Hombres malos, mujercillas y el hombre de Dios


person Autor: Frank Binford HOLE 119


(Extraído de la publicación «Scripture Truth, vol. 14, 1922, página 210.)

El único pasaje de la Escritura que trata de manera directa con los postreros días de la estadía de la Iglesia en la tierra es 2 Timoteo 3:1 al 4:5. Nosotros obtenemos en otra parte predicciones concernientes a los «últimos tiempos» (1 Tim. 4:1), y también en cuanto a lo que sucederá después de que la Iglesia sea arrebatada, como 2 Tesalonicenses 2. El primero de estos dos pasajes, no obstante, trata con un tiempo un poco antes de «los últimos días» de 2 Timoteo 3:1, y el último pasaje con un tiempo justo después de esos mismos días mencionados en 2 Timoteo 3:1.

Creemos que estos «últimos días» ya nos han alcanzado y, por consiguiente, la Escritura que hemos indicado tiene un tono muy urgente para nosotros. De ahí que llamemos a poner atención a ella en estas páginas. Pedimos que el pasaje de 2 Timoteo 3:1 al 4:5 sea leído cuidadosamente.

El apóstol, notamos, fija su mirada profética sobre la esfera de la profesión religiosa de los postreros días, y no sobre la condición del mundo como tal. La esfera donde el nombre de Cristo es reconocido y se profesa la religión cristiana, está delante de él, y dentro de ella él discierne tres clases:

  1. «Los hombres malos» (2 Tim. 3:13).
  2. «Mujercillas» (2 Tim. 3:6).
  3. «El hombre de Dios» (2 Tim. 3:17).

Hemos colocado a los «malos hombres» en primer lugar, porque sus rasgos están descritos plenamente en los versículos iniciales del capítulo, aunque las palabras textuales (malos hombres) no aparecen hasta el versículo 13. «Los hombres malos y los impostores» que «irán de mal en peor, engañando, y siendo engañados» (2 Tim. 3:13) son aquellos que resisten la verdad a la manera de Janes y Jambres (2 Tim. 3:8), ellos llevan cautivas a las «mujercillas» (2 Tim. 3:6), y «de estos apártate» –es decir, ellos son la índole de persona descrita tan plenamente en 2 Timoteo 3:2-5. Esos terribles versículos nos presentan un retrato del estado general de los que profesan el cristianismo en los postreros días, como se deduce del versículo 5: «teniendo apariencia de piedad, pero negando el poder de ella; de estos apártate», el cual muestra que todos los males de los versículos 2, 3, y 4 se cubren con un manto, con una «apariencia de piedad», aunque, obviamente, el poder de la piedad está totalmente ausente –mejor dicho, este poder es negado.

Para que la importancia de estos versículos pueda hacerse más plenamente evidente para nosotros, citamos estos versículos: «Porque los hombres serán egoístas, avaros, jactanciosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a sus padres, ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores, incontinentes, crueles, aborrecedores del bien, traidores, impetuosos, presuntuosos, amigos de placeres más bien que amigos de Dios; teniendo apariencia de piedad, pero negando el poder de ella; de estos apártate» (3:2-5).

Varios rasgos de este terrible retrato son muy significativos. El «yo» está en primer lugar. «Dios» viene el último, y aun entonces Él es mencionado solo para ser excluido. ¿Acaso esto no habla por sí solo? Las raíces de esto se remontan a algo tan lejano como el huerto del Edén. El pecado de Adán fue virtualmente este, que él estableció el yo como su objeto y excluyó a Dios desechándole la lealtad.

Después del «yo» viene el «dinero». Aquellos que son amadores del yo, son siempre amadores del dinero, dado que el dinero es el medio casi universal de intercambio mediante el cual se obtienen todas las cosas materiales que satisfacen las necesidades del yo.

A continuación, además, hay quince descripciones, la mayoría de las cuales, sino todas, son variadas manifestaciones de la carne que tienen como base los dos principales caracteres de esta: corrupción y violencia (véase Gén. 6:11), hoy también podemos llamarlos: egoísmo y orgullo, por ejemplo:

«Egoístas» –excesivo amor a sí mismos, que atienden desmedidamente al propio interés.

«Avaros» –afán desmedido de poseer y adquirir riquezas para atesorarlas.

«Jactanciosos» –haciendo gala de la supuesta destreza del yo.

«Soberbios» –llenos de un sentido exagerado de la importancia del yo.

«Blasfemos» –prestos para maldecir o vituperar a los demás para que el yo se pueda elevar con más efectividad.

«Desobedientes a sus padres» –sin ninguna consideración por sus genitores.

«Ingratos» –desagradecimiento, olvido o desprecio de los beneficios recibidos, sin reconocimiento.

«Impíos» –el yo levantándose en su poder imaginario y minimizando a Dios, –y podríamos continuar así hasta el final de la lista.

En último lugar en la lista viene la descripción «amigos de placeres más bien que amigos de Dios». Si el yo es el gran objeto, y el dinero es apreciado como aquello que coloca al yo en condiciones de gratificarse, el placer en sus muchas formas es aquello que gratifica, y es amado consecuentemente.

En una palabra, el retrato completo que nos es presentado es uno de una autoafirmación feroz, agresiva, desenfadada, hasta un punto donde Dios es excluido completamente, aunque la forma de piedad exterior es aún retenida para guardar la apariencia.

La manera extraordinaria en que la descripción encaja en la época actual es bastante evidente. Una gran palabra en los círculos educacionales, y en otros círculos similares, es la ¡«expresión propia»! La educación, se nos dice, consiste en hacer salir de los jóvenes aquello que está en ellos; se les debe enseñar a expresarse. En efecto, se insiste acerca del derecho de cada individuo a la expresión propia. Las ideas educacionales, ahora irremediablemente anticuadas, podrían reconocer que estaba latente en el niño mucho de aquello que necesitaba represión como aquello que necesitaba expresión, si no más. Las teorías modernas, negando la caída del hombre, niegan también, o a lo menos ignoran, los desagradables hechos de la naturaleza humana caída, y de ahí que la represión sea descartada, y que la expresión propia esté muy de moda.

En 2 Timoteo 3:2-5 tenemos, entonces, solamente a la naturaleza humana plenamente expresada con un manto de hipocresía superpuesta.

Pero, aunque la descripción presentada cubre de manera general a los profesos religiosos de los postreros días, allí, de la masa general, procede una clase especial de engañadores. «Entre ellos hay quienes se introducen en las casas y cautivan a mujercillas» (2 Tim. 3:6). «De la manera que Janes y Jambres se opusieron a Moisés, así también estos se oponen a la verdad; hombres corruptos de entendimiento, réprobos en cuanto a la fe» (2 Tim. 3:8). «Pero los hombres malos y los impostores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados» (2 Tim. 3:13). Estos tres versículos juntos nos presentan un retrato completo del carácter de los «hombres malos».

Ellos son, en primer lugar y, ante todo, enérgicos agentes activos de los poderes de las tinieblas. Son seductores, y en efecto, seducen engañando, sin embargo, ellos mismos se engañan. Ellos mantienen una cierta profesión cristiana externa y, con todo, son dominados y engañados completamente por las fuerzas espirituales del mal al cual ellos sirven. Sus mentes están corrompidas, de ahí que sus métodos sean torcidos. Ellos se meten en las casas para llevar a cabo su nefasta obra en lugar de entrar erguidos por la puerta principal. Juzgados por «la fe» ellos son reprobados o «hallados sin valor», y en cuanto a «la verdad», ellos la resisten.

Este último punto parece ser el rasgo característico de ellos. Ellos resisten a la verdad, de la misma manera en que dos magos egipcios resistieron a Moisés. La verdad es el gran estándar por medio del cual todo es juzgado. La verdad es el gran objeto de los asaltos del adversario a quien estos malos hombres sirven, aunque quizás, ellos no estén tan directa y palpablemente bajo su influencia como lo estaban los magos egipcios de antaño.

Es digno de notar que nada inmoral o exteriormente abominable se esgrime contra estos hombres, como por ejemplo se esgrime contra aquellos a quienes Judas escribe. El mal que los caracteriza es de una clase más refinada y más sutil –se trata del mal en la región del alma y el espíritu más que en el cuerpo.

Hombres de esta clase están muy en evidencia actualmente. El yo constituye su pequeño mundo. Ellos aborrecen y resisten a la verdad, y corrompen y capturan (o, llevan cautivas) a las almas. No necesitamos mencionar varios nombres bajo los cuales ellos trabajan. Ellos adoptan una variedad de estándares, y tienen diferentes lemas de grupo, pero son, esencialmente, uno. ¡Que todos nosotros podamos estar plenamente advertidos contra ellos!

Las víctimas de las enseñanzas engañosas de estos malos hombres, que son, de este modo, llevadas cautivas por ellos, son designadas como «mujercillas». El término femenino «mujer» es utilizado, nos parece, con un significado moral, es decir, la palabra «mujercillas» describe una clase de personas, y no exactamente el sexo femenino como tal. El Antiguo Testamento nos proporciona con un pasaje similar en Proverbios 2:10-22. Encontramos allí advertencias contra «el hombre malo» («Para librarte del mal camino, de los hombres que hablan perversidades», Prov. 2:12) y también contra «la mujer extraña» (Prov. 2:16). Es obvio que hay allí un significado sencillo y literal. Es igualmente claro que las dos expresiones personifican el mal en sus dos rasgos principales: violencia, por una parte, y corrupción, por la otra. Aquí por igual; aunque es verdad que, en lo medular, el jactarse y la propagación activa de engaños seductores caracterizan más a los hombres que a las mujeres, y una cierta superficialidad necia e incapacidad de alcanzar convicciones estables caracterizan más a las mujeres que a los hombres, no obstante, se pueden encontrar abundantes excepciones a la regla general. De ahí que pensemos que tal como «malos hombres» en el pasaje ante nosotros indica una clase en la cual se pueden encontrar ocasionalmente mujeres, de igual manera «mujercillas» indica otra clase en la cual se puede encontrar a no pocos hombres.

El rasgo característico de las «mujercillas» es que ellas «siempre están aprendiendo, sin poder llegar al pleno conocimiento de la verdad» (2 Tim. 3:7). Siempre inquiriendo, siempre abiertas a recibir novedades y, sin embargo, no alcanzando jamás un estado estable de convicción acerca de cualquier cosa. El perpetuo clamor de ellas es: “¿Qué es la verdad?”. El motivo de esta singular incapacidad de alcanzar un conocimiento claro nos es expuesto en las palabras «cargadas de pecados, que se dejan arrastrar por diversas concupiscencias» (2 Tim. 3:6). Cuando la vida está cargada de pecados, de variados y conflictivos deseos y pasiones, hacen del corazón un campo de batalla, ninguna convicción alcanzada divinamente es posible.

Aquí hay otra prueba de lo que siempre se ha afirmado, a saber, que el origen de todo problema mental e intelectual, de todo escepticismo, incertidumbre e indecisión es mucho más frecuentemente hallado en el corazón que en la mente. La dificultad es mucho más de una naturaleza moral que de una naturaleza intelectual. Y, ¡oh!, con qué frecuencia se ha de encontrar uno actualmente con las «mujercillas». ¡Cuántos instruidos profesos están desviando sus energías para producir justamente este tipo! Nuestros antecesores eran hombres de creencias firmes y convicciones agudas, independientemente que estas hayan sido correctas o equivocadas, y ellos dieron y recibieron fuertes golpes en el conflicto generado. Actualmente, toda esa vulgaridad chillona es condenada y esquivada, y la cosa que está de moda es inquirir continuamente y estar seguros de nada, así como lo mejor es que uno complazca sus variadas concupiscencias convenientemente, y llegue a ser, efectivamente, ¡una «mujercilla»!

La época actual está marcada, indudablemente, por la superficialidad. La corriente del pensamiento y de la energía humanos se ha ensanchado tanto, que la profundidad ha sido sacrificada necesariamente. La superficialidad –superficialidad necia– en las cosas de Dios ha de ser temida grandemente. Que el Señor pueda, en su bondad, liberar tanto al escritor como al lector de cada mala influencia de ella.

Hacia el final de nuestro capítulo una tercera clase de personas sale a la luz. Son «todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús» (2 Tim. 3:12). Los «hombres malos» son amadores de los placeres. Las «mujercillas» son conducidas por sus variadas concupiscencias. Pero estos, en contraste, lejos de vivir una vida de autosatisfacción, «serán perseguidos» (2 Tim. 3:12). La agitación del mundo está muerta contra ellos. De esta clase de personas brota «el hombre de Dios», quien es contemplado por el apóstol en 2 Timoteo 3:17.

No todo el que desea vivir piadosamente en Cristo Jesús alcanza ese título notable. En los tiempos del Antiguo Testamento Dios tuvo muchos santos y testigos; solo unos pocos son llamados hombres de Dios; igualmente en el Nuevo Testamento. Un «hombre de Dios» es un hombre levantado para representar a Dios cuando la masa, de aquello que es Suyo, está marcada por la descomposición y la decadencia y aun la apostasía.

En este pasaje el «hombre de Dios» que está particularmente ante la mente del apóstol era el propio Timoteo, y nosotros haremos bien en notar las cosas que lo caracterizaban.

En primer lugar, él había conocido plenamente la doctrina y el modo de vivir de Pablo. Es decir, él estaba minuciosamente familiarizado con la verdad plena del cristianismo, y con el efecto experimental apropiado de esa verdad según lo visto en la vida de Pablo, el ejemplo de un santo (véase 1 Tim. 1:16).

En segundo lugar, él conocía desde la niñez las Sagradas Escrituras dadas por inspiración de Dios. Tenía aquí la revelación de los modos de obrar de Dios en liberación y gobierno, con cada concebible advertencia acerca de las tendencias y actividades del corazón humano caído. De este modo él se haría sabio para ser salvado de cada escollo que Satanás pondría a sus pies, o a los pies de los santos en general. La Escritura, también, es competente para tantos usos diferentes, que el hombre de Dios es bien preparado para toda buena obra. Tenemos aquí el equipo positivo del hombre de Dios. 2 Timoteo 2:21 nos ha mostrado su equipo necesario de un carácter negativo. Como resultado de aquello, él será «apto y equipado para toda buena obra» (2 Tim. 3:17 - VM).

Por último, él predica la «palabra» (2 Tim. 4:2). Fortalecido por la misma verdad, hecho sabio para ser salvo de la marea rugiente de maldad, y bien preparado, él esgrime la Palabra de verdad para liberación de otros. La verdad puede caer, al parecer, en la calle, ya que el común de las personas puede apartar «el oído de la verdad», y volverse «a las fábulas» (2 Tim. 4:4), sin embargo, él predica la Palabra con mucho más fervor y más insistentemente.

Todo esto caracteriza particularmente al hombre de Dios. Caracteriza también, aunque, indudablemente, en menor medida, a todo aquel que vivirá piadosamente en Cristo Jesús. Estamos dolorosamente conscientes de cuán lejos nos encontramos de ser merecedores de ser llamados mediante semejante designación, como «hombre de Dios». Podemos incluso estar conscientes de que nosotros apenas podríamos reclamar el título de vivir «piadosamente en Cristo Jesús», sin embargo, ¡cuán lleno de gracia es nuestro Dios! ¡Cuán condescendiente con nuestra pequeñez y debilidad en estos días postreros! Él habla, incluso, de aquellos que «quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús» (2 Tim. 3:12). ¿Acaso no podemos situarnos nosotros aquí, con acción de gracias?

Al concluir nuestra revisión del pasaje, notemos de qué manera desde el lado de Dios todo parece depender de la verdad; y de qué manera, de nuestro lado, todo depende de lo que nosotros amamos.

Cualquier cosa que los «malos hombres» puedan ser en cuanto a ellos mismos, el gran objetivo del diablo, al levantarlos, es que ellos puedan «resistir la verdad» (2 Tim. 3:8). Sea que ellos trabajen en abierta oposición, o en la forma de imitación más peligrosa, este es el objetivo.

Si se trata de la multitud descuidada que será abrazada dentro del círculo espacioso de un cristianismo corrupto y mundano, ellos apartan «el oído de la verdad». Ellos están suficientemente satisfechos de tener maestros, pero desean que ellos consientan sus concupiscencias.

Las «mujercillas» se inclinan a tener una mente inquisitiva y, por consiguiente, a primera vista, prometen cosas mejores. Ellas, no obstante, se caracterizan, como hemos visto, por lo siguiente: «sin poder llegar al pleno conocimiento de la verdad» (2 Tim. 3:7).

En cuanto al «hombre de Dios», aquello que lo caracteriza por encima de todo es que él está saturado completamente por la Escritura, la cual es para nosotros la fuente de la verdad. La palabra «verdad» no aparece en estos versículos referentes al hombre de Dios. Tenemos, no obstante: «mi enseñanza» (2 Tim. 3:10), «las Santas Escrituras» (2 Tim. 3:15), «Toda la Escritura» (2 Tim. 3:16), «su palabra» (2 Tim. 4:2), y «sana doctrina» (2 Tim. 4:3), lo cual es solo otra manera de decir, «la verdad».

En los postreros días, al igual que en todos los otros días, la verdad tiene una importancia trascendental. Si eso se pierde, de hecho, todo está perdido.

De nuestro lado, nosotros somos afectados y controlados por lo que amamos.

Los hombres malos son «amigos de placeres», tal como hemos visto. «Egoístas, avaros… amigos de placeres más bien que amigos de Dios» (2 Tim. 3:1-4). La carrera de ellos en el mal es controlada por esto.

Así también las «mujercillas». Ellas son controladas y llevadas cautivas por sus diversas concupiscencias –o amores ilegales («cautivan a mujercillas cargadas de pecados, que se dejan arrastrar por diversas concupiscencias» –2 Tim. 3:6). Demas, de quien leemos en 2 Timoteo 4:10, parece ser un ejemplo bastante justo de tales personas. Él era inestable, y controlado, a la postre, por el hecho de que él amó «el presente siglo».

Por otra parte, el hombre de Dios es un amador de Dios –lo que el hombre malo no es– y, por consiguiente, él ama la aparición de Cristo. Él no está solo en esto. Tal como hay otros que, a lo menos, desean vivir piadosamente en Cristo Jesús, de igual modo anticipando «aquel día», él dice, «no solo a mí, sino también a todos los que aman su aparición» (2 Tim. 4:8).

Y ahora, preguntémonos a nosotros mismos –¿amamos nosotros la venida (o aparición) de Cristo? Si, de hecho, nosotros somos de Cristo, muy ciertamente nosotros amamos Su venida en el aire lo cual significará el arrebato y el traslado de sus santos. Su aparición significará que la hora de la prueba ha llegado. Los cielos y la tierra serán sacudidos. Toda profesión religiosa será puesta a prueba. «Hombres malos» y «mujercillas» serán igualmente probados y juzgados. El presente siglo, o mundo presente, o este mundo que antaño entrampó a Demas, y ha tentado tan severamente a los santos desde aquel día hasta hoy, será expuesto en toda su vacuidad e impostura. La verdad será vindicada gloriosamente, y aquellos que son de la verdad, y se han sujetado a la Palabra, viviendo piadosamente en Cristo Jesús, conforme a ella, y proclamándola, serán recompensados con una corona de justicia. Será un momento cuando la luz, la luz divina, iluminará todas las cosas.

¿De qué manera nos afecta el pensar en ello? ¿Le damos la bienvenida? ¿Es su aparición gloriosa (véase 2 Tes. 1:10) tan preciosa para nosotros como lo es su venida en el aire y su arrebato de los santos?

 

Preparémonos de nuevo para la senda de la conducta y del testimonio fiel mientras esperamos aquel día. Que el Señor mismo nos ayude a hacerlo de este modo.


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