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«¡Verdaderamente resucitó el Señor!»
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Su obra en la Cruz, su resurrección y su elevación: Salvador, Redentor, Señor
Tema:1 - El hecho en sí
El patriarca Job planteó dos preguntas muy importantes en sus discusiones con sus amigos: la primera –«Pero, ¿Cómo se justificará el hombre con Dios?» (Job 9:2); la segunda –«Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?» (Job 14:14); pero ninguna de estas preguntas pudo ser respondida de forma clara y convincente. En el capítulo 9, Job intenta responder a la primera pregunta, pero uno a uno desestima sus diversos argumentos como inválidos, y finalmente suplica un «árbitro» (v. 33) o mediador –una súplica que no sería respondida durante unos 2.000 años. En el capítulo 14, argumenta a favor de la resurrección utilizando la imagen de un árbol talado que, después de años, vuelve a la vida al «percibir el agua» (v. 9). Pensaba que la resurrección debía existir; era el fruto de una intuición espiritual combinada con la razón, porque no podía apoyarse en ninguna palabra precisa de Dios que decidiera este punto. Estos dos capítulos son patéticos.
Hoy, nuestra posición es mucho más privilegiada que la suya, pues el Señor Jesús ha aparecido y «sacó a luz la vida y la incorruptibilidad por el evangelio» (2 Tim. 1:10). Su muerte y resurrección dan la respuesta a ambas preguntas. Si él ha resucitado, podemos ser justificados, y la resurrección es un hecho innegable.
Cuando los apóstoles predicaron el Evangelio al principio, la resurrección de Cristo fue su aguijón para llegar a la conciencia y al corazón de los hombres. En aquella época, la casta sacerdotal de Jerusalén eran los saduceos, que negaban la resurrección, por lo que sintieron el impacto con fuerza. Estaban furiosos porque los apóstoles anunciaban por medio de Jesús «la resurrección de los muertos» (Hec. 17:32). ¿Qué hicieron para contrarrestar el testimonio apostólico?
Los encarcelaron y golpearon, intentaron coaccionarlos y les ordenaron que no predicaran en nombre de Jesús; los amenazaron e incluso martirizaron a Esteban. Pero no hicieron lo único que habría sido concluyente: aportar una prueba formal e irrefutable de que Cristo no había resucitado y de que los apóstoles eran impostores. No lo hicieron, porque no podían: era imposible.
Esto es aún más significativo si, al leer los primeros capítulos del libro de los Hechos, pensamos en el episodio relatado en Mateo 28:11-15. Estos mismos sacerdotes saduceos se habían apresurado a sobornar a los soldados que custodiaban la tumba –e incluso se habían comprometido a sobornar al gobernador, si era necesario– para pervertir el testimonio de la resurrección. Pero está claro que, al cabo de pocos meses, la mentira que habían pregonado había resultado demasiado frágil para confiar en ella, por lo que no se atrevieron a utilizarla.
«Con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús» (Hec. 4:33), y Dios realizó señales y maravillas para confirmar su testimonio. Un signo notable fue la curación del cojo que había permanecido durante muchos años a la puerta del templo, llamada la hermosa. Esta curación despertó la ira de los sacerdotes, pues este caso ratificaba visiblemente la resurrección. En Hechos 4 se destacan tres cosas al respecto: aunque anhelaban anular este testimonio, «nada podían decir en contra» (v. 14); tuvieron que confesar: «No podemos negarlo» (v. 16); no pudieron encontrar la manera de castigarlos (v. 21).
Todos sabemos que los hombres enfrentados a un hecho que odian lo niegan, si pueden, y lo denigran, si no pueden; critican la forma, cuando no pueden refutar el fondo. Finalmente, como último recurso, atacan y persiguen a quienes dan testimonio de este hecho, si les dan el más mínimo pretexto para hacerlo. Los tres procedimientos han fallado en lo que respecta a este milagro; y hay que decir que también han fallado en lo que respecta a la verdad de la resurrección de Cristo, de la que el milagro dio testimonio.
Si la resurrección no hubiera tenido lugar, habría sido fácil desenmascarar la impostura en los primeros años, cuando la afirmación de su existencia estaba todavía en la mente de todos. El intento de sobornar a los soldados para que lo negaran tuvo cierta credibilidad entre los judíos, pero evidentemente nunca se atrevieron a presentarlo como prueba en público, donde pudiera ser escrutado y examinado; esto es muy llamativo.
Lo que hemos observado es una prueba negativa de la verdad de la resurrección. Es fuerte, pero la evidencia positiva es aún más fuerte.
En los primeros versículos de 1 Corintios 15, Pablo enumera seis testigos, o grupos de testigos, todos los cuales testifican que realmente vieron a Cristo resucitado de entre los muertos: Pedro, los 12, 500 hermanos a la vez, Santiago, todos los apóstoles, el propio Pablo. La lista de testigos no es exhaustiva, pues no menciona las ocasiones en las que fue visto que se registran en Mateo 28:16, Lucas 24:13-31, Juan 21:1-14, Hechos 1:1-11, sin mencionar las ocasiones en las que se mostró a algunas de las mujeres que creyeron. Pero los seis casos que cita son un amplio testimonio: tres individuos y tres grupos.
Consideremos los tres individuos. Sus epístolas nos muestran quiénes eran, y además sabemos algunas cosas sobre Pedro, y muchas cosas sobre Pablo. Pedro era un hombre cálido e impetuoso, pero con el corazón roto, cuando vio al Señor resucitado. Evidentemente, Santiago era un hombre tranquilo, teniendo un espíritu de juicio, incluso crítico. Pablo era un firme opositor hasta que vio al Señor resucitado en la gloria, una visión que lo cambió por completo. Eran muy diferentes en su educación y temperamento, pero sus mismas diferencias hacen que su testimonio común sea aún más impresionante.
Veamos el testimonio de los tres grupos. Se podría argumentar que un solo individuo es intrínsecamente sugestionable, y puede tener visiones; pero esto no se puede decir del grupo de los doce, o de todos los apóstoles. Una supuesta aparición a un individuo puede ser muy secreta, una especie de asunto privado; pero es imposible decir esto de la ocasión en que se apareció a 500 hermanos a la vez. Ningún hecho histórico está mejor atestiguado que la resurrección del Señor Jesús.
Dos hombres que vivían en Inglaterra a mediados del siglo 18, Lord Lyttleton y Gilbert West, escribieron libros que se han hecho famosos; el primero sobre la conversión de Saulo de Tarso, el segundo sobre la resurrección de Cristo. Ambos eran incrédulos e, influenciados por la incredulidad imperante en su época, consideraron que había llegado el momento de asestar un golpe mortal al cristianismo. Eligieron estos dos temas, pensando que eran los puntos más vitales en la línea de defensa cristiana. Si se demostraba que la resurrección era un mito y la conversión de Saulo una ilusión, la derrota del cristianismo estaba asegurada. Acordaron sus tareas y luego se separaron para estudiar sus temas y escribir sus libros. Cuando se reunieron de nuevo con sus libros terminados, descubrieron que cada uno había escrito lo contrario de lo que pretendía. Ambos se habían convencido de la realidad de lo que no creían. La conversión de Saulo tenía caracteres de verdad, y la evidencia de la resurrección del Señor Jesús era completa y convincente.
Podemos gritar con confianza: «¡Verdaderamente resucitó el Señor! En los primeros días del régimen soviético en Rusia, cierto “camarada” llamado Lunacharsky dio una conferencia de hora y media en Moscú contra el cristianismo. Quería demostrar que era una superstición sin ningún fundamento. Al final, propuso un debate, estipulando que los oradores no deberían tardar más de cinco minutos. Un joven del público, muy emocionado, subió a la plataforma, diciendo que no necesitaría tanto tiempo. De cara a la multitud, los miró y luego pronunció en voz alta el conocido saludo pascual ruso: Hermanos y hermanas, Cristo ha resucitado. Toda la multitud se levantó como un solo hombre y respondió con una voz rotunda: «Verdaderamente resucitó el Señor». El joven se dirigió al orador y dijo: No tengo nada más que decir.
Y efectivamente, sobre este punto, no había nada más que decir. La evidencia de la resurrección había sido verificada hace tiempo. Esta verdad sigue siendo inamovible.
2 - El punto clave de nuestra posición
Cuando el apóstol Pablo escribió su Segunda Carta a Timoteo, estaba a punto de dejar el campo de batalla y entrar en la dicha de la presencia de Cristo. Había estado en el punto álgido de la lucha, y la corriente contraria empezaba a levantarse contra él: Los opositores se imponían y muchos desertores abandonaban las filas. Sin embargo, sus palabras respiraban un valor indomable y una confianza suprema en el gran capitán que un día llevaría a sus ejércitos a la victoria.
Pero el mismo hecho de que el viejo combatiente se despojara de su armadura no podía sino animar al joven Timoteo a ceñir más la suya y a prepararse para compartir «sufrimientos como buen soldado de Cristo Jesús» (2 Tim. 2:3). Debía avivar «el don de Dios» que había en él, para no avergonzarse «del testimonio de nuestro Señor», sino participar «de las aflicciones por el evangelio, según el poder de Dios» (2 Tim. 1:6, 8).
En este conflicto, el poderoso adversario es un enemigo muy inteligente y vigilante. Todo estratega militar astuto se caracteriza por dos cosas: en primer lugar, es capaz de localizar rápidamente el punto clave de la defensa del enemigo; en segundo lugar, es capaz de movilizar sus propias fuerzas para concentrarse en ese objetivo y, tarde o temprano, asestar el golpe fatal. Podemos estar seguros, pues, de que Satanás, que impulsa secretamente al hombre a oponerse a Dios, ha dirigido desde el principio sus golpes al corazón mismo de la verdad del cristianismo.
Veamos la primera parte de esta Epístola, para que, como Pablo, “no ignoremos sus propósitos”.
2 Timoteo 1:1-10. El apóstol anima a Timoteo a apartar de sí mismo y del campo de batalla de aquí abajo los ojos de su corazón, y a dirigirlos a Dios y a sus propósitos, que nunca caerán en tierra, ya que descansan inalterables «en Cristo Jesús». También le recuerda que, a pesar de una aparente derrota, la victoria es segura, pues el propio «gran Líder», «nuestro Salvador Cristo Jesús», ya la ha conseguido, por sí mismo. Él «abolió la muerte y sacó a luz la vida y la incorruptibilidad por del Evangelio» (v. 10). Esta es una gran consideración para empezar.
2 Timoteo 1:11-18. Después de considerar la nueva vida y la energía, invita a Timoteo a mirar con tranquilidad el estado de las cosas en la batalla confiada a los santos en la tierra. ¡Qué panorama más desolador! Pablo, en una mazmorra romana, tenía ante sí el martirio; «todos los de Asia» –los que se habían convertido por sus medios, incluidos los de Éfeso, donde había ejercido gran parte de su ministerio– se habían apartado de él: Tal vez se habían apresurado a seguir a nuevos maestros que ya avanzaban teorías malignas que más tarde se conocerían como “gnosticismo”, de modo que incluso el «modelo de las sanas palabras» corría peligro de ser abandonada.
2 Timoteo 2:1-6. Aquí vemos las cualidades requeridas en el buen soldado de Jesucristo. Ante el peligro y el desastre que se avecinaba, tenía que ser fuerte. «Tú pues, hijo mío, fortalécete en la gracia que es en Cristo Jesús». Necesitaba la fidelidad de un testigo, la resistencia y la dedicación de un soldado, la obediencia de un atleta y la paciencia de un agricultor.
2 Timoteo 2:7-19. Habiendo llevado a Timoteo hasta aquí, el apóstol le revela ahora el punto clave de la posición cristiana que seguramente iba a ser atacada por el enemigo. El versículo 7 es un prefacio que muestra su gran importancia, y el versículo 8 contiene la revelación: «Acuérdate de Jesucristo, del linaje de David, resucitado de entre los muertos según mi evangelio».
Por lo tanto, el punto clave de la posición es: Cristo resucitado de entre los muertos.
Si podemos parafrasear las inspiradas palabras del apóstol, es como si dijera: Mi evangelio os presenta a Jesucristo bajo dos aspectos: como encarnado en la tierra, de la semilla de David, y como resucitado de entre los muertos. Guardad ambos; pero como sois cristianos y no israelitas, el aspecto de «resucitado de entre los muertos» es lo primero y lo más importante; si lo dejáis fuera, la batalla estará perdida.
Satanás ya lanzó un ataque contra esta verdad a través de Himeneo y Fileto (2 Tim. 2:17-18). Esto no podría tocarse realmente, porque el fundamento de Dios es seguro: Cristo ha resucitado. Pero si se olvida o se niega esta verdad, se deja la llave de la posición en manos del enemigo, y nuestra fe se verá ciertamente dañada.
Los creyentes de Corinto lo ilustran. Había una inmoralidad grave y no reprimida entre ellos (1 Cor. 5); el partidismo era desenfrenado (1 Cor. 1); el desorden marcaba su reunión de la cena del día del Señor (1 Cor. 11); pero no es hasta que llegamos al capítulo 15 que encontramos la raíz del asunto: la resurrección estaba siendo dudada, e incluso negada, entre ellos. Las «malas compañías» estaban corrompiendo «las buenas costumbres» (v. 33).
Además, Pablo les muestra inmediatamente el efecto de esto, no solo en el comportamiento cristiano, sino también en la doctrina cristiana. 1 Corintios 15:13-19 nos muestra que, si se niega la resurrección, no se puede mantener la resurrección de Cristo; y si Cristo no resucita, el cristianismo cae en la ruina.
¿No nos habla todo esto con fuerza a nosotros, que estamos al final de la lucha de la Iglesia en la tierra? En lugar de ser, como en sus comienzos, «De desear, como Jerusalén; imponente como ejércitos en orden» (Cant. 6:4), la Iglesia, en cuanto a su responsabilidad, se ha convertido exteriormente en una ruina, desgarrada por todas partes, presa del enemigo exterior y del traidor interior, hasta el punto de que el poeta escribe:
“Sin embargo, despreciándola,
Los hombres se asombraron
Verla cruelmente abrumada,
Por los cismas, desgarrados,
Por las herejías, atribulados”.
Muy pronto en su historia, “Jesucristo, resucitado de entre los muertos” se desvaneció de su memoria. La idea de que era un hombre celestial resucitado casi se perdió; se le recordaba como un bebé en los brazos de su madre, y eso solo de forma carnal. Por lo tanto, la Iglesia ha perdido su esperanza celestial y se ha instalado en el mundo corrupto que la rodea.
Si en estos últimos días nos ha visitado un renacimiento desde lo alto, es porque él, el Resucitado, ha brillado en nuestros corazones como la estrella de la mañana.
El día de la resurrección, su aparición en medio de sus discípulos los transformó, de modo que el día de Pentecostés, en lugar de apiñarse como ovejas asustadas, se levantaron llenos del Espíritu Santo, valientes como leones. La fe en él como resucitado nos conducirá a eso hoy.
Cristianos y cristianas, ¡que esta fe sea la nuestra! No basta con que su resurrección sea solo un artículo de nuestro credo, como tenía la Iglesia en la Edad Media. Lo que necesitamos es al propio Jesucristo, resucitado de entre los muertos, brillando ante la fe de nuestros corazones.
Entonces resplandecerá la esperanza, y se mantendrá la fortaleza del verdadero cristianismo, tal como Dios lo dio, hasta que se cumplan las palabras con las que el poeta terminó su estrofa:
Sin embargo, los santos vigilan,
Su grito se eleva: ¿Hasta cuándo?
Pero pronto la noche del llanto
Dará paso al amanecer del cántico.
3 - La paz del creyente
Muchas cosas se pueden resumir en pocas palabras. El apóstol dice: «Prefiero hablar cinco palabras con mi entendimiento… que diez mil palabras en lenguas extrañas» (1 Cor. 14:19). A este respecto, es interesante observar cómo muchas de las frases más importantes de la Escritura contienen solo cinco palabras.
Tomemos, por ejemplo, la frase «Tenemos paz para con Dios» (Rom. 5:1), y pensemos en ella como si estuviéramos mirando aguas claras y profundas. ¿Puede ver el fondo? Hay profundidades en estas palabras que aún no han sido exploradas por el creyente más experimentado, aunque la «paz para con Dios» no debe alcanzarse al final de la carrera cristiana, sino que debe recibirse desde el principio. Es la elección por derecho de nacimiento de todo hijo de Dios.
Sin embargo, a pesar de esto, podemos decir sin exagerar que hay muchos creyentes hoy en día que no pueden decir por experiencia personal «tenemos paz para con Dios». No dudan de que Jesús hizo la paz «por medio de la sangre de su cruz» (Col. 1:20), pero decir “tengo paz” es otra cosa. En realidad, deberían decir: Tengo muchas dudas y temores en mi corazón.
Estemos seguros de que se trata de un estado anormal. Las almas sinceras piensan que deben permanecer por el resto de sus vidas en una humilde incertidumbre en cuanto a su relación exacta con Dios, y consideran las dudas y los temores como un signo especial de la gracia, pero la Escritura no da ninguna base para tal idea. Incluso enseña lo contrario. Juan dice a los hijos de la gran familia de los redimidos de Dios: «Os escribo, hijitos, porque os han sido perdonados los pecados a causa de su nombre» (1 Juan 2:12), y de nuevo: «Estas cosas os he escrito, a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna» (1 Juan 5:13).
¿De dónde viene esta incertidumbre que nubla tantos corazones y les impide decir con confianza y alegría: “Tengo paz con Dios”?
Los casos difieren, especialmente en los detalles secundarios, pero la causa principal que está en la raíz de todo es la incapacidad del alma para captar el significado y la importancia de la resurrección de Cristo.
En Romanos 5:1, hay una palabra que se pasa por alto con demasiada rapidez: «Tenemos paz…». «Justificados, pues» se refiere al versículo inmediatamente anterior.
¿Cuál es entonces la razón? Para responder a eso, debemos leer así: «Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado a causa de nuestras ofensas y fue resucitado para nuestra justificación. Justificados pues, por la fe, tenemos paz para con Dios» (Rom. 4:25; 5:1).
Hay dos hechos importantes que subyacen a esto.
En primer lugar, nuestra paz con Dios depende de nuestra justificación por la fe; por lo tanto, ya que ser «justificado» significa ser hecho justo –por lo tanto, justo a los ojos de Dios– podemos decir que este “ser justo a los ojos de Dios” es la única base para la paz con Dios. La paz basada en cualquier otra cosa solo puede ser una ilusión y una trampa.
En segundo lugar: Nuestra justificación por la fe depende de la muerte y resurrección de Cristo. Somos absolutamente «hechos justos» por la obra de Otro, y esa obra es totalmente independiente de nosotros. Pero somos «hechos justos» por la fe.
Los puritanos comparaban la fe con un decúbito: el alma descansando en un soporte externo a ella. Qué sencillo es esto, y cómo muestra la insensatez de la expresión “no puedo creer” que a menudo utiliza un alma trabajada. ¿Es una carga tan pesada creer? No. Solo se trata de dejar de hacer, y confiar en lo que ya está hecho y en Aquel que lo ha hecho. Que nadie diga que no puede confiar.
Pero la fe no se contenta con apoyarse en un soporte exterior a ella, sino que ve, aprehende y capta el sentido de aquello en lo que se apoya. Este es el punto crucial. Hay que creer que la muerte y la resurrección de Cristo son hechos históricos, y confiar en ellos como base de la salvación, pero si no se capta por la fe su sentido y significado para la propia justificación, se vive en la duda en lugar de vivir en paz.
Considerad Romanos 4:25. Repasémoslo despacio y con fe, para que la luz se derrame en nosotros.
«El cual» significa Jesús nuestro Señor, el Hijo de Dios. Nada más que él.
«Fue entregado»: A la muerte y al juicio. ¿Quién lo entregó? Dios. «Este, entregado por el determinado designio y presciencia de Dios…» (Hec. 2:23). Fue un acto de Dios en nuestro favor.
«Por nuestras ofensas»: Fue puesto por nosotros, no como mártir, sino como sacrificio. Tomó sobre sí el terrible peso de nuestra culpa. En el madero del Calvario tomó sobre sí todo el peso de nuestras responsabilidades que no hemos cumplido, y las temibles deudas que se derivan de ellas. Se quedó allí como un sustituto. Todo creyente puede decir: “Entró en la muerte como mi Representante bajo el peso de mis iniquidades”.
«Fue resucitado»: Esta gran verdad forma parte del Evangelio tanto como la muerte de Cristo. Habla de la victoria sobre todo poder adverso, y dice que se han cumplido todas las exigencias de la justicia de Dios. La muerte y la tumba no pudieron retenerlo. Ha resucitado.
«Para nuestra justificación»: Estas palabras dan el significado de su resurrección para nosotros que creemos. Si quiere entender su significado, tenga en cuenta que él nos representa. ¿Se ha liberado del dominio de la muerte? Entonces somos libres. ¿Se ha limpiado de la carga de nuestras iniquidades? Entonces somos puros, como él es puro. Nos mantenemos o caemos en él, nuestro Representante. Su posición es nuestra posición. Si la muerte y el juicio están detrás de él, están detrás de nosotros.
Esto se ilustra vívidamente en la conocida escena del valle de Ela (1 Sam. 17). La batalla fue entre David y Goliat, los campeones de Israel y Filistea. Los dos ejércitos se situaron en orden de batalla a ambos lados del valle, pero la batalla se libró enteramente entre sus respectivos representantes.
¡Qué sentimientos contradictorios debieron tener los israelitas al ver a David bajar al valle para enfrentarse al gigante! Si la razón se impuso y evaluaron la probabilidad de que David se impusiera, las dudas y los temores debieron apoderarse de ellos sin lugar a dudas. Y si la fe prevalecía y ponía al Dios de Israel ante ellos, la esperanza renacería en sus corazones. Pero mientras que solo David bajaba al valle, se podía esperar lo mejor.
En unos momentos sería la victoria. La piedra lisa golpeó la frente del filisteo; el gigante cayó al suelo; lo mató con su propia espada; con la cabeza en la mano, el joven David inició su marcha triunfal desde el fondo del valle hasta la cima de la colina.
«Levantándose luego los de Israel y los de Judá, gritaron» (1 Sam. 17:52). Todas las dudas y temor se desvanecieron con el regreso de su victorioso representante. Su victoria era la victoria de ellos. Estaban tan libres del opresor filisteo como David.
La aplicación de este principio es evidente para nosotros. Nuestro Señor Jesús, más grande que David, entró en el oscuro valle de la muerte, «entregado a causa de nuestras ofensas». Muchos cristianos se detienen ahí y solo esperan lo mejor. Pero el Evangelio no se detiene ahí. Después de derrotar al enemigo, nuestro gran Representante salió del valle, «resucitado para nuestra justificación». Su victoria es nuestra victoria. Su libertad es nuestra libertad. Este es el significado de su resurrección para nosotros.
Recuerde, pues, que «Jesucristo… resucitado de entre los muertos según mi evangelio» (2 Tim. 2:8) y, con la paz en vuestros corazones, poneos de pie con el verdadero Israel de Dios para celebrar su alabanza.
4 - La victoria de Dios
Corremos el peligro de olvidar que un hecho puede tener varios significados, y que su alcance puede tener varias direcciones.
La resurrección de Cristo es un hecho glorioso que no puede ser derribado. Los hombres han lanzado feroces ataques contra ella que han sido rechazados, como olas que se precipitan y rompen al pie de un acantilado. Ha resistido la prueba de los años y resistirá todavía. Hemos visto su influencia en cuanto a nuestra justificación y paz con Dios. Pero perderíamos mucho si descuidáramos su valor y significado para Dios.
Romanos 4:23-5:2, presenta el primer aspecto y 1 Corintios 15, el segundo aspecto de este gran tema.
Entre los cristianos de Corinto, algunos tenían dudas y dificultades intelectuales sobre la resurrección del cuerpo, y preguntaban: «¿Cómo son resucitados los muertos?» (1 Cor. 15:35). Al parecer, consideraban que este concepto era demasiado burdo y materialista, y se erigían en pioneros de una idea más espiritual del tema. De hecho, eran insensatos (v. 36).
Pero Pablo no se limita a responder a sus insensatas preguntas. Refuta toda su posición estableciendo el gran hecho indudable de la resurrección de Cristo (v. 3-11), y luego, en los versículos 12-28, muestra que esta gran verdad lo afecta todo: no solo nuestra seguridad y felicidad, sino los propósitos y la gloria de Dios.
Nuestras almas son infinitamente preciosas para nosotros; si las perdemos, lo perdemos todo. Su seguridad entonces, su felicidad ahora, debe preocuparnos con razón. Hasta que no esté todo resuelto y haya la más mínima duda, no podemos preocuparnos de otra cosa. Pero cuando captamos, por la fe, las consecuencias de la resurrección del Señor Jesús para nosotros, a saber, que, como él, estamos libres de todo juicio, debemos recordar que los derechos de Dios han sido ultrajados por el pecado. Dios tiene una voluntad y un propósito soberanos para la abolición del pecado y para traer la paz, la bendición y la gloria a esta tierra maldecida por el pecado. Se ha propuesto una esfera celestial de dicha, y revelarse para llevar a los hombres hacia él, y llevarlos al lugar de hijos que lo conocen, lo disfrutan y le dan su legítimo lugar de supremacía en el amor, para siempre.
Todo el poder de las tinieblas se opuso a la realización de estas cosas. En la muerte de Jesús el amor divino luchó contra el poder del mal. Su resurrección manifestó su victoria.
Considerar los pensamientos y los propósitos de Dios nos ayudará a percibir la grandeza de esta victoria, si tenemos una idea del interés divino en la muerte y resurrección de Cristo. Para ello solo necesitamos 1 Corintios 15, aunque otros versículos exponen estos propósitos de forma más completa.
La resurrección de los santos era un gran pensamiento que Dios tenía ante él (v. 20-23). Su carácter y su gloria estaban íntimamente relacionados. A lo largo de los siglos, la luz de la fe había brillado aquí y allá, a menudo en los individuos más humildes. Antes de la venida de Cristo, cuando solo el resplandor de los tipos y las promesas consolaba a los que vigilaban, santos de los que el mundo no era digno, han vivido, sufrido y han muerto. Elevándose por encima de las circunstancias de sus penas, contemplaban la esfera del propósito divino.
«En la fe murieron todos estos, no habiendo obtenido las promesas; pero las vieron y las saludaron de lejos, y confesaron que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra» (Hebr. 11:13).
¿Y después? Bajaron, aparentemente como los malvados, al silencio de la tumba.
Más tarde, en la época en que Pablo escribía, los primeros discípulos estaban sometidos a una feroz persecución por parte de un mundo hostil. Se produjeron brechas en sus filas, unos tras otros eran golpeados. Sin embargo, por cada hombre que caía, se añadían dos más a las filas. Se bautizaban por los muertos y se convertían ellos mismos en el blanco del enemigo (v. 29). ¿Por qué fue así? Esperaban una recompensa gloriosa en el día venidero.
Tenían razón, pues para ellos la resurrección era el pensamiento de Dios. Pero para que esto sucediera, era necesario que el poder de la muerte fuese roto, que la puerta, los postes y los barrotes de la tumba sean transportados, como había hecho Sansón (Jueces 16).
El establecimiento de un reino en este mundo era otro de los propósitos de Dios (v. 24-25, 50). Se podría haber pensado que se trataba de un asunto sencillo que podía resolverse fácilmente por la acción del poder divino. No era así. El hombre se rebeló y se alió con el poder de Satanás. Había principados, autoridades y potestades opuestas, y enemigos que debían ser sometidos (v. 24-25). Es cierto que, si Dios hubiera extendido su brazo, todo enemigo habría sido barrido ante él, como la paja por la tormenta, pero ¿qué habría sido de la enemistad y del pecado que lo ha estropeado todo? Había que resolver el asunto. Quedó resuelto cuando, en la consumación de los siglos, Cristo «una sola vez… ha sido manifestado para la anulación del pecado mediante su sacrificio» (Hebr. 9:26). Su muerte y resurrección rompieron los cimientos del imperio de Satanás y, en el Cristo resucitado, tenemos no solo las primicias de la gran cosecha de la resurrección de los santos (v. 23), sino la demostración del establecimiento de la voluntad y la autoridad de Dios en la tierra: «Juzgará al mundo con justicia, por un Hombre que él ha designado, dando prueba ante todos al resucitarlo de entre los muertos» (Hec. 17:31).
Al final del reino mediador de Cristo, el propósito de Dios es recibir todo en su mano y ser todo en todos (v. 28). Él estará «en todos» porque derramará su luz sobre todos los reinos y todos los que habitan en ellos, ya sea en el cielo o en la tierra. Será «todo» porque será el Objeto supremo y exclusivo de cada alma que él llene. Todo esto también se basa en la resurrección de Cristo. Establecido en su poder, todo permanece; sin él, todo pasaría.
Volviendo a la Epístola a los Efesios, encontramos la más completa revelación de los pensamientos y propósitos de Dios, especialmente con respecto a los creyentes en esta dispensación: «A él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús, por todas las generaciones, por los siglos de los siglos» (Efe. 3:21). También aquí la resurrección de Cristo es el gran punto (Efe. 1:19-23). Pero por el momento nos limitamos a 1 Corintios 15, observando la forma en que el Señor Jesús nos es presentado en relación con todo esto.
«Ya que mediante un hombre vino la muerte, también mediante un hombre vino la resurrección de los muertos» (1 Cor. 15:21).
La victoria fue ganada por el Hombre en la persona de Jesús, así como la ruina vino por el hombre en la persona de Adán. En lugar de trasladar la batalla a un plano totalmente nuevo y resolverlo todo de una vez, Dios –si se puede decir– se enfrentó al enemigo en el viejo campo de batalla que este había elegido originalmente, el huerto del Edén, y le dio la vuelta a todo. El hombre sale de la batalla en resurrección, cubierto de gloria, y no con la vergüenza de la derrota.
Pero este hombre es de un tipo u orden completamente nuevo. «El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu vivificador». «El primer hombre fue de la tierra, terrenal; el segundo hombre es del cielo» (v. 45, 47).
Una cosa más. Aunque la victoria es de Dios, él nos la da a los que creemos, como está escrito: «Pero gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo».
«Por lo cual, amados hermanos míos, estad firmes, inconmovibles, abundando en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo no es vano en el Señor» (v. 57-58).
Atravesemos este valle de sombra de muerte con la luz de Cristo resucitado en nuestras almas, y tendremos la felicidad de saber que el mundo de la resurrección establecido en él permanece para siempre, y que ningún trabajo con vista a ese mundo no está perdido: Esto también permanece y se manifestará plenamente en el día de la resurrección. Esto fortalecerá nuestras almas y nuestro carácter cristiano, y nos animará a dedicarnos al servicio del Señor. La sombra de la derrota ya no se cierne sobre nosotros, porque Cristo ha resucitado y la victoria pertenece a Dios.
5 - El caso de ejemplo
Considerar la resurrección del Señor Jesús como la demostración de la victoria de Dios, lleva naturalmente a otro aspecto de la misma verdad, estrechamente relacionado con este. ¿Cuál es el significado de esta victoria? ¿Hay algo más que la demostración de la omnipotencia de Dios y la justificación personal del Señor Jesús?
De Hechos 2 se desprende que fue la justificación personal de Jesús. El gran tema del sermón de Pedro en el día de Pentecostés fue Su resurrección; 3.000 hombres quedaron con la abrumadora convicción de que Dios había intervenido en la contradicción de los dirigentes de Israel contra Jesús –entre los que construían y la piedra que rechazaban– y que la decisión del tribunal de apelación final en el Cielo era a favor de Jesús. Fue reivindicado triunfalmente. «La piedra que desecharon los edificadores, esta llegó a ser cabeza del ángulo» (Lucas 20:17).
Todos los que aman al Señor Jesús se regocijan mucho con este pensamiento; pero no debemos olvidar que su resurrección implicó mucho más que esto. Era el gran caso de ejemplo sobre el que descansaban interminables y eternas preguntas.
A veces los tribunales son el escenario de grandes batallas por un asunto aparentemente insignificante. Ambas partes hacen gala de una gran habilidad jurídica, se llama a muchos testigos, se gasta mucho dinero, se dedica un tiempo valioso, el tribunal y el público asisten a brillantes muestras de elocuencia, inteligencia y perspicacia jurídica, todo ello por un caso que, de nuevo, parece insignificante. Los no iniciados se inclinan a decir: “¡Mucho ruido y pocas nueces!”
Pero este no es el caso, están equivocados. La energía desplegada se justifica por la importancia de la oportunidad que ofrece este caso. Aunque no es extraordinario en sí mismo, representa muchos casos similares en cuanto a los principios subyacentes, y sirve como caso de ejemplo (o de jurisprudencia). Cualquiera que sea la decisión que se dicte, sentará precedentes y establecerá principios e interpretaciones de la ley que repercutirán inmediatamente en varias direcciones. Cientos, sino miles, de casos pueden ser juzgados y resueltos a través de este caso particular, que es por lo tanto de gran importancia.
La Escritura deja claro que la resurrección de Jesús tuvo este carácter. No es que sea algo insignificante en sí mismo; ahí es donde nuestra ilustración es defectuosa, por supuesto. Ningún acontecimiento ha sido tan importante, y lo es aún más porque es el gran caso de ejemplo de todos los tiempos por el que todas las cosas –incluidos nosotros– se establecen o caen. En Efesios 1:17-23 se recoge una de las magníficas oraciones que continuamente subían a Dios del corazón del gran apóstol Pablo: «Para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento pleno de él; siendo iluminados los ojos de vuestro corazón, a fin de que sepáis… cuál la excelente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, conforme a la operación de la potestad de su fuerza, que él ejerció en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su diestra en los lugares celestiales».
Aquí está claro que la resurrección se nos presenta bajo esta luz: Su resurrección es el caso de estudio, y de ella aprendemos la grandeza del poder de Dios hacia nosotros. No es de extrañar que el apóstol utilice un lenguaje tan fuerte. El poder de Dios hacia nosotros, su pueblo, es sumamente grande porque se mide según la operación del poder de su fuerza que ha operado en Cristo.
Todo esto tiene seguramente la intención del Espíritu de hacernos comprender que el poder de Dios se ejerció en un grado extraordinario en la resurrección de Jesús. Cuando se trata de la resurrección de millones de personas que compartirán la primera resurrección, no se utilizan expresiones tan fuertes, probablemente porque se trataba de casos más sencillos, no complicados por las grandes cuestiones del pecado, la muerte y el poder de Satanás, que estaban en juego en el caso de Jesús. Fue entonces cuando se libró la verdadera batalla, y todos los poderes opuestos, ya fueran humanos o satánicos, se elevaron al máximo grado y se unieron en un esfuerzo final para mantener al Salvador bajo el dominio de la muerte; entonces se levantó el poder de Dios, rechazó todos los asaltos del enemigo, confundió todo su poderío, resucitó a Cristo de entre los muertos, lo exaltó y lo sentó a su derecha, para que estuviera «por encima de todo principado, autoridad y poder» (Efe. 1:21).
¡Qué lenguaje tan majestuoso! El Espíritu de Dios se regocija evidentemente en el final triunfante del gran caso de ejemplo.
Nuestro caso mucho menor se resuelve a través del suyo. Por eso Efesios 2 comienza con «y vosotros». Retomando el hilo de la discusión, dice así: «La operación de la potestad de su fuerza, que él ejerció en Cristo, resucitándolo de entre los muertos… Y vosotros, estando muertos en vuestros delitos y pecados». La controversia ha sido resuelta en Cristo, y cuando el poder de Dios actúa en nosotros, lo hace en perfecta concordancia: somos salvados, resucitados y sentados en los lugares celestiales en Él (Efe. 2:5-6). Además, su resurrección no solo tiene una relación espiritual con nosotros ahora, sino que también es la promesa segura de la resurrección real de todos los que son suyos, en su venida. Esto está claramente establecido así: «Pero ahora Cristo ha sido resucitado de entre los muertos, primicias de los que durmieron… las primicias, Cristo; después los que son de Cristo, a su venida» (1 Cor. 15:20-23).
A la larga, la muerte no puede tener más dominio sobre nosotros que el que tuvo sobre él. Una vez que esto queda claro, la habitual frase “con la esperanza segura y cierta de una resurrección gloriosa” –tan citada en las tumbas de los creyentes– se ilumina con un significado más pleno que nunca. Nuestra esperanza es segura y cierta, no solo porque la Palabra de Dios nos lo dice (aunque eso es suficiente), sino también porque tenemos en Cristo resucitado la promesa permanente de esa esperanza para nuestras almas. Por eso Pablo pudo decir: «Sabiendo que el que resucitó al Señor Jesús, también nos resucitará a nosotros con Jesús, y nos presentará con vosotros» (2 Cor. 4:14).
Para elevarnos, solo hace falta una palabra, una palabra de poder. «Viene la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz, y saldrán» (Juan 5:28-29).
Esto es lo que hizo que los saduceos se opusieran tan ferozmente a los apóstoles, como se recoge en el libro de los Hechos. Los fariseos, por otra parte, fueron los grandes opositores del Señor Jesús mientras estaba vivo, pues, siendo él mismo la verdad, ponía en evidencia su hipocresía a cada paso; pero tan pronto como se fue y el testimonio apostólico de su resurrección se convirtió en lo importante, los saduceos se volvieron activos. «Los sacerdotes, el capitán de la guardia del templo y los saduceos, irritados de que enseñaran al pueblo y anunciaran en nombre de Jesús la resurrección de entre los muertos» (Hec. 4:1-2).
Estos ardientes defensores de la teoría de la “no resurrección” eran muy conscientes de que la resurrección de Jesús destruía toda su posición. Si hubiera sido un hecho aislado o accidental, podrían haberlo ignorado, o decir que era la excepción que confirma la regla de la inexistencia de la resurrección, pero no fue así. «En Jesús» se estableció en principio la resurrección de los muertos, por lo que hicieron todo lo posible para silenciar a los predicadores y sofocar su testimonio.
Gracias a Dios este testimonio no ha sido suprimido y nunca lo será. ¿Quién puede estimar realmente su valor práctico para consolar y fortalecer a los creyentes? Pedro pudo decir: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su gran misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (1 Pe. 1:3).
Es posible que no comprendamos el dolor que debió llenar el corazón de los que amaban al Señor cuando lo vieron morir. No solo puso fin a su afecto personal por él, sino que destruyó de un plumazo todas sus esperanzas en él como el Mesías enviado por el cielo. Podemos hacernos una idea de esto considerando el estado de ánimo y la actitud de los dos discípulos en el camino de Emaús (Lucas 24). La esperanza estaba muerta en sus corazones.
Pero el Resucitado se les reveló. ¡Qué cambio! Fueron renacidos «para una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos». Era como si nacieran en un mundo nuevo de nuevas esperanzas, de esperanzas vivas, pues todas estaban centradas en Aquel que estaba vivo y que, en la vida de resurrección, no volvería a morir. La alabanza y la bendición bien podrían surgir del corazón del apóstol hacia Dios.
Es bueno que hayamos tenido esa experiencia y hayamos aprendido a centrar nuestras esperanzas y expectativas en el Resucitado. Cuando todo parecía perdido fue cuando realmente se ganó todo. A nosotros, que creemos por gracia, nos queda velar y esperar tranquilamente que el poder, que se ejerció plenamente en el gran caso del ejemplo, se ejerza sobre nosotros, elevándonos para siempre más allá del alcance de la muerte y del sepulcro, y coronando nuestras esperanzas con la gloria de Dios.
6 - El ejemplo para los creyentes
Teniendo en cuenta que la resurrección del Señor Jesús es el gran caso de ejemplo que ha resuelto todo lo que nos concierne, percibiremos fácilmente que, puesto que él es nuestro gran Representante, su lugar y posición ante Dios es, por lo tanto, el nuestro, ya sea en cuanto a nuestra resurrección real por venir, o en cuanto a nuestras almas en el tiempo presente de la fe.
Esto, de hecho, está explícitamente declarado en las Escrituras. «En quien también fuisteis resucitados» (Col. 2:12) nos da en dos palabras el nuevo lugar o estatus del creyente en la tierra a la espera de la transmutación o de la resurrección real en el día de la resurrección; y Romanos 8:11 enseña claramente que su resurrección es el modelo para nosotros: «El que resucitó a Cristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales, por medio de su Espíritu que habita en vosotros».
Intentemos comprender este aspecto de este vasto tema.
Su resurrección se considera el modelo de la nuestra en varios aspectos.
1. En cuanto a su poder. El Espíritu Santo que mora en el creyente es ese poder (véase Rom. 8:11).
2. En cuanto a la forma. Fue resucitado de entre los muertos como las primicias. También nosotros resucitaremos, no como primicias, sino de entre los muertos, como él. La primera resurrección, la de los santos, no tocará a la multitud de los que murieron en sus pecados. Permanecerán en las garras de la muerte, mientras que los santos saldrán a la luz (véase Apoc. 20:5).
3. En cuanto a su carácter. Hay una notable diferencia entre la resurrección de Lázaro y la del Señor Jesús, por ejemplo. Lázaro resucitó para vivir un poco más en las condiciones ordinarias de la vida de este mundo. Una vez resucitado, vivió entre los hombres como antes (Juan 12:2). Por eso Jesús ordenó que se quitara la piedra del sepulcro antes de que se le diera vida (Juan 11:39-41), pues Lázaro resucitó en un cuerpo natural, sujeto a las limitaciones terrenales, adaptado a la tierra y no al cielo.
La resurrección del Señor Jesús lo transportó, como Hombre, a una esfera y un orden de vida totalmente nuevos. Si un ángel bajó del cielo y removió la piedra de su tumba, fue para que sus discípulos vieran y creyeran, y no dudaran de su resurrección (Juan 20:8); las primeras palabras del ángel fueron: «No está aquí, sino que ha resucitado» (Lucas 24:6). No fue necesario hacer rodar la piedra para que Jesús saliera, como lo demostró claramente esa noche (véase Juan 20:19). Había resucitado de entre los muertos, revestido de un cuerpo espiritual, adaptado a la esfera celestial de la resurrección en la que acababa de entrar, y la gran piedra no presentaba más obstáculo por la mañana que la puerta cerrada por la tarde.
La resurrección de los santos tendrá el mismo carácter que la de su Señor. Lázaro evidentemente murió de nuevo, o todavía estaría en la tierra; pero «Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él» (Rom. 6:9); y de los santos se dice: «Los que serán tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo venidero y la resurrección de entre los muertos no se casan, ni se dan en matrimonio; ni pueden ya morir» (Lucas 20:35-36).
Es importante reconocer plenamente que la resurrección implica nuestra entrada en un orden de vida totalmente nuevo, en condiciones nuevas y con cuerpos cambiados. Todos hemos llevado la imagen del hombre terrenal –Adán; llevaremos la imagen del hombre celestial –Cristo. Y como la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción; en el gran día del triunfo de Dios sobre el último enemigo, los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros, los vivos, seremos transformados (véase 1 Cor. 15:48-54).
Cuando el Señor venga, el cambio que será necesario en el caso de los santos vivos tendrá su contrapartida en la resurrección de los muertos. Ambas categorías alcanzarán el mismo objetivo: un cuerpo de gloria como el de Cristo (Fil. 3:21), aunque lográndolo de una manera ligeramente diferente.
En este sentido, es imposible separar la resurrección de Cristo de su ascensión y glorificación en el cielo. En él, resucitado y glorificado, se expresa todo el pensamiento de Dios para los santos del período de la Iglesia. Debemos, por supuesto, hacer la reserva de que él tiene la preeminencia en esto como en todos los demás asuntos. Está glorificado a la derecha de Dios. Conoceremos la plenitud del gozo que habita en la presencia de Dios, pero hay: «Delicias a tu diestra para siempre» que serán la porción exclusiva del Salvador (comp. Sal. 16:11 y Hebr. 1:9). Le cedemos con gusto este lugar especial, rindiendo homenaje eterno a su bendito Nombre.
Sin dejar de reconocerlo, podemos verdaderamente decir, mirando con fe a Jesús resucitado y glorificado: “Su lugar es el modelo del nuestro”. «Como él es, así somos nosotros en este mundo» (1 Juan 4:17), en cuanto al amor al que somos introducidos, a nuestra posición ante Dios y al juicio; y lo que él es, así seremos nosotros en cuanto a nuestros cuerpos en el día de la resurrección. «Aún no se ha sido manifestado lo que seremos. Pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Juan 3:2).
Todos los que verdaderamente aman a Cristo se gozarán de toda esta gloria futura, pero no debemos ignorar lo que su resurrección implica sobre nuestro estado actual. Pero esto merece un capítulo aparte.
7 - Su alcance y aplicación actuales
La Epístola a los Colosenses trata de los privilegios y responsabilidades de los cristianos que aún están en la tierra. Somos «resucitados mediante la fe en la operación de Dios que le resucitó de entre los muertos» (Col. 2:12). En su resurrección, la fe ya ve la nuestra en asociación con él. En la medida en que estamos circuncidados, por la «circuncisión de Cristo» (Col. 2:11), hemos perdido el anterior estatus o posición que teníamos ante Dios como hombres en la carne ligados a Adán. Al ser «resucitados con Cristo» hemos obtenido por gracia un nuevo estatus en relación con él, muy diferente del antiguo; el alcance y el carácter de esta nueva posición se expresa en él como el Resucitado.
Durante los 40 días entre la resurrección y la ascensión del Señor Jesús, su posición fue especial. No había dejado la tierra por el cielo; estaba presente corporalmente; pero no era ni de la tierra ni del gran sistema del mundo que lo había crucificado, y que dominaba la tierra teniéndola bajo su dominio, como lo hace hoy. Nunca fue del mundo; aunque había estado en la tierra y vivido en entornos y relaciones terrenales, siempre había sido un hombre celestial; pero estos lazos terrenales se rompían ahora. María, Su madre según la carne, fue entregada al cuidado de Juan (Juan 19:26-27); a María Magdalena no se le permitió tocarlo como Aquel en quien se centraban las esperanzas terrenales (Juan 20:17). Ya no era conocido en la carne (2 Cor. 5:16). La lista de apariciones que hizo durante esos 40 días, registrada en 1 Corintios 15:5-8 y en otros lugares, no menciona que haya sido visto por el mundo o por gente del mundo, sino solo por los suyos. Era realmente “de otro mundo”. Sus intereses no estaban en la tierra, sino de aquel otro mundo; todas las conversaciones que mantuvo con sus discípulos durante este periodo fueron sobre «el reino de Dios» (Hec. 1:3).
Hemos «resucitado con él», pero seguimos en la tierra. Seguimos caminando en el viejo marco, sujetos a circunstancias adversas. Todavía estamos en nuestra condición natural, con cuerpos mortales y corruptibles, pero nuestras almas han sido vivificadas en la vida de Cristo resucitado, y podemos entrar en espíritu en la nueva esfera donde Cristo está realmente. En sentido estricto, el cristiano es un hombre cuyos pensamientos, intereses y afectos están fuera de la vanidad de este mundo y elevados por encima del reino de las cosas terrenales. Su burguesía está en el cielo (Fil. 3:20).
Con esta verdad ante nosotros, examinemos el estado actual de las cosas en la Iglesia. ¡Qué aspecto tan lúgubre! Muchos maestros y predicadores cristianos parecen intentar rebajar el cristianismo a un nivel terrenal, cortar todas las ramas que llegan al cielo, suavizar –si no falsear– su verdad, para que sea aceptable para el hombre no regenerado, ajeno al nuevo nacimiento. El Salvador ha podido decir: «En verdad, en verdad te digo: A menos que el hombre nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios» (Juan 3:3), pero ellos organizan sus enseñanzas para que se pueda “ver” sin este cambio crucial.
El resultado es igualmente lamentable. Multitudes, engañadas por estas enseñanzas, se revuelcan en el mundo y en sus pecados, esperando vagamente que todo vaya bien y que llegue un mundo mejor, donde serán perfectamente felices sin Dios y sin Cristo. El hombre (que escriben en mayúsculas), el mundo y la tierra son el centro y los límites de su religión.
¿Pero qué pasa con los verdaderos cristianos? Por desgracia, esta levadura se ha extendido. Una vez puesta en las tres medidas de harina, fermentó (véase Mat. 8:33). Ninguno de nosotros está totalmente libre de ella. En nuestros pensamientos y formas de hacer las cosas, pasamos muy fácilmente del nivel celestial al terrenal.
Incluso entre los verdaderos creyentes, es común pensar que la misión del cristiano es mejorar y, si es posible, convertir al mundo, por lo que se comprometen, a menudo con gran fervor, en todo tipo de proyectos para el mejoramiento de la humanidad, y en la controversia política, para promover la causa que consideran justa.
Si pudiéramos apartarles por un momento de sus ocupaciones, pedirles que se tomen un tiempo para contemplar por la fe al Resucitado al que llaman Salvador y Señor, y decirles al oído: “Habéis resucitado con Él”, ¿qué dirían?
Algunos casi gritarían: “¡Esto no es práctico!” Retomando las palabras de los hermanos de José: «¡He aquí viene el soñador!» (Gén. 37:19), nos acusarían de desviar su atención de las obras de caridad y del civismo hacia ideas teóricas que nadie entiende realmente.
Otros admitirían esta verdad, porque se encuentra en la Escritura que aceptan, pero nos dirían que es una hermosa teoría para contemplar y admirar que no está destinada a ser puesta en práctica e impregnar nuestra vida cotidiana.
Colosenses 3 y 4 dan una respuesta completa a estas preguntas. En Colosenses 2 somos resucitados, y Colosenses 3 comienza con «Si, pues, fuisteis resucitados con Cristo». Es el «si» argumentativo que introduce las consecuencias que se derivan de un hecho. Como resucitados con Cristo, se nos invita a buscar «las cosas de arriba» y a pensar «en las cosas de arriba, no en las de la tierra».
Es digno de mención que, incluso mientras estuvo en la tierra, el Señor Jesús se negó a preocuparse o intervenir en las desigualdades sociales de los hombres (véase Lucas 12:13-15) y en sus asuntos políticos (véase Lucas 20:20-26). Como resucitado, está completamente separado del curso de este mundo: “Escondido en Dios”. Como resucitados con él, nuestra vida está «escondida con Cristo en Dios», y nuestra actitud ante estos asuntos debe ser la misma que la suya.
Que nadie diga que hablar así es apagar la simpatía cristiana y el celo por evangelizar; no es así. Nada que sea de Dios es apagado con la luz de la verdad. De hecho, captar el pensamiento de Dios es un incentivo para hacer el bien, evitando la agitación y la pérdida de un tiempo precioso.
Leed Colosenses 3 y 4, y observad qué tipo de vida vive en la tierra quien ha sido resucitado con Cristo y cuya mente está fijada en las cosas de arriba.
En primer lugar, se caracteriza por una gran santidad personal (Col. 3:5-12). Mortifica sus miembros en la tierra –se mencionan formas groseras de maldad; pero el hombre resucitado, siendo un hombre nuevo, en su naturaleza, se despoja de muchas cosas que rara vez se consideran pecaminosas entre los hombres y reviste los caracteres que marcaron al Señor.
Sus relaciones, con los creyentes, es de orden celestial (Col. 3:13-17). Las interminables divisiones y peleas del cristianismo provienen directamente del hecho de que nuestras almas no han captado esta verdad.
Tiene al Señor delante en todas las relaciones de la vida (Col. 3:18-4:1). No es un fanático. Lleva una vida tranquila y cumple con sus responsabilidades mejor de lo que lo haría de otro modo. Se mencionan las relaciones domésticas –esposas, maridos, hijos, padres– y las profesionales –siervos y amos–, pero no se dice nada sobre otras relaciones; no se dice nada sobre cómo comportarse en la gestión de los asuntos del mundo, ni sobre cómo involucrarse en la política. El silencio de la Escritura lo dice todo. Simplemente no supone que el resucitado se ponga en ninguna de estas situaciones. Aunque está en este mundo, es un peregrino y un extranjero en él y no se mete en las cosas del mundo.
Pero, aunque sea así, tiene celo, mediante la oración y la predicación, para proclamar la verdad y el evangelio de la gracia, a fin de salvar a los hombres del mundo, por una parte, y establecerlos en la verdad, por otra (Col. 4:2-6). ¿La verdad de haber «resucitado con Cristo» relaja nuestro celo en el evangelio? No. Para sacar a la gente del mundo y mostrarles la gracia de Dios se necesita un hombre cuyo corazón ya está fuera del mundo.
Estos son algunos de los resultados de la aceptación práctica de esta gran verdad. ¿Quién no desearía entrar un poco más en el poder y la bendición de la misma? Para ello debemos apartar los ojos de nosotros mismos, contemplar a Cristo y apoderarnos de nuestro nuevo lugar como resucitados.
8 - El verdadero comienzo
La Escritura habla de más de un comienzo. Sus primeras palabras nos remiten al principio de todo lo creado: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gén. 1:1). El primer versículo del Evangelio según Juan nos lleva aún más atrás. «En el principio era el Verbo»; él existía antes del comienzo de la creación. Vuelve al punto más lejano que puede llamarse «principio»: Él estaba allí.
En la Primera Epístola de Juan dice: «Lo que era desde el principio». Este es el comienzo de la manifestación de la vida eterna en la persona de Cristo en este mundo; nos remite a su encarnación.
En Mateo 19:4-8, el Señor Jesús habla de un «principio», refiriéndose claramente no al verdadero principio de Génesis 1:1, sino a la creación del hombre y la mujer, descrita al final de Génesis 2, y a la asignación de sus respectivos lugares el uno al otro y a la creación que estaba subordinada a ellos.
Adán es «tipo del que iba a venir» (Rom. 5:14); su sueño profundo y su despertar, del que sale la mujer, es un tipo de la muerte y resurrección de Cristo, del que la Iglesia es su Cuerpo y Esposa. Como resucitado, él es el principio.
«Él es la cabeza del cuerpo, de la iglesia, él es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo él tenga la preeminencia» (Col. 1:18). La gloriosa cabeza del Cuerpo es el centro. Lo encontramos aquí como el Hombre resucitado. Él es «el primogénito de entre los muertos» y, como tal, «el principio». Todo lo que forma parte de esta nueva creación encuentra su origen y toma su carácter de él.
En cada área, ya sea la creación en el versículo 16 o la redención en el versículo 18, él está absolutamente solo. Él tiene el primer lugar en todas las cosas.
Pero el gran hecho que nos interesa ahora es que Cristo resucitado es el comienzo del vasto sistema de la nueva creación, así como su muerte puso los cimientos.
Efesios 3:15 indica que en el día venidero habrá muchas «familias», muchos círculos de relaciones y privilegios, algunos celestiales y otros terrenales, «el Padre, de quien toda familia en los cielos y en la tierra es nombrada».
En la misma línea, el propio Señor dijo: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas… Voy a prepararos un lugar» (Juan 14:2).
Hebreos 12:22-24 ofrece una visión general de algunas de estas diferentes familias. Se menciona la Jerusalén celestial, los ángeles, la asamblea de los primogénitos y los espíritus de los justos consumados. Apocalipsis 21 y 22 descorren el velo para mostrarnos detalles de esa creación de la que Cristo es el principio, en la resurrección. Es interesante observar que en estos dos capítulos escuchamos dos veces: «Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin» (21:6 y 22:13), y en ambos casos el que habla es nuestro Señor Jesucristo. En la visión de Juan es él quien se sienta en el trono y hace nuevas todas las cosas (21:5), y es él quien viene, su recompensa consigo (22:12).
En el primer caso, el escenario es el propósito soberano de Dios. El fin de los días del hombre ha llegado. El desenfreno de las naciones, las vanas imaginaciones de los reyes de la tierra, se apagan con el juicio. El mal es tratado en su origen, Satanás, y en sus manifestaciones, por la autodestrucción de los hijos de los hombres. Los últimos enemigos –la muerte y el hades– son destruidos. Entonces se cumplen los pensamientos eternos de Dios. Hay un cielo nuevo y una tierra nueva. La Iglesia, como esposa de Cristo –la ciudad santa, la nueva Jerusalén– es puesta en el lugar que le corresponde; en la nueva tierra, los hombres tienen su lugar y comparten con Dios. Todas las consecuencias del pecado han desaparecido. Las cosas anteriores han desaparecido, y la nueva creación de Dios se lanza sobre un océano infinito de vida, luz y amor, donde él mismo es todo en todo.
Pero en el centro se encuentra Aquel que es “bien conocido” por la gracia. Es él quien, con su poder soberano, realiza las primeras cosas y dice: «Cumplido está». Él es el gran fin de todas las cosas. También es el principio. Es como si condujera todos los ojos llenos de la gloria de esta nueva creación hacia atrás, a través de las diversas edades de los siglos pasados, hasta el momento en que salió de la tumba cerca del Gólgota, como el Hombre resucitado, y dijo: “El principio está aquí. Es en este Hombre y en su resurrección de entre los muertos donde reside la gloria de ese día eterno”.
En el segundo caso, el marco es nuestra responsabilidad. Vuelve a insistir en la inminencia de su venida, y esta vez tiene que ver más con la responsabilidad de sus siervos que con los afectos de su esposa que le llevan a decir: «¡Ven!». Dice: «Mi galardón está conmigo, para recompensar a cada uno según es su obra». Es en este sentido que él se presenta de nuevo como el Alfa y la Omega, el principio y el fin. El trabajo de cada uno estará muy marcado por el grado de reconocimiento de este gran hecho. El servicio será tanto más agradable a Dios si Cristo es a la vez el fin y el principio, tomando de él su surgimiento y su fuente.
El valor y la importancia de esta verdad no pueden ser sobreestimados, especialmente cuando consideramos el estado actual de la cristiandad. Hay una gran indiferencia hacia Cristo, aunque en todas partes hay personas que aman y veneran su nombre. En muchos sectores se tolera cualquier doctrina, con tal de que el hombre sea intelectual y culto y su denominación sea influyente y brillante. Los hombres se llaman a sí mismos siervos de Cristo y, sin embargo, no predican casi nada más que las viejas filosofías paganas utilizando una fraseología cristiana; y lo hacen impunemente.
Considerando que las siete iglesias de Apocalipsis 2 y 3 son un esbozo profético de la historia de la Iglesia profesa en la tierra, evidentemente hemos llegado a la etapa de Laodicea donde se describen con precisión estos caracteres: exteriormente, «rico» que de nada tienen «necesidad»; en realidad, «desdichado, miserable, pobre, ciegos y desnudo»; porque ni fríos ni calientes, sino tibios hacia Cristo.
Es al ángel de la iglesia en Laodicea al que el Señor se presenta como «el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios» (3:14). Esto es muy significativo, y en pocas palabras nos da el antídoto contra el veneno que actúa. Anotemos bien.
La doctrina de Laodicea tiene al hombre como su principio –si es que no se remonta al simio– y ciertamente tiene al hombre, al hombre divinizado, como su fin; y si se menciona a Cristo, es solo para usarlo como ejemplo para estimular y ayudar al hombre en su esfuerzo por mejorarse a sí mismo.
Por el contrario, la verdad revelada en las Escrituras declara que el hombre está perdido porque está irremediablemente contaminado y corrompido por el pecado. Presenta la cruz de Cristo como el medio por el cual los pecados fueron expiados, y por el cual el hombre –un pecador corrupto– fue tratado judicialmente y crucificado en la muerte de Aquel que tomó el lugar y el estado del hombre ante Dios. Presenta a Cristo en resurrección como el principio de todas estas cosas resumidas en la frase «la creación de Dios». Tan pronto como la verdad toma posesión del corazón, la complacencia de Laodicea es destruida. ¡Que podamos conocer el poder protector de esta verdad!
Un punto más. Además de este poder protector y de su importancia en vista de la incipiente apostasía, esta verdad confiere al alma una bendición en el sentido de que tiene “los mismos pensamientos de Dios”, y mira las cosas desde Su punto de vista.
El hombre no convertido es una criatura intrínsecamente egoísta; sus pensamientos nunca se elevan por encima de su limitadísimo horizonte. Incluso cuando nos convertimos, es natural que nos detengamos mucho en nosotros mismos, en nuestro perdón, nuestra liberación, nuestra bendición, y el punto de partida desde el que contamos todo es la hora de nuestra propia conversión: ese es nuestro día “D”. No condenamos todo esto totalmente. El momento en que, volviéndonos a Dios, aprendimos el valor de la preciosa sangre de Cristo para ponernos a salvo es, en efecto, un comienzo. Israel en Egipto lo prefigura en tipo. Cuando todo primogénito era herido e Israel era protegido por la sangre del cordero pascual, Jehová dijo: «Este mes os será principio de los meses; para vosotros será éste el primero en los meses del año» (Éx. 12:2). Es bueno reconocer que todos los días anteriores al día en que nos volvimos hacia Dios están perdidos. Hasta ese día, nunca tuvimos un comienzo. Pero entonces, este es nuestro comienzo: fíjese en las palabras «para vosotros». Habiendo pasado por nuestro comienzo, avanzamos y comenzamos a aprender las cosas como Dios las ve.
Si no progresamos en las cosas de Dios, retrocedemos y nos volvemos egoístas, incluso como cristianos, lo cual es deplorable, porque conduce a la infelicidad y a la falta de espiritualidad. Somos, pues, como los antiguos astrónomos que elaboraron muchas teorías contradictorias para explicar los movimientos de los cuerpos celestes, ninguna de las cuales era muy satisfactoria; solo cuando, rompiendo con las tradiciones de los antiguos, se descubrió que no era nuestra tierra, sino el sol el centro del sistema, y alrededor del cual giraban los planetas, que todo se explicó; y fue entonces cuando lo que parecía complejo y caótico se vio como simple y armonioso.
¿Quién puede decir qué bendición es salir de la propia pequeñez y considerar la inmensidad de los pensamientos de Dios? Debemos mirar las cosas, no con el ojo de la oruga cuyo horizonte está limitado por la hoja verde de la que se alimenta, sino con el ojo del águila que se eleva al azul más allá de las cimas de las montañas. Podemos hacerlo tomando a Cristo resucitado como nuestro principio y centro. Todo pensamiento de Dios en relación con él es eterno y encontrará su plena realización en el día de la gloria venidera.
Así hemos esbozado –aunque imperfectamente– parte de la riqueza del significado espiritual que debió llegar a los oídos del cielo cuando, al amanecer de aquel día inolvidable, el ángel dijo: «No está aquí; pues resucitó, así como os dijo» (Mat. 28:6).
"¡No está aquí! Nuestros problemas han acabado para siempre;
Del grito del vencedor, el cielo retumbó.
Todo el cielo se alegra, porque nunca más
La criatura sufrirá de la serpiente la mordedura.
Las llaves de la muerte y del hades están en las manos
De Aquel que, del enemigo, liberó mi alma,
Con gran alegría mi alma exulta:
«¡No está aquí! «¡Verdaderamente resucitó el Señor!»