo rechazaron?
Jesús les dijo: «Si fuerais ciegos no tendríais pecado; pero ahora decís: Nosotros vemos; por tanto, vuestro pecado permanece» (9:41). Aquí, el Señor afirma que ellos eran responsables de lo que profesaban de sí mismos. Si confesaban su ceguera, no tendrían pecado; los que se arrepentían beneficiarían de misericordia y perdón. Pero si decían: «Vemos», eran responsables de caminar en la luz y serían juzgados en consecuencia. Si veían, como decían, deberían haber reconocido al Buen Pastor cuando vino. Esto es lo que desarrolla el Señor en la parábola del redil.
2 - La parábola del redil (Juan 10:1-6)
Esta parábola sigue al discurso del Señor a los fariseos iniciado en el capítulo anterior. Les había mostrado claramente su ceguera, a pesar de su pretensión de ver. Ahora, en la figura de un pastor que entra en su redil y llama a sus ovejas, muestra el efecto que su presencia produce en Israel. Pero estos hombres, creyéndose sabios, no entendieron lo que el Señor les decía, a pesar de que sus palabras iban especialmente dirigidas a ellos (v. 6).
La incapacidad de comprender el sentido de las palabras del Señor no se debía a la imagen que utilizaba, pues no les era extraña: siempre tenían bajo su mirada a pastores y ovejas, y la comparación de Israel con un rebaño era frecuente en el Antiguo Testamento. En Ezequiel 34, la metáfora se desarrolla incluso a lo largo de todo el capítulo. Pero, al no haber reconocido la persona de Cristo, que es la clave de toda enseñanza divina, los llamados líderes espirituales del pueblo no veían el verdadero significado de las palabras del Señor. Si estos judíos se hubieran inclinado ante el Pastor largamente prometido que les había sido enviado, todo habría quedado claro para ellos. Pero, aunque el Buen Pastor había venido a su redil, ellos no lo conocieron ni escucharon su voz. Por eso, como les dice el Señor, no entendieron su lenguaje porque no escucharon su palabra (8:43).
Hablando de sí mismo en relación con el redil, el Señor dio tres señales distintivas por las que se puede reconocer al verdadero pastor:
- Entra por la puerta.
- Es a él que el portero abre.
- Las ovejas escuchan su voz.
Estos signos, muy sencillos, se dirigían a almas sencillas; pero esta sencillez era la razón que hacía que fueran despreciados por quienes pretendían una sabiduría que desconocían. Su orgullo no podía soportar que la gracia los clasificara con el pueblo que no conocía la ley (7:49). No queriendo la sencillez propia que convenía a los humildes, exigían una señal del cielo (Mat. 16). Creyéndose sabios, se volvieron necios.
2.1 - La entrada por la puerta
En oriente, el redil consistía en un muro circular de piedra con una puerta. Allí era donde se ponían en seguridad a las ovejas, por ejemplo, por la noche. En el Antiguo Testamento, la figura del redil se utiliza para expresar la seguridad y el privilegio del pueblo cuyo Dios Jehová. Mirando hacia un día futuro, el Señor de Israel dice: «Yo mismo recogeré el remanente de mis ovejas de todas las tierras adonde las eché, y las haré volver a sus moradas; y crecerán y se multiplicarán» (Jer. 23:3). Y de nuevo: «Como reconoce su rebaño el pastor el día que está en medio de sus ovejas esparcidas, así reconoceré mis ovejas… Yo las sacaré de los pueblos… En buenos pastos las apacentaré, y en los altos montes de Israel estará su aprisco» (Eze. 34:12-14). «Recogeré ciertamente el resto de Israel; lo reuniré como ovejas de Bosra, como rebaño en medio de su aprisco» (Miq 2:12). El cumplimiento de estos versículos es todavía futuro. En efecto, Israel no vivirá en paz en su tierra, a salvo de los ataques de todos sus enemigos, hasta el descanso milenario.
En nuestra parábola, el redil se refiere sin duda a la separación de los judíos de las demás naciones, lo que todavía era cierto; los romanos aún no les habían quitado su lugar y su nación. Aunque habían perdido el sentimiento de la presencia y el favor de Dios, tenían muchos signos visibles externos del antiguo pueblo de Dios. Todavía tenían el templo y su servicio, los sacrificios y las fiestas, los sacerdotes y los levitas.
Al venir a las ovejas perdidas de la casa de Israel, el Buen Pastor entraba en el redil. No tenía que buscarlas entre todas las naciones; no estaban dispersas sobre la faz de la tierra, como hoy. No se presentó a las ovejas en secreto. Al contrario, se sometió a todo lo que Dios había ordenado en las profecías del Antiguo Testamento. La forma en que había de entrar el Buen Pastor fue anunciada allí en términos claros, para que los sencillos del rebaño no se dejaran engañar.
El Espíritu predijo que el Mesías había de nacer de manera sobrenatural, de una virgen: esto se cumplió en Jesús. Debía ser de la casa y linaje de David: así se demostró en Jesús. Debía nacer en Belén de Judá: allí encontraron los pastores al Salvador, que es Cristo el Señor. Debía ser llamado a salir de Egipto: de allí vino después de la muerte de Herodes. Pero, ¿por qué añadir algo más? Los evangelistas, Mateo en particular, cuentan con detalle cómo el Señor cumplió en sí mismo lo que los profetas habían anunciado.
Para el israelita sencillo y piadoso que tenía las Escrituras en su corazón, era fácil reconocer al Buen Pastor. Solo uno podía cumplir las promesas de Dios. La cuestión era saber si el pastor entraba por la puerta, o forzaba la entrada de un modo que no correspondía al testimonio de los santos oráculos que tenía en sus manos. Si venía según las Escrituras, era el Buen Pastor. Si entraba de cualquier otro modo, era un ladrón y un salteador cuyo objetivo era saquear el rebaño.
2.2 - A este le abre el portero
En ausencia del dueño del redil, se colocaba un portero (o guardia) a la entrada; no debía admitir a nadie que no fuera el pastor. Es obvio que, si abría la puerta a alguien, era al pastor de las ovejas.
El Señor no entró a escondidas en el redil de Israel, la puerta le fue abierta. El Espíritu Santo, que había dado las promesas a través de los profetas, dio un testimonio especial en la venida de Aquel que iba a cumplirlas. El Espíritu, que no había inspirado a ningún profeta desde los días de Malaquías, 400 años atrás, habló por boca del sacerdote Zacarías acerca de su hijo Juan, que acababa de nacer. «¡Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo! Porque irás delante del Señor para preparar sus caminos» (Lucas 1:76). Hacía tiempo que Isaías había anunciado al precursor del Mesías (Is. 40:3). Ahora estaba aquí. A orillas del Jordán, Juan el Bautista transmitió su mensaje sobre el Cristo que venía tras él y cuya correa de sandalias no era digno de desatar. Decía claramente a todos los que le preguntaban que él mismo no era el Cristo. Había venido a bautizar con agua para que Aquel que había sido enviado fuese «manifestado a Israel» (Juan 1:31). Cuando el Espíritu descendió como una paloma y permaneció sobre Jesús de Nazaret, y una voz del cielo proclamó que él era el Hijo de Dios, Juan dio testimonio de que era Él quien debía bautizar con el Espíritu Santo.
Así, el Espíritu de Dios abrió la puerta al Pastor, dando amplio testimonio de él por medio de Zacarías justo antes de su nacimiento y por medio de Juan el Bautista al comienzo de su ministerio público.
2.3 - Las ovejas escuchan su voz
Si las ovejas reconocen al pastor, esto demuestra:
- Que él es el pastor de las ovejas y
- Que ellas son las ovejas del pastor.
Así, el hecho de oír su voz permite distinguir al Pastor de los extraños (v. 3), y a las ovejas verdaderas de las falsas (v. 26-27).
En Israel, muchos oyeron la voz del Buen Pastor. Cuando llegó, un pequeño rebaño lo esperaba, estas ovejas esperaban de Dios el consuelo de Israel. Estudiaban su palabra con diligencia, y cuando Cristo apareció en medio de ellos, no les cogió desprevenidos.
Simeón discernió en el santo niño, la salvación de Israel. Ana dio gracias a Dios cuando lo vio y llevó la buena nueva a todos los que en Jerusalén esperaban la liberación. Natanael, al oírlo, dijo: «¡Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel!». Otros, a quienes llamaba, lo dejaban todo y lo seguían, porque reconocían los derechos de Aquel que los llamaba. Él era su Pastor.
2.4 - Sus propias ovejas
Mientras los judíos en general rechazaban ciegamente a Cristo, algunos lo recibieron. A estos se les llama aquí «sus ovejas». Esta expresión subraya el vínculo íntimo entre el Pastor y las ovejas. El pueblo rechazó a su Rey, pues «vino a lo suyo, y los suyos no lo recibieron» (1:11). Pero, sus propias ovejas no se rebelaron contra él, su Pastor. Le pertenecían, como dijo el Señor a su Padre: «Tuyos eran, y me los diste» (17:6). Por eso, al oír su voz, lo siguieron.
Aunque son su pequeño rebaño, en su conjunto, en su amor se interesa por cada oveja individualmente. Conoce el nombre de cada una, pues «llama a sus ovejas por nombre». Llama por su nombre a Zaqueo, escondido en el sicómoro. Ve en secreto a Natanael bajo la higuera. Conoce los antecedentes de la samaritana. En el estanque de Betesda, sabe que el tullido, del que se compadece, lleva allí mucho tiempo.
Además, si los llama «suyos» con su autoridad, los llama «por nombre» con su tierna solicitud. Él es también su guía y se pone a su cabeza para que dejen de ser como ovejas sin pastor. Él los lleva afuera, y cuando hace avanzar a los suyos, va delante y ellos lo siguen.
Tras haber oído y reconocido la voz del Buen Pastor, las ovejas deben permanecer cerca de él. Si las conduce fuera de las formas sin vida del judaísmo, les basta con estar con el Pastor. Las voces de pastores extranjeros, como los fariseos de Juan 9, podían desviarlas o amenazarlas, pero las ovejas no las escuchaban ni les hacían caso. Solo miraban al que demostraría su amor dando la vida por ellas.
«Esta parábola les contó Jesús, pero ellos no entendieron qué era lo que les decía» (v. 6). ¿Hay hoy personas tan ciegas?
2.5 - La puerta (Juan 10:7-16)
Tras la interrupción del versículo 6, el Señor reanuda su discurso sobre las ovejas y su relación con el Pastor. En los versículos anteriores ha hablado de su venida al redil de forma general. Ahora revela la generosa provisión que tiene en sí mismo para los pobres del rebaño que lo reciben. Las ovejas encontrarán en él todo lo que necesitan.
Él era ciertamente el Pastor, pero también la Puerta de las ovejas (v. 7). Nótese que aquí y en el versículo 9, el Señor no dice que él es la Puerta del redil. No es necesario especular sobre las razones de esta omisión. El contexto muestra que el redil israelita, con su sistema legal y sus ordenanzas carnales, estaba prácticamente abandonado. El pastor saca a sus ovejas. Pero no se menciona un redil rival. La verdad es que se acercaba un nuevo orden de cosas, y las ovejas podían entrar en él por la Puerta, es decir, por Cristo. Pero aún no había llegado el momento de darlo a conocer, y los oyentes no eran capaces de soportar tal anuncio. De ahí los términos generales empleados, que dejan espacio para la futura revelación del gran despliegue de la gracia de Dios a judíos y gentiles.
Incluso aquí se sugiere que la bendición no se limitará a Israel. Se había anunciado a sí mismo como la Puerta para las ovejas judías; esta verdad se repite con alcance ilimitado: «Yo soy la puerta; si alguno entra por mí, será salvo; y entrará y saldrá y hallará pastos» (v. 9).
Así, el Señor llama a los fieles en Israel, y en todas partes, a satisfacerse de él. Él se sustituye realmente al antiguo redil terrenal. No proclama ser la puerta de otro sistema terrenal, sino que dice: «Yo soy la puerta» [1]. Si uno pregunta con curiosidad de qué es la puerta, el amor asume con razón que no hay nada detrás de la puerta excepto él mismo.
[1] En los versículos 7 y 9, muchos comentaristas han tenido la osadía de añadir «redil», para repetir cuatro veces la misma figura. Pero, de hecho, el Señor ha reunido a las ovejas judías y gentiles en «un solo rebaño» del que él es el único pastor, no en un solo redil (comp. v. 16).
2.6 - Salvación, libertad y pasto
Las ovejas solo encontrarían la salvación en Cristo. Habían sufrido a causa de los falsos pastores que saqueaban a las ovejas, del ladrón que venía a robar, matar y destruir, y del lobo que asolaba y dispersaba el rebaño. Pero necesitaban ser salvadas de muchas otras cosas, como sus fallos internos y sus enemigos externos. Se habían extraviado y se habían vuelto cada una por su camino; y Jehová estaba a punto de hacer caer las iniquidades de todos ellos sobre Aquel que entonces les hablaba. Siendo el Pastor que pronto sería herido por la espada del juicio divino en lugar del rebaño, garantizaba la salvación a todos los que la buscaban en él. «Si alguno entra por mí, será salvo».
Además, en contraste con la esclavitud que venía del monte Sinaí, Cristo los liberaría y serían hechos verdaderamente libres. Tanto el pecado como Satanás mantenían a los hombres en una esclavitud dura y cruel, y la ley de Moisés no podía eliminar el poder de ninguno de los dos. Pero en la cruz, el Señor Jesús anuló el poder de ambos. Esta emancipación, una vez consumada, es revelada plenamente por el Espíritu en las epístolas. Aquí, el Señor solo dice que «entrará y saldrá», pues era el Espíritu quien había de presentar los gloriosos efectos de la redención; el Hijo debía realizar la obra de la gracia.
Luego promete que encontrarán alimento. Jehová había reprochado especialmente a los que decían ser pastores de Israel de alimentarse a sí mismos y no al rebaño. Pero no así con el Buen Pastor. Ahora que él había venido, a las ovejas no les faltaría de nada; él las haría descansar en verdes praderas y las conduciría a aguas tranquilas. Según la profecía de Ezequiel, él era la «planta de renombre» que Dios suscitaba para sus ovejas, con el fin de que no sean más arrebatadas por el hambre en el país (Ez. 34:29). Así pues, el Señor es el Pastor, la Puerta, el Pasto, Todo.
2.7 - El Buen Pastor
Con el simple adjetivo «bueno», el Señor contrasta con todos los asalariados indignos que le han precedido. Él es el Buen Pastor –«bueno» en el sentido absoluto que se aplica solo a Dios (Lucas 18:19). Entre los hombres no hay ninguno bueno. Pero la bondad del Pastor de Israel es tal que soportaría la mayor prueba. Ningún amor podría superar el suyo. Él daría su vida por sus ovejas.
«Dar la vida» como expresión de amor es característico de Juan; se encuentra en la epístola y varias veces en el evangelio (Juan 10:11, 15, 17; 15:13; 1 Juan 3:16). Pablo recuerda a los romanos el mismo acto sublime como prueba del amor de Dios. «Dios demuestra su amor hacia nosotros, en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom. 5:8).
Aunque Pablo y Juan toman el mismo hecho para mostrar el amor divino que supera toda concepción humana, lo presentan de maneras muy diferentes. Pablo, el apóstol de la justicia divina, hace hincapié en el pecado y la culpa del hombre. Nos recuerda que Cristo murió por nosotros cuando éramos «impíos», «pecadores», «enemigos». Muestra así la belleza de la gracia de Dios sobre el fondo oscuro de la culpa humana. Pero Juan, el apóstol del amor divino, se detiene en la persona del que murió; considera quién es, no lo que es el hombre.
Pablo resume lo que fuimos en unas pocas palabras fuertes; mientras que el tema principal del Evangelio según Juan es la gloria del Hijo único del Padre, que dio su vida por nosotros. Pablo habla a menudo desde el altar de bronce, y estamos cubiertos de vergüenza, pensando que murió por personas como nosotros. Juan nos conduce al lugar santo, ante el velo, en la nube de gloria, y allí adoramos con gozo y reverencia que un Hombre así muriera por nosotros. No podemos descuidar ninguno de los dos aspectos de esta bendita verdad.
Al dar su vida por las ovejas, el Señor era todo lo contrario de los jornaleros de ayer y de hoy. El escaso interés de ellos por el rebaño desaparecía al primer rugido del león o al primer gruñido del oso. Tales pastores negociaban por un salario, y no por guardar el rebaño de lobos. Se preocupaban por sí mismos, no por su deber.
Este era el carácter general de aquellos a quienes una vez se les confió alimentar el rebaño de Dios. Incluso David, por su insensatez, hizo que 70.000 hombres perecieran a causa de la peste (2 Sam. 24). Salomón, por su pecado, fue responsable de la división del reino en los días de su hijo Roboam. El rey Oseas llenó la medida de iniquidad hasta el punto de que Efraín fue llevado cautivo por los asirios hasta los confines de la tierra. Bajo el rey Sedequías, Judá fue expulsado de su tierra para servir 70 años en Babilonia. Jehová dijo de tales líderes: «¡Ay de los pastores que destruyen y dispersan las ovejas de mi rebaño! dice Jehová» (Jer. 23:1). Pero el Buen Pastor había llegado. Las ovejas eran suyas, él las amaba y dio su vida por ellas.
2.8 - Conocimiento mutuo
«Conozco mis ovejas, y mis ovejas me conocen. Como el Padre me conoce a mí, así también yo conozco al Padre» (v. 14-15).
No es sorprendente saber que el Señor conoce a los suyos, pero es asombroso, y motivo de gratitud, que las ovejas conozcan al pastor. Juan se detiene especialmente en esta manifestación particular de la vida divina en el alma.
El Espíritu Santo dice que el mundo «no lo conoció» (1:10; 1 Juan 3:2); y en su oración al Padre, el Hijo declara: «¡Padre justo! El mundo no te conoció» (17:25; comp. 16:3). Lo mismo ocurre con los fariseos en este capítulo. «No entendían [lit.: sabían] qué era lo que les decía» (10:6). Pero en cuanto a los que «no son del mundo», dice: «El Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para que conozcamos al verdadero» (1 Juan 5:20). Este conocimiento caracteriza tanto a los hijos como a los padres (1 Juan 2:13-14). Lo ilustra Simón Pedro cuando dice: «Hemos creído y sabemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (6:69).
Este conocimiento mutuo del Buen Pastor y de sus ovejas se compara con el del Padre y el Hijo: «Como el Padre me conoce a mí, así también yo conozco al Padre» (10:15). Sin decir que este sea nuestro nivel de conocimiento, y sin teorizar sobre un tema que es mejor meditar que discutir, nos limitaremos a hacer un comentario. Ciertamente, podemos deducir de esta analogía que este conocimiento de las ovejas de Cristo no es incierto ni oscuro; pues se trata del conocimiento de una Persona, no sobre una Persona. El conocimiento acerca del Señor es indudablemente progresivo, pero lo que marca incluso a un cordero del rebaño es conocerle a él, como no siendo del mundo que no lo conoce. Uno de los malhechores en el Calvario reconoció a su Señor en el que estaba crucificado a su lado y dijo: «Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino» (Lucas 23:42). En esto se diferenciaba de su compañero de infortunio, tanto en este mundo como en el otro. Sí, no se trata tanto de lo que conocemos como de a quién conocemos.
2.9 - Por esto el Padre me ama (Juan 10:17-18)
Aquí tenemos el único ejemplo en toda la historia de un Hombre que proporcionó un motivo para el amor del Padre. El carácter único del amor de Dios por los pecadores es que no se detiene por la abyección de sus objetos (Rom. 5:8). Aquí, por el contrario, el objeto del amor está en perfecta consonancia con Aquel que ama; pues el Señor declara de sí mismo: «Por esto el Padre me ama, por cuanto yo doy mi vida para volverla a tomar» (10:17), y esto por la obediencia sin reservas al mandamiento que había recibido de su Padre (v. 18). Esta obediencia glorificó el nombre del Padre y manifestó su amor. En efecto, la obediencia del Hijo fue constante en su vida, y se consumó en su muerte, como se dice: «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil. 2:8). No es de extrañar, pues, que tal perfección en el pensamiento y en el modo de obrar llegara a ser (humanamente hablando) causa suficiente de satisfacción para el Padre, que era el único que podía estimar su verdadero valor.
Este placer que Jehová tenía en el Mesías, estaba anunciado por los profetas. En Isaías 42:1, Jehová dice: «He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento». Asimismo, en aquella noche memorable, la hueste angélica lo anunció a los pastores de Belén, y alabó a Dios diciendo: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, y su buena voluntad para con los hombres!» (Lucas 2:14). El primer hombre, como todo lo que Dios hizo, fue juzgado como muy bueno (Gén 1:31); pero del segundo hombre, el Señor del cielo, se dice aquí que es el objeto de la plenitud del deleite divino y el medio de manifestarlo a los demás. Más tarde, llegó una voz del cielo, no de los ángeles, sino del Padre mismo, no una, sino dos veces: «Este es mi amado Hijo, en quien tengo complacencia» (Mat. 3:17; 17:5). Y habiendo cumplido la obra que se le había encomendado obedeciendo hasta la muerte, su alma no quedó en el hades (Hec. 2:27), sino que fue exaltado en el trono, demostrando que era Aquel a quien Dios se complacía en honrar. «Por lo cual Dios también lo exaltó» (Fil. 2:9).
[2] La palabra traducida «beneplácito» en Lucas 2:14, y «mi beneplácito» en Mateo 3:17 son idénticas en el original; la conexión entre los pasajes es así más obvia.
Al considerar estos testimonios divinos de la excelencia de Cristo Jesús, es bueno recordar que fueron dados más para excitar nuestra adoración que nuestra admiración. Podemos admirar a muchos hombres dignos del Antiguo y del Nuevo Testamento, pero debemos adorar solo a uno, a Aquel que, aunque plenamente hombre, era Dios. Cuando Pedro quiso clasificar al Señor Jesús con Moisés y Elías, una voz vino de la gloria: «Este es mi Hijo, el elegido, oídle a él» (Lucas 9:35). En su humillación, como en su exaltación, no tiene rival. En todo, él tiene y debe tener la preeminencia.
Los testigos que hemos escuchado –el profeta, los ángeles, el Padre mismo– muestran que las palabras pronunciadas por el Señor en Juan 10:17 no son más que un eco de lo que ya se había declarado acerca de él. Pero si comparamos el versículo 17, que habla de dar la vida, con los versículos 11 y 15, notamos inmediatamente una diferencia. El Pastor habló primero de dar la vida por las ovejas. En este sentido, su muerte es una demostración irrefutable de su amor y devoción al rebaño, así como del hecho de que él es el sustituto de los que se habían descarriado (aunque la expiación no es tanto el tema aquí como el amor por las ovejas). Pero en el versículo 17, ni siquiera se menciona a las ovejas. Se trata de lo que el Padre ve en la muerte del Hijo. Fue una fuente de amor y gozo para él, un sacrificio de dulce aroma. Este aspecto de la muerte de Cristo es, por tanto, el antitipo del holocausto (Lev. 1). Allí, como aquí, vemos que cuando el Hijo dio su vida, el Padre ha encontrado una porción abundante y agradable (comp. Efe. 5:2).
2.10 - El poder de dejarla
Se ha observado a menudo cuán perjudicial para la comprensión de las Escrituras es enfrentar dos pasajes y tratar de conciliarlos añadiendo o quitando algo a la Palabra. Solo la fe, que acepta las palabras como inspiradas por el Espíritu Santo, puede resolver las llamadas dificultades bíblicas. Decimos esto porque algunos ven una contradicción entre: «Tengo poder para darla y tengo poder para volverla a tomar» y los siguientes pasajes: «A este Jesús lo ha resucitado Dios» (Hec. 2:32), «Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre» (Rom. 6:4), y «Cristo… sufriendo la muerte en su carne, pero vivificado por el Espíritu» (1 Pe. 3:18). En cuanto a estos versículos, huelga decir que no es necesario ningún ajuste, sino que la fe está llamada a recibirlos todos, con reverencia, como siendo la verdad de Dios. Los misterios de la Trinidad solo pueden ser impenetrables para la criatura; el creyente discierne claramente, porque es revelación divina, que en la resurrección intervinieron el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y estos diversos aspectos se dan por separado en relación con el contexto y el propósito del Espíritu Santo, inspirador infalible de la Escritura.
El vínculo de esta declaración del Señor en Juan 10:18 con el propósito general de este Evangelio es obvia. Porque él habla aquí como el Hijo de Dios, él mismo Dios, un aspecto en el que aparece a lo largo de este Evangelio. En cuanto a su vida y muerte, ocupa un lugar que ningún hombre podría ocupar sin usurpar presuntuosamente la autoridad suprema de Dios. Hablando de su resurrección, el Señor dijo a los judíos: «Destruid este templo, y yo en tres días lo levantaré» (2:19); y, hablando de su muerte expiatoria, dijo: «El pan que yo daré es mi carne que doy por la vida del mundo» (6:51). No deja de ser intencionado que solo en este evangelio conste que es él quien sale al encuentro de los hombres armados que han venido a buscarlo al huerto, como dando su vida; no son ellos quienes lo encuentran, sino que él les dice: «¿A quién buscáis?» El beso del traidor, recordado por los otros Evangelios, pasa en silencio y es sustituido por la santa dignidad del Hijo que sabía todo lo que le iba a suceder. Ante la majestad de Aquel que dijo: «Nadie me la quita, sino que la pongo de mí mismo», los soldados con sus espadas y palos retroceden impotentes y caen al suelo (18:4-5). Del mismo modo, en cuanto a su obra, el Verbo encarnado proclama en la cruz: «¡Cumplido está!». Solo uno podía hablar así de lo que había hecho y entregar el espíritu (Marcos 15:39). Es él quien dice: «Tengo poder para darla y tengo poder para volverla a tomar».
Sin duda, este derecho que reivindica como Hijo, aumenta enormemente el valor del don de su vida en obediencia al mandato de su Padre. La criatura, en cambio, no puede elegir hacer la voluntad de su Creador (sin incurrir en castigo si desobedece, por supuesto); cuando el hombre obedece, solo cumple con su deber y, por tanto, no es más que un siervo inútil (Lucas 17:10). El Hijo, sin embargo, siendo igual a Dios, podía anunciar su acuerdo con la voluntad y el propósito divinos, diciendo: «He aquí que yo vengo… para hacer tu voluntad, oh Dios» (Hebr. 10:7). Era su prerrogativa dar su consentimiento, a diferencia de una simple criatura. Un siervo no puede elegir no someterse a la voluntad de su Señor. Pero el Señor de todos quiso convertirse en Siervo hasta el punto de sacrificar su vida; de ahí el inmenso valor de este acto sin parecido.
En este Evangelio, otro habló de dar su vida. Simón Pedro, con su carácter impetuoso, lleno de celo por su amado Maestro, gritó la misma noche de su traición: «Mi vida pondré por ti» (13:37). Pedro no comprendió que sucedería lo contrario según Juan 10:11-15. Tampoco creyó lo que el Señor le dijo en seguida, acerca de la inestabilidad de su propio corazón, que antes de que pasara una hora negaría, con juramentos y maldiciones, al Maestro a quien ahora parecía dispuesto a seguir a la cárcel y a la muerte. Pero participar en semejante ignominia y muerte era demasiado para alguien que confiaba en sus propias fuerzas.
Sin embargo, aunque había caído tan vergonzosamente, el Señor le concedió su deseo. Después de su restauración, el Señor resucitado le llamó a seguirle, y le señaló la muerte con la que glorificaría a Dios (21:18-19).
3 - Las ovejas (Juan 10:24-30)
Estos versículos resumen el carácter de las ovejas de Cristo en relación con la incredulidad de los judíos. Muestran su ceguera total ante todo lo que el Señor había dicho y hecho antes, al hacer la pregunta: «¿Hasta cuándo nos tienes en vilo? Si eres el Cristo, dínoslo claramente» (v. 24). En respuesta, los acusa de rechazar positivamente sus palabras y obras, como Juan 8 y Juan 9 respectivamente muestran con más detalle. Les dijo quién era, pero no le creyeron. Sus obras lo atestiguaban, pero tampoco las creyeron, porque no eran de sus ovejas. El mero hecho de que hicieran tal pregunta en tal momento demostraba su estado espiritual.
El Señor se desvía entonces de los incrédulos a los creyentes. Habla de las ovejas de las que él es el dueño, el pastor y el guardián. Han escuchado su voz (v. 27). Había gritado a Israel: «Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón» (Sal 95:7-8). La masa de la nación, no queriendo oír, sus necios corazones fueron oscurecidos. Sin embargo, algunos oyeron la voz del Hijo de Dios, y los que oyeron vivieron.
De estos dice: «Yo las conozco». Pero a los incrédulos les dirá, como a las vírgenes insensatas: «De cierto os digo: No os conozco» (Mat. 25:12); y a muchos que profetizaron, expulsaron demonios e hicieron muchas obras maravillosas en su nombre, les declarará: «¡Nunca os conocí! ¡Apartaos de mí, obradores de iniquidad!» (Mat. 7:22-23).
Además, los que oyeron la voz del Pastor lo siguieron, como lo dijo antes en un contexto ligeramente diferente (v. 4). Aquí dice: «Las ovejas lo siguen, porque conocen su voz». No ocurre lo mismo con el joven rico, que preguntó al Señor cómo podía heredar la vida eterna. Aunque sincero y moralmente recto, no respondió a la petición del Maestro: «Ve, vende cuanto tienes y dalo a los pobres; y tendrás tesoro en el cielo. Y ven, sígueme» (Marcos 10:21); se marchó apesadumbrado. Tenía muchas cosas, pero le faltaba el carácter de las ovejas de Cristo. No se vio obligado, como los discípulos, a dejarlo todo para seguir al pobre, humilde y despreciado Nazareno. Es evidente que no oyó la voz del Pastor. Este camino, aparentemente oscuro, lo repelía, como es el caso de todos los que no tienen la luz de la vida (Juan 8:12).
3.1 - El don de la vida eterna
«Yo les doy la vida eterna» (10:28). El Buen Pastor, que dio su vida por las ovejas, da la vida eterna a las ovejas. Ha venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia (10:10); porque es voluntad del que le ha enviado que «todo aquel que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna» (6:40); y al Hijo se le ha dado poder sobre toda carne, para dar vida eterna a todos aquellos que el Padre le ha dado (17:2). Otros pasajes de este evangelio muestran que ella es dada como resultado de la fe en Dios y en Cristo (3:15-16, 36; 5:24; 6:47, 54). Pero aquí, no se menciona la fe, para que nuestra atención se centre en la vida eterna como don inestimable del amor divino.
La posesión de la vida eterna tiene muchos efectos benditos; es en sí misma la base esencial de las relaciones íntimas de los hijos de Dios. Intentar analizar este don precioso sería una locura y conduciría a especulaciones peligrosas. Los términos sutiles en que se expresa y se menciona, desconciertan a quienes están ávidos de explicaciones y definiciones. Los misterios no resueltos de la vida natural deberían advertir a quienes quisieran interferir en lo que no está revelado sobre la vida espiritual. Debe recordarse que sobrepasar la Escritura conduce a la destrucción, así como la ignorancia de la Escritura conduce a la insensatez. Ninguna palabra inspirada, sobre este tema como sobre cualquier otro, puede omitirse sin pérdida, y ninguna palabra puede ser añadida sin peligro.
3.2 - La seguridad de las ovejas
«No perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano» (10:28). A menudo se ha observado que esta promesa tiene un doble carácter. Asegura a los santos tanto contra la corrupción como contra la desestabilización, contra la decadencia interior y los enemigos exteriores, contra sus debilidades dañinas y contra el poder del enemigo.
En verdad, «Torre fuerte es el nombre de Jehová; a él correrá el justo, y será levantado» (Prov. 18:10). Para todo creyente miedoso, esta promesa incondicional es como una ciudadela inexpugnable. El Buen Pastor promete, por el honor de su glorioso nombre [3], que el más débil del rebaño no perecerá. Así, hablando a su Padre de los doce, dice: «A los que me diste, los guardé y ninguno de ellos se perdió, excepto el hijo de perdición» [4] (Juan 17:12).
[3] El Señor también dirá: «Padre santo… guárdalos en tu nombre» (Juan 17:11).
[4] Nótese que el Señor se refiere aquí a los doce no como «ovejas» sino como apóstoles. Judas, aunque apóstol, obviamente no era una «oveja»; era un «hijo de perdición», no un hijo de Dios.
Además, el lugar donde el creyente está en seguridad no está simbolizado por un redil terrenal como en el pasado, sino por la mano del Buen Pastor. Bajo la sombra de su mano están a salvo de todos los enemigos (véase Is. 49:2; 51:16). Esta mano invencible (que redimió al pueblo de la esclavitud de hierro de Egipto, lo preservó y defendió a través del desierto, y lo condujo a la tierra prometida que mana leche y miel) rodeará a las frágiles ovejas y las protegerá de cualquier ataque del enemigo. Aunque el lobo busque asolar el rebaño, el Buen Pastor conduce a las ovejas de su mano (Sal. 95:7), a los verdes pastos donde se alimentan tranquilamente junto a las apacibles aguas.
El Padre también cuida de ellas, por gracia. «Mi Padre que me las dio es mayor que todos; y nadie es poderoso para arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno» (10:29-30). Esta unidad de interés en los que han recibido al Señor se muestra también en Juan 17:11-12. El Hijo ruega al Padre: «a los que me has dado, guárdalos en tu nombre», y añade: «Mientras yo estaba con ellos, los guardaba en tu nombre». Y cuando el Pastor fue herido y las ovejas fueron dispersadas, el Padre volvió su mano sobre estos pequeños, como profetizó el Espíritu (Zac. 13:7) y oró el Hijo (Juan 17); porque no quería que ninguno de estos pequeños pereciera (Mat. 18:14).
Así, el Padre y el Hijo se constituyen en protectores de quienes confían en ellos para su salvación. ¿Puede haber un fundamento más sólido para que tengamos una seguridad llena de confianza? Quienes describen a un niño en la fe como un ser escasamente vestido, aferrado a una roca resbaladiza, mientras las olas embravecidas amenazan con tragárselo en cualquier momento, están muy lejos de la verdad. La Escritura nos enseña que estamos sostenidos por la mano, con la que se midieron las aguas (Is. 40:12).
De la revista «The Bible Treasury» Vol. N° 19