Él enderezó mis pasos
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«Y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; Puso mis pies sobre peña, y enderezó mis pasos. Puso luego en mi boca cántico nuevo, alabanza a nuestro Dios. Verán esto muchos, y temerán, Y confiarán en Jehová» (Sal. 40: 2-3).
Desde el cenagal del pecado hasta la sima donde ninguna nube puede cubrir las glorias de Cristo resucitado; de lo profundo del pozo de desesperación hasta la Roca “demasiado alta para mí”, he aquí la ascensión a la cual nos impulsa la gracia.
Allá, sobre las alturas del favor divino, los rescatados del Señor –aunque aún en el desierto– pueden cantar sus nuevos y celestes cánticos, bien por encima del fragor de las luchas terrestres, en la fe, en el mismo umbral de la bendición.
Nuestra vida, ¿no debe ser, pues, un cántico sin fin? Cierto; siempre debemos cantar, y la Palabra nos exhorta a ello: «Cantad con júbilo» (Sal. 32:11). Pero hay también otras experiencias: hay peñascos que escalar, torrentes que franquear, desiertos que atravesar, enemigos que vencer; estos son «nuestros pasos». Es una nueva posición la que tenemos sobre la Roca, pero existe también para nosotros una nueva marcha.
Buena cosa es haber acabado con el lodo donde nos debatíamos y en donde resbalábamos, y afirmar sólidamente nuestros pies sobre la Piedra viva, la Roca de los siglos. Pero no basta ocupar una posición inmóvil o sedentaria, aun estando vigilantes; es necesaria la actividad en la vida cristiana; hay que hacer progresos. El creyente no es una estatua fijada sobre un pedestal, sino que es un peregrino caminando siempre hacia la celestial ciudad; hay muchos pasos que recorrer delante de Dios. La Palabra del Señor para nosotros es idéntica que para Israel antiguamente: «Anda». La vida de la fe es una vida de movimiento continuo, hacia adelante y en elevación, de esfuerzo hacia una meta, con todo lo que comporta la marcha, antes que un modo de transporte fácil.
No hay camino ancho y cómodo para la fe, sino rudos senderos en arenales desolados y abruptas montañas. Precisamos que alguien allane el camino ante nosotros; y tenemos ese Alguien en el penoso viaje de la vida: nuestro Dios establece «nuestros pasos» y los de todos aquellos que depositan su confianza en Él; es el Dios viviente, nuestro Padre. El Señor Jesús se mantiene cerca, muy cerca, de nosotros para guardarnos de caída.
En varios pasajes de los Evangelios tenemos la historia de discapacitados que han recuperado el uso de sus miembros. Vayamos al estanque de Betesda, bajo los pórticos donde yacen multitud de lisiados y miremos a uno de esos desafortunados, cuyo caso no tiene esperanza (Juan 5). Pensemos en esos treinta y ocho largos años de miseria y debilidad; treinta y ocho años durante los cuales le ha sido imposible llegar el primero para arrojarse a las aguas saludables que le hubiesen devuelto las fuerzas para levantarse y andar como un hombre sano. Luego pensemos en el momento sublime en que sus ojos vieron al Hombre de Nazaret, este Hombre que se inclina sobre él, esta mirada de compasión y la palabra que murmura a su oído, ¡Y mirad, se levanta, se endereza, toma su lecho y anda!…
Para un hombre tal, ponerse derecho era un milagro de esfuerzo, andar un milagro de movimiento. El Señor “enderezó sus pasos” y más tarde vuelve a encontrarle en el templo. Así, por la palabra del Señor, el paralítico fue arrancado del hoyo lleno de lodo de la debilidad y del desespero, donde no había para él ninguna posibilidad de tenerse en pie. El poder del Salvador hace que se sostenga sobre la Roca de salvación. Este mismo poder endereza «sus pasos» de manera que pueda andar a la vista de la multitud de los pobres paralíticos reunidos en aquel lugar.
Puede decirse del enfermo sanado en Betesda, lo que fue dicho de otro en el atrio del templo: «Todo el pueblo lo vio andando y alabando a Dios» (Hec. 3:9). Ambos fueron sacados del lodo cenagoso, y sus pasos eran un testimonio vivo al nombre del Señor.
Los pasos no puedan ser firmes cuando los pies están en el lodo cenagoso, pero sí lo son desde que los pies están establecidos sobre la Roca.
Al mandato de su Maestro, Simón Pedro puede andar sobre las olas y por sus pasos sobre las aguas viene a ser un notable testigo del poder de Cristo, que hizo andar a un hombre más allá de los límites fijados por la Naturaleza. Pero cuando Pedro anda «en consejo de malos» y está «en camino de pecadores», y se ha sentado «en silla de escarnecedores» (Sal. 1:1), sus pasos le llevan fuera del sendero de un testimonio fiel. En el palacio del sumo sacerdote recayó en el lodo cenagoso y sus pasos empezaron a resbalar.
Si el apóstol hubiese estado sobre aviso, habría discernido sus pasos (Prov. 14:15), hubiese velado y orado en Getsemaní, y habría evitado la tentación en medio de los enemigos de Cristo. Pero, poco le faltó para que sus pasos no deslizaran (Sal. 73:2). El Señor en su gracia le sostiene y salva (Sal. 119:117); lo arranca del afrentoso lodo y establece sus pasos.
Sin embargo, aun cuidando en no escoger los resbaladizos senderos de la tentación, no esperemos por ello evitar los arduos caminos de las dificultades y las pruebas. Solo Aquel que según las palabras del Antiguo Testamento ha enderezado «nuestros pasos», nos dice con la seguridad del Nuevo: «Bástate mi gracia».
Cuando los fundamentos de un testimonio puro parecen destruidos, cuando resulta difícil mantenerse firmes en medio de la multitud de los que abandonan la fe, nosotros podemos cantar como Habacuc: «Jehová el Señor es mi fortaleza, el cual hace mis pies como de ciervas, y en mis alturas me hace andar» (Hab. 3:19). Los pasos del profeta estaban establecidos, a pesar de que los caldeos hubiesen invadido Judá y Jerusalén.
Estamos de camino y nuestros pasos nos conducen a la casa del Padre. ¿Diremos a veces como Tomás: «¿Cómo, pues, podemos saber el camino?» Poseemos la respuesta del Señor y ella ha establecido nuestros pasos: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí» (Juan 14:5-6).
Puesto que Cristo es el único camino, precisamos andar con él y en él, su yugo es fácil y ligera su carga. Siguiéndolo, nuestros pasos son enderezados, pues vienen a ser parecidos a los suyos (1 Juan 2:6).
Nuestro progreso es constante. Aprendamos así a guardar nuestro puesto con él y los unos con los otros. Siguiendo a Cristo de cerca en el camino, no tropezaremos, no nos extraviaremos; su mano nos sostiene y nos guía. A los israelitas les hacía falta un guía en el desierto; desconocían el camino y estaban propensos a extraviarse. Es por ello que él los tomó de la mano y guio sus pasos (Jer. 31:32). Igualmente, cuando el Señor Jesús tomó al ciego por la mano y le llevó afuera, sus pasos fueron afirmados en la mano de Jesús (Marcos 8:23).
Y nosotros, ¿no sentimos, acaso, la necesidad del contacto personal de una mano de lo alto? Y, ¿qué es lo que puede enderezar nuestros pasos sino la mano todopoderosa del amor, que nos guardará firmes, inconmovibles, abundando siempre en la obra del Señor?
Revista «Vida cristiana», año 1955, N° 15