La venida y la aparición del Señor


person Autor: Henri ROSSIER 47

flag Tema: Su inminente regreso: Nuestra esperanza


Sobrados motivos tenemos, por cierto, de bendecir al Señor por el notable avivamiento que se verificó a principios del siglo 19. Dicha obra del Espíritu Santo nos recordó –entre otras preciosas verdades– que «Este Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, volverá del mismo modo que lo habéis visto subir al cielo» (Hec. 1:11).

Pero, no olvidemos por esto, que el Enemigo no deja nunca de valerse de nuestra ignorancia o de nuestra independencia de la Palabra para arruinar, o aminorar la obra de Dios. Varias publicacio­nes que circulan en castellano confunden –en numerosos aspectos– la venida (parusía) y la aparición (epifanía) del Señor. Otras si­túan los personajes y los acontecimientos proféticos antes de su Ve­nida. Semejante confusión perjudica al creyente pues, por una parte, debilita en él el sentido de su responsabilidad, y, por otra, podría menguar el libre y pleno gozo de su esperanza. Mi deseo es, pues, de exponer y meditar aquí tan excelso tema con la ayuda del Señor y la guía del Espíritu Santo.

Todo lector serio y reflexivo de la Palabra de Dios sabe que un acontecimiento de capital importancia ha de separar el período actual –ya tan turbado y agitado– de una futura prueba o tribula­ción, mucho más terrible aún, que ha de venir «sobre todo el mundo» (Apoc. 3:10); es decir, en toda la tierra habitada. Sabe también que otro acontecimiento de suma importancia –última manifestación de los juicios del Señor antes del Milenio– inaugurará el glorioso reinado de Cristo.

1. El primero de ellos es la venida del Señor, en gracia, para arrebatar a los suyos. Resucitará a todos los creyentes que durmieron desde la creación del hombre, y simultáneamente, recogerá con ellos, sin que pasen por la muerte, a los santos vivos que hayan quedado, para introducirlos en la Casa de su Padre. Aquel en­cuentro con el Señor se hará «en las nubes… en el aire» (1 Tes. 4:17). Al igual que cuando sacó de Egipto a su pueblo Israel (véase Éx. 10:26), Dios ni siquiera dejará el menor vestigio o resto de sus amados hijos en un mundo sobre el cual van a caer sus juicios.

¡Qué día más glorioso será para nosotros el de la venida de nuestro Salvador! ¡Con qué gozo veremos esfumarse todas las trabas –urdidas con humanas doctrinas– que nos retenían a unos u otros cau­tivos, abrirse las puertas como se abrieron las de la cárcel de Filipos y soltarse en un instante las prisiones de todos!

En estos días de violencia, de corrupción y de mentira, en medio de las crecientes tinieblas que van invadiendo el mundo y asimismo el corazón de los hombres, el Espíritu de Dios –semejante al viento que sopla donde quiere– prepara a los santos para aquel próximo y glorioso acontecimiento: la venida del Señor.

En breve se oirán el mandato soberano, la voz del arcángel y la trompeta de Dios. Con vista a este bendito momento, el Espíritu va obrando para reunir a los hijos de Dios por medio de una común esperanza. Como dijo un hermano: “La gloria del Hijo de Dios re­quiere que cuando venga, halle, no cristianos aislados, diseminados o divididos en un sinfín de denominaciones o sectas, sino un pueblo entero que le espere.” Por este mismo motivo, leemos en el último ca­pítulo de la Palabra de Dios, no solo: «El que oye, diga: ¡ven!», sino, en primer lugar, como manifestación de una esperanza colectiva: «El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!».

Amado lector creyente, hoy resuena de nuevo el aviso precursor. Como dijimos arriba, hace cerca de dos siglos, numerosos cristianos le oyeron cuando, por vez primera después de un largo período de ig­norancia en cuanto a la genuina esperanza cristiana, fue lanzado el clamor de medianoche: «!Ya viene el esposo!; ¡salid a su encuentro!» (Mat. 25:6). Estemos atentos a esta última llamada; abandonemos nuestros intereses egoístas y mezquinos, juzguemos sin rodeos lo que los hombres llaman “su religión”, la cual va encaminándose hacia la terrible apostasía final. El último libro de la Biblia termina con estas palabras: «Sí, vengo pronto» ¿Podemos responder de todo corazón?: «Amén; ¡ven Señor Jesús!» (Apoc. 22:20).

 

2. Hemos mencionado más arriba que un segundo aconteci­miento capital vendrá a clausurar por un tiempo el día del Señor, o era de los juicios proféticos, inaugurando el glorioso reinado y univer­sal dominio de Cristo.

Dicho acontecimiento es la manifestación o aparición del Señor con sus santos, segunda fase de su venida, porque en la primera nos habrá arrebatado a su encuentro en las nubes para introducirnos en la Casa del Padre. Es en su condición de Hijo de Dios que viene a tomarnos a sí. Cuando ocurra su aparición, llamada tam­bién «la venida del Hijo del hombre» (Mat. 24:39), traerá consigo a todos los santos celestiales para establecer su reino mediante el ejercicio del juicio.

Su aparición (gr. epifanía) es uno de los temas constantes de las profecías del Antiguo y del Nuevo Testamento; su venida (gr. parusía) es un misterio que solo se revela en el Nuevo Testamento (1 Cor. 15:51-55); pero este misterio está tan íntimamente ligado a la apari­ción del Señor que este último acontecimiento es presentado en 2 Tesalonicenses 2:8, como «la manifestación (epifanía) de su venida (parusia)», es decir, como siendo la segunda fase de la misma. Sin embargo, sabemos que aquellas dos fases estarán separadas por un intervalo de tiempo, lleno de innumerables peripecias abarcando cuan­tos acontecimientos o juicios proféticos preceden el establecimiento del reino de mil años de Cristo.

Es de suma importancia notar que el término «a del Señor» o día de juicio, se refiere siempre a su revelación o su aparición, pero nunca a su venida. La venida del Señor, supremo coronamiento y remate del día de la gracia, nos introducirá en la gloria celestial; su aparición, comienzo e introducción del reinado de mil años de justicia y de paz, introducirá el pueblo de Israel y las naciones en la gloria terrenal. Aquel reinado, del cual participarán los santos celestiales, empezará por el cumplimiento de la justicia retributiva confiada al Hijo del hombre. Todos los redimidos de Cristo nos beneficiare­mos de su venida, sin que ello tenga que ver con nuestra conducta personal, sea ella buena o mala, pues obrará únicamente la gracia y la misericordia de Dios; sin embargo, la esperanza de su venida es –para los cristianos fieles– el resorte o móvil de una marcha práctica en la verdadera santidad y en amor (véase 1 Tes. 2:19; 3:12-13; 5:23). Una vez glorificados, los santos –resucitados o trans­formados– compareceremos en el día de Cristo, ante su tribunal, no para ser juzgados (pues ya seremos semejantes a él en gloria), sino para recibir coronas en premio de nuestra fidelidad, o para ser inmediatamente privados de ellas si nuestra vida sobre la tierra no ha reflejado la justicia y la santidad que el Señor espera de nosotros.

Es de capital importancia recordar que la aparición del Señor –aunque completamente distinta de su venida– está íntimamente li­gada con ella, y que ambas no se pueden disociar. Los futuros acontecimientos proféticos que agitaran al mundo, no forman parte de la esperanza cristiana, si bien Dios nos instruye por medio de estos. La esperanza del cristiano es la venida del Señor en gracia, unida a su aparición en gloria; aunque estén separadas por todos los juicios anteriores al Milenio (1 Tes. 1:3-10; Col. 1:7; 3:4; 1 Juan 3:2-3), todos los santos participaremos de ambas. Pero no olvide­mos, hermanos, que cuando se produzca la aparición del Señor, la fidelidad que le hayamos manifestado en nuestra vida y en nuestro testimonio sobre la tierra será plenamente revelada por las coronas que habremos re­cibido ante el tribunal de Cristo.

Notemos ahora que la aparición del Señor reviste varios aspectos o facetas:

1) En primer lugar, es la revelación de su justicia, por medio del juicio; lo mismo que en su venida será glorificada su gracia, en su aparición lo será su justicia, pues si no puede desprenderse de su amor, tampoco puede Dios dejar de ser justo, de manifestar su justicia. Los pasajes que tratan de la venida del Señor no la presen­tan como revelación o manifestación de su Persona. El juicio que ejecutará el Señor cuando el cielo se abra para que aparezca con sus huestes, será el juicio de los vivos y no el de los muertos.

2) En segundo lugar, la aparición del Señor es la inauguración –mediante el juicio– de su reinado de paz y de justicia sobre la tierra. Es también la liberación de los santos terrenales, judíos y gentiles, que participarán del reino de Cristo, después de haber pasado por la gran tribulación.

3) Otro aspecto de su aparición es que, en ella, mostrará el Señor que la sola y sencilla fe en él habrá dado a sus redimidos el derecho de participar de la gloria pública de su reinado. Él aparecerá para ser «admirado en todos los que creyeron» (2 Tes. 1:10b). Aun cuando la infidelidad de ellos les haya privado del premio, o corona, se manifestará públicamente que la gracia de Dios triunfó a pesar de todas sus miserias y de todas sus caídas (por las cuales tuvo que castigarlos y disciplinarlos durante la carrera de ellos) para asociarlos finalmente con él en su reinado.

4) Por último, es en su aparición que el Señor será «glorificado en sus santos» (2 Tes. 1:10a) y debemos insistir sobre ello. El mundo entero verá que aquellos que fueron los objetos de su desprecio, de su calumnia y persecución, habían sido fieles, habían hallado gozo en seguir a Jesús, en sufrir con él y por él, y se habían aplicado a vivir santa, justa y piadosamente, esperando la bienaventurada es­peranza de su venida en gracia, y «la apareción en gloria» del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo (Tito 2:12-13). Este mismo pensamiento hacía exclamar al apóstol Pablo: «He combatido la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe; por lo demás, me está reservada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, Juez justo, en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que aman su aparición» (2 Tim. 4:7-8).

Si el apóstol Pablo había realizado esas cosas (y, desde entonces, otros cristianos siguieron el mismo camino de abnegación y lucha), era con el objeto de glorificar al Señor en el día de su aparición, y para que en aquel día glorioso tenga un cortejo digno de Él, en la persona de sus redimidos, a quienes habrá concedido coronas como testimonio público de Su aprobación por la fidelidad que hayan mos­trado. Por eso, deseaba ardientemente que el nombre del Señor Jesu­cristo fuera glorificado sobre la tierra, en la persona de los amados tesalonicenses, para que Cristo pueda glorificarse en ellos, cuando se produzca su aparición (2 Tes. 1:10-12).

En efecto, será en vista de su aparición que el Señor adornará sus cabezas con coronas de justicia, de vida o de gloria, como recom­pensa a su abnegación en servir a su Maestro; embellecerán y adornarán su real cortejo cuando entre en su reino. Serán como los hé­roes u «hombres valientes de David», quienes rodeaban su trono en el tiempo de su magnificencia. El fin que prosiguieron no fue el ad­quirir premios o recompensas, sino honrar y glorificar a su Maestro sirviéndolo. Él será quien manifestará, a los ojos de todos, las recompensas que les habrá concedido ante su tribunal, proclamando, al ha­cerlo, el precio que el servicio de ellos haya tenido para él. Entonces dirá el Señor a sus siervos: «En lo que es poco has sido fiel, sobre mucho te pon­dré; entra en el gozo de tu Señor» (Mat. 25:21-23).

Tal es, para los cristianos, la inmensa importancia práctica de la aparición de Cristo. Disminuir su alcance y su fuerza sería hacer poco caso de nuestra responsabilidad y olvidar que Cristo ha de ser glorificado en sus santos, para su propia gloria y el gozo de su co­razón. Meditemos además los siguientes versículos que bastarán para probar y destacar el vínculo que existe entre nuestra responsabilidad y la venida del Señor:

• 1 Timoteo 6:13-14: «Te mando… que guardes el mandamiento sin má­cula, sin reproche, hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo».

• 2 Timoteo 4:1: «Te requiero delante de Dios y de Cristo Jesús que juzgará a vivos y muertos, por su aparición (lit. por su manifestación) y por su reino: Predica su palabra; insiste a tiempo y fuera de tiempo; convence, reprende, exhorta…» En este pasaje, toda la actividad del siervo de Cristo se ejerce en vista de su aparición y de su reino.

1 Pedro 4:13: «Gozaos, como partícipes de los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis en él con mucho gozo en la revelación de su gloria». Las aflicciones y pruebas que soportemos por amor a Cristo en esta tierra, recibirán su plena recompensa en la revela­ción de su gloria.

• 1 Corintios 3:13: «La obra de cada uno será manifestada; porque el día la descubriráporque con fuego se revelará» (1 Corintios 3:13). Vemos, pues, que el día de la manifestación del Señor, el cual es asimismo el día de su aparición en juicio, será tam­bién el de la manifestación de nuestra obra.

Lo mismo acontecerá en el día de Cristo, el cual empieza por la manifestación de los santos ante el tribunal de Cristo, y acaba por su manifestación pública. Meditemos, por ejemplo:

• Filipenses 1:10: «esto oro (a Dios)que sepáis discernir las cosas excelentes, a fin de que seáis puros e irreprochables hasta el día de Cristo». Tanto la conducta como la responsabilidad del cristiano nos son presentadas siempre en relación con este día.

• Filipenses 2:15-16, tenían que ser «irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin tacha», para que el apóstol pueda gloriarse «en el día de Cristo». En aquel día, el apóstol recibirá la recompensa de su propia obra entre los filipenses.

Los cristianos que –en otro tiempo– ignoraban o hasta negaban la venida del Señor, es decir, la propia y verdadera esperanza cris­tiana, consideraban su aparición como siendo el juicio final, esto es, la comparecencia de los justos y de los pecadores ante él, los unos con la esperanza de escapar a la condenación y los otros para ser arrojados a la gehena. Confundían a la vez la venida del Señor, su aparición, el tribunal de Cristo, el fin del mundo y el gran trono blanco. Desconocían asimismo la importante distinción establecida entre el juicio de los vivos y el juicio de los muertos. La aparición del Señor no tiene nada que ver con el juicio de los muertos, y menos aún con el juicio o comparecencia de los creyentes, ya que estos –dice la Palabra– no vendrán a condenación, mas pasaron de muerte a vida (Juan 5:24); dicha aparición se verificará para el juicio de los vivos, ejecutado sobre los gentiles o naciones con­gregadas por Satanás contra Cristo (Apoc. 19:11-21). La Palabra de Dios no dice nunca que en su venida el Señor aparecerá. En efec­to, ¿cómo podría ver el mundo lo que ocurrirá en un abrir y cerrar de ojos? Sus santos serán arrebatados en las nubes, a su encuentro, en el aire; solo ellos le verán tal como él es, y serán hechos semejantes a él. Pero cuando se produzca su aparición, él mismo vendrá con las nubes, y todo ojo le verá (Apoc. 1:7).

Como conclusión de estas consideraciones, vemos que no se trata de la responsabilidad de los santos en la venida del Señor, y que aquella será enjuiciada solamente después de la introducción de ellos en la gloria, ante el tribunal de Cristo. Seguidamente, a la aparición o re­velación del Señor con sus santos, serán plena y públicamente mani­festados los frutos de la santidad de su conducta, de su fidelidad en el servicio, de su valor en los combates, de su perseverancia en al­canzar la meta y de sus sufrimientos y trabajos por el nombre de Cristo. Los que no hayan realizado estas cosas mientras vivían en esta tierra sufrirán una pérdida y tendrán que confesar: “He deshonrado tu nombre, he perdido mi corona, y la has dado a otros”. ¿Les dejará a ellos (y nos dejará a nosotros) indiferentes tan solemne pensa­miento?

Meditémoslo, hermanos. Deseemos ardientemente glorificar al Se­ñor en nuestra conducta, para que podamos, en verdad, amar «su aparición» (2 Tim. 4:7-8); de lo contrario, no pensaremos nunca con gozo en el momento en que seremos manifestados públicamente y a los ojos de todos en una luz perfecta, después de haber anteriormente sido manifestados a Dios y a todos los santos glorificados ante el tribunal de Cristo. Era pensando en este tribunal que el apóstol quería ser manifestado a Dios ya sobre la tierra (2 Cor. 5:11). Su cora­zón sin engaño, sondeado y conocido por Dios mismo, no intentaba encubrirle nada durante su vida en este mundo.

Será la venida del Señor aquel momento precioso en que recoge­rá todos los frutos o resultados de su gracia; su aparición será el mo­mento en que aquellos frutos serán manifestados con esplendor, cuan­do él asocie a los suyos con la gloria de su reino y testifique públi­camente su plena aprobación a aquellos que el mundo habrá despre­ciado y perseguido porque reivindicaban el nombre del crucificado.

Amados hermanos, seamos de los que esperan diariamente al Se­ñor, y que la esperanza de su venida nos aleje de cuanto sea incom­patible con la gracia y la santidad de Cristo. Seamos también de aquellos que aman su aparición y viven, no solo con mira a la «bendita esperanza» (Tito 2:13), pero también en vista de la «aparición en gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo» (Tito 2:13).

Entre la venida del Señor y su aparición se colocan casi todos los acontecimientos proféticos (decimos «casi» a causa de la rebelión de Gog y de Magog después del Milenio): Satanás echado de los lugares celestiales y arrojado sobre la tierra –tan pronto como la Iglesia, haya subido al cielo–, el imperio romano resucitado con sus diez reyes y su jefe imperial en Roma, el pueblo judío incrédulo vuelto a Pales­tina para caer bajo el yugo del anticristo, el falso profeta, el hom­bre de pecado, manifestado solo entonces, la gran tribulación para el mundo entero, las terribles aflicciones del remanente de Israel, la dominación y caída de la gran Babilonia, etc.

Pero para nosotros, los cristianos, la venida del Señor es de capital y soberana importancia e interés, y no pertenece de ningún modo a los acontecimientos proféticos, ya que es la coronación de la era de la gracia. Excede, en importancia, a cualquier otro aconteci­miento; porque en este glorioso día le veremos; veremos a nuestro Salvador tan amado, como la Estrella resplandeciente de la mañana, en la magnificencia de su hermosura celestial, y seremos semejantes a él. Aquellos que duermen de noche y de noche se embriagan no verán esta Estrella: Enoc fue arrebatado por Dios y no fue hallado luego; tampoco lo fue Elías cuando subió al cielo en un carro de fuego… tampoco hallarán rastro de la Iglesia tras haber sido arreba­tada en las nubes. Cuando el Señor aparezca y salga como el Sol de justicia en el día de su aparición, ¡con qué gozo lo contemplarán sus santos en su magnificencia, estando asociados con él, como sus com­pañeros en la gloria, y como su amada Esposa sobre el trono de su reino!

Haz, Señor, que tus amados redimidos guardemos hasta el fin la «palabra de tu paciencia». Anhelas, Señor, y esperas con paciencia el día en que nos tendrás contigo. Todos tus deseos se dirigen hacia tu Esposa, y hacia aquel momento en que te la presentarás gloriosa y la tendrás para siempre contigo. Haz, Señor, que los tuyos no dejen de guardar y de mantener viva en ellos aquella esperanza, y que sus oídos y sus corazones estén atentos a las solemnes palabras que les diriges, quizá por última vez: «¡Sí, vengo pronto!» (Apoc. 22:20).

¡Concede a tus redimidos la fuerza y el valor para retener fir­memente lo que poseemos!, tu Palabra y tu nombre, hasta tu venida, y para andar en santidad, pensando en tu aparición, y para que no seamos privados de nuestra corona en el día de tu aparición.

Revista «Vida cristiana», año 1955, N° 17 y año 1956, N° 20


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