La Sangre de Cristo

Varios aspectos como expresión de su valor


person Autor: Edward DENNETT 47

flag Temas: La sangre de Jesucristo El valor de la sangre de Cristo

(Fuente autorizada: stempublishing.com)


Solo Dios conoce plenamente el valor de la preciosa sangre de Cristo. Porque, aunque nos ha comunicado en gran parte sus propios pensamientos al respecto, todavía tenemos que decir de esto, como de tantas otras cosas, que ahora conocemos en parte (1 Cor. 13:12). Pero hay 2 cosas estrechamente relacionadas: una vida espiritual vigorosa y una alta estimación del lugar y valor de aquella sangre. De ahí que, en todas las épocas de escasez y esterilidad espirituales, la verdadera doctrina de la sangre se pierda siempre de vista, cuando no se niegue. Por esta razón es aún más necesario que busquemos ser llenos con los pensamientos de Dios acerca de ella, no solo para que podamos entender lo que ha efectuado para el creyente, sino también para que podamos, en cierta medida, comprender nuestra deuda con aquel que sí mismo se humilló y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, para redimirnos para Dios.

Por lo tanto, nos proponemos señalar algunos de sus atributos, tales como se encuentran en las Escrituras, algunos aspectos de su eficacia, que nos expresan su maravilloso valor. No es necesario decir que, por la sangre de Cristo, entendemos, la sangre que derramó en su muerte en la cruz –la sangre como representación de la vida (porque la vida está en la sangre), que él entregó cuando llevó nuestros pecados en su propio cuerpo sobre el madero (1 Pe. 2:24).

1 - La sangre de Cristo como rescate

Uno de los principales aspectos que nos presentan las Escrituras es que la sangre de Cristo fue nuestro rescate. Esto se expresa muy claramente en varios pasajes de la Palabra de Dios. «Sabiendo», dice Pedro, «que no fuisteis rescatados con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin defecto y sin mancha» (1 Pe. 1:18-19). Y también: «En quien tenemos la redención por medio de su sangre» (Efe. 1:7). Los redimidos también cantan: «Con tu sangre nos has redimido para Dios», etc. (Apoc. 5:9). El Señor expresa la misma verdad cuando dice: «El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos» (Mat. 20:28). Ahora bien, el significado del «rescate» es un precio pagado para la redención; de «redención», volver a comprar o salir de un estado de cautividad o esclavitud. Por lo tanto, si la sangre de Cristo fue nuestro rescate, implica varias cosas:

  1. Estábamos en esclavitud o cautiverio; o no había oportunidad para un rescate, ni posibilidad de redención. Y esto es precisamente lo que declaran las Escrituras. «Erais», dice el apóstol Pablo, «esclavos del pecado» (Rom. 6:17). También leemos en la Epístola a los Hebreos que «por temor a la muerte, estaban sometidos a esclavitud durante toda su vida» (Hebr. 2:15). De ahí que Egipto (pues los hijos de Israel estaban allí en esclavitud) sea siempre una figura de nuestro estado y condición naturales. Por lo tanto, cuando miramos al pasado, siempre tenemos que exclamar con Esdras, cuando se humillaba ante Dios a causa de los pecados de su pueblo: «Siervos somos» (Esd. 9:9, LBLA). Tal era la condición de todo creyente; y es la condición de todo aquel que no cree en el Señor Jesucristo. «¿No sabéis», dice el apóstol escribiendo a los santos en Roma «que a quien os ofrecéis como esclavos para obedecerle, esclavos suyos sois ya sea de pecado para muerte, o de obediencia para justicia?» (Rom. 6:16). Todo inconverso está, pues, en esclavitud; porque «por un solo hombre el pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte, así también la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Rom. 5:12); y por eso, también, el poder de la muerte –justo juicio de Dios contra el pecado– es ejercido por Satanás sobre todo incrédulo.
  2. La sangre de Cristo fue el precio, o rescate, pagado por nuestra liberación o redención de este estado de esclavitud y cautiverio (véanse los pasajes ya citados, especialmente 1 Pe. 1:18-19; Mat. 20:28.) Porque él murió por nosotros, «el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 Pe. 3:18). De este modo él satisfizo todas las demandas que el Dios Santo tenía contra nosotros, aceptó cargar con toda nuestra responsabilidad; «Él mismo llevó en su cuerpo nuestros pecados sobre el madero» (1 Pe. 2:24). En una palabra, pagó toda nuestra deuda, y el precio fue su propia sangre. Y así, su derramamiento de sangre –el ofrecimiento de su propia vida por nosotros– sirvió tanto para vindicar la santidad de Dios, sí, para glorificarlo incluso por nuestros pecados, como para asegurarnos la redención eterna. Por lo tanto, ¡bien podría llamarse sangre preciosa! Tan preciosa que excede toda estimación finita. Es preciosa según el juicio infinito de Dios; y, sin embargo, nada menos habría servido. Si se hubieran reunido todas las riquezas, las gemas y las piedras preciosas, todos los diamantes de África y Brasil, todas estas riquezas habrían sido como polvo ante Dios. Porque «los que confían en sus bienes, y de la muchedumbre de sus riquezas se jactan, ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate (porque la redención de su vida es de gran precio, y no se logrará jamás), para que viva en adelante para siempre, y nunca vea corrupción» (Sal. 49:6-9). Solo Dios podía proporcionar el rescate. Lo dio en el don de su Hijo; y el rescate se pagó con el derramamiento de sangre en la cruz. ¡Bendito sea su nombre!
  3. Los creyentes son, por tanto, redimidos. Ahora son (no serán) redimidos, sacados de la casa de su esclavitud, para Dios. ¡Cómo fortalece así nuestras almas el considerar nuestra redención como algo consumado! Y cuando se nos dice que el medio de nuestra redención fue la sangre de Cristo, ¡cómo llena nuestros corazones de gratitud y amor!

2 - Limpiados por la sangre de Cristo

La sangre de Cristo se nos presenta en otro aspecto, como la limpieza del pecado. «La sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado» (Juan 1:7). «Al que nos ama, y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre» (Apoc. 1:5). Así también el anciano, hablando a Juan de la gran multitud, dice que han lavado sus vestiduras y las han emblanquecido en la sangre del Cordero (Apoc. 7:14). La misma idea se transmite cuando se habla del perdón, o remisión de los pecados, que han sido obtenidos por la sangre de Cristo. Tres o cuatro afirmaciones específicas explicarán cómo se efectúa este proceso de purificación:

  1. Dios ve a cada creyente bajo la protección de la sangre de Cristo. Tan pronto como el ojo de la fe se dirige al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, el alma se presenta ante Dios con toda la eficacia de su sacrificio. Porque Dios, en su gracia, ha aceptado el derramamiento de la sangre de Cristo en favor de todos los que creen; y la fe, por lo tanto, es el único vínculo de conexión entre el alma y la sangre. El creyente está completamente bajo su poder protector, así como Israel estaba bajo la protección de la sangre del cordero pascual en la tierra de Egipto.
  2. Dios no ve culpa donde él ve la sangre de Cristo. La sangre ha hecho expiación por el pecado, lo ha cubierto incluso de los ojos de Dios. Esto fue tipificado por el propiciatorio. En el arca de la alianza estaban las tablas de piedra que contenían la Ley que Israel había prometido obedecer como condición para ser bendecido. Pero toda su historia era una historia de transgresión; y, por lo tanto, si Dios hubiera mirado la Ley quebrantada, debía haber intervenido en justo juicio. Por tal motivo, sobre el arca se encontraba el propiciatorio rociado con la sangre de la expiación, que ocultaba a la vista la Ley quebrantada. Dios veía así, en lugar de los pecados del pueblo, la sangre expiatoria, y de este modo podía seguir manteniendo con ellos relaciones de misericordia y gracia. De la misma manera, Cristo es nuestro propiciatorio por la fe en su sangre (Rom. 3:25); y Dios, por consiguiente, no ve nuestros pecados, sino la sangre, y donde ve la sangre –la cual él ve en cada creyente– no ve pecado.
  3. Los creyentes son así limpiados por la sangre de Cristo. El efecto de su aplicación por medio de la fe es que «está todo limpio» (Juan 13:10). Así cantamos que estamos:
    Blancos en su sangre preciosísima,
    Hasta que no quede ni una mancha.
    ¡Ay, nuestra fe a veces no está a la altura de nuestras expresiones! Porque tenemos el testimonio seguro de la Palabra de Dios de que todo rastro de culpa ha sido quitado por la sangre preciosa. «Si la sangre de machos cabríos y de toros, y la ceniza de una becerra, cuando rocía a los impuros, los santifica para la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo (quien mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios) limpiará vuestras conciencias de obras muertas, para servir al Dios vivo!» (Hebr. 9:13-14).
  4. Se puede añadir, con ventaja en el momento presente, que la Escritura no dice nada de volver a aplicar la sangre de Cristo al creyente. Una vez purificado, queda purificado para siempre ante Dios. Así, todo el punto del argumento en Hebreos 10:1-14 es la eficacia permanente del sacrificio de Cristo, en contraste con la necesidad de los sacrificios repetidos bajo la Ley. «Porque con una sola ofrenda perfeccionó para siempre a los santificados» (Hebr. 10:14; véase también 9:24-26). La sangre, una vez derramada y presentada ante Dios, está siempre allí en todo su valor para nuestras almas, de modo que la cuestión de la culpa nunca más puede levantarse contra nosotros. De otro modo no podríamos estar, como estamos, en una posición de aceptación permanente en el Amado. Indudablemente contraemos contaminaciones en nuestro andar diario; pero Dios ha dado una provisión de gracia para ellas en el lavamiento del agua por la Palabra, ministrado por medio de la defensa de Jesucristo el justo (Efe. 5:26; 1 Juan 2:1; Sal. 119:9, 11). Pero permanecemos sin mancha ante Dios en virtud de la sangre; porque «el que está bañado no tiene necesidad de lavarse más que los pies, ya que está todo limpio» (Juan 13:10).

3 - Justificados por la sangre de Cristo

En la Epístola a los Romanos se dice que somos justificados por su sangre (Rom. 5:9), es decir, en virtud de su sangre. La sangre de Cristo era tan preciosa a los ojos de Dios, porque en su muerte bebió hasta el fondo la copa de la ira que se debía a nuestros pecados (porque él fue herido por nuestras transgresiones, él fue molido por nuestras iniquidades); y por lo tanto hizo una expiación ante Dios tan adecuada y completa, que sobre esta base Dios podía salir de su lugar, encontrar y traer de vuelta a sí mismo al pecador, perdonar sus pecados, y justificar rectamente a todo aquel que cree en Cristo.

Nuestra justificación, por lo tanto, es la respuesta de Dios al valor de la sangre; sí, podríamos añadir, a las demandas que estableció sobre él. Porque, ¿qué dijo nuestro Señor cuando estaba en la tierra y a punto de partir para ir al Padre? «Yo te glorifiqué en la tierra, acabando la obra que me diste que hiciera. Ahora glorifícame tú, Padre, al lado tuyo, con la gloria que tenía junto a ti antes que el mundo fuese» (Juan 17:4-5). Dios ha escuchado esa oración; ha glorificado a Cristo; y lo ha colocado allí en la gloria a su diestra, debido al valor infinito que tiene a sus ojos la sangre que Cristo derramó en el Calvario; porque fue por ese derramamiento de sangre que glorificó a Dios de manera preeminente; pues sí mismo se humilló, y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. «Por esto el Padre me ama, por cuanto yo doy mi vida para volverla a tomar» (Juan 10:17).

Y en la medida en que el Padre ha glorificado a Cristo, también nos glorificará a nosotros, porque «a los que justificó, también glorificó» (Rom. 8:30). Así pues, nuestra justificación es, en un aspecto, solo el comienzo del reconocimiento por parte de Dios del valor de la sangre, ya que la plena estimación de su eficacia en nuestro favor solo se expresará cuando seamos glorificados junto con Cristo, cuando seamos semejantes a él, porque le veremos tal como él es (1 Juan 3:2).

4 - Santificados por la sangre de Cristo

Además, se nos enseña que los creyentes son santificados por la sangre de Cristo. Así leemos: «Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo con su propia sangre, padeció fuera de la puerta» (Hebr. 13:12). «Por esta voluntad hemos sido santificados, por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez por todas» (Hebr. 10:10).

Ahora bien, entenderemos mejor la naturaleza de la santificación que aquí se menciona, remitiéndonos al Levítico (del cual, cabe decir de paso, el Espíritu Santo hace su propia exposición en la Epístola a los Hebreos). Leemos allí, en el relato de la consagración de Aarón y sus hijos, que Moisés tomó de la sangre del carnero de la consagración, y «la puso sobre el lóbulo de la oreja derecha de Aarón, y sobre el dedo pulgar de su mano derecha, y sobre el dedo pulgar de su pie derecho», etc.; también hizo lo mismo con los hijos de Aarón, y por último, «tomó Moisés del aceite de la unción y de la sangre que estaba sobre el altar, y roció sobre Aarón, y sobre sus vestiduras, sobre sus hijos y sobre las vestiduras de sus hijos con él; y santificó a Aarón y sus vestiduras, y a sus hijos y las vestiduras de sus hijos con él» (Lev. 8:23-30).

En cuanto a la santificación, es evidente que no se trata de la santidad operada en el creyente por el Espíritu de Dios. Es simplemente una cualificación para el acceso, como en el caso de Aarón y sus hijos, a la presencia inmediata de Dios: una separación de las cosas profanas, y una consagración o santificación para usos santos, al servicio de Dios. Es, en efecto, una cualificación para el culto; porque solo los adoradores purificados pueden presentarse ante el trono de la gracia. Esta santificación se efectúa para el creyente por la sangre de Cristo. Porque tan pronto como nos sometemos por la fe al valor de la sangre de Cristo, Dios nos reclama para sí; nos recuerda que no somos nuestros, y la sangre sobre nosotros es la señal de que somos suyos –santificados, consagrados, dedicados para su servicio– siendo el sello de nuestra consagración (porque también estaba el aceite de la unción) el don del Espíritu que mora en nosotros.

Así pues, somos adoradores comprados con sangre, lavados con sangre y santificados con sangre: un «sacerdocio real», «un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo» (1 Pe. 2:5-9). Tenemos «plena libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesús, por el camino nuevo y vivo que él ha abierto para nosotros, a través de la cortina, es decir, su propia carne», etc. (Hebr. 10:19-20). De esta verdad se desprenden dos conclusiones muy solemnes. La primera es nuestra obligación de mantener inmaculadas nuestras vestiduras sacerdotales. Deben estar limpios quienes son los instrumentos del Señor. La segunda es que nuestro único lugar de adoración es en el Lugar Santísimo –dentro del velo. No necesitamos señalar cómo esta verdad se ha perdido de vista en todas partes; pues, ¿no abundan los “lugares de adoración”? Seamos tanto más cuidadosos en mantener la convicción de que, como santificados por la sangre, tenemos acceso a la misma presencia de Dios; y no solo para preservar nuestro privilegio personal, sino para ver que cuando nos reunimos en el nombre de Cristo, entramos por la sangre de Jesús a través del velo rasgado en el lugar más santo de todos, el Lugar Santísimo.

5 - La reconciliación por la sangre de Cristo

También se nos enseña que la reconciliación se efectúa por la sangre de Cristo. «Porque agradó al Padre que toda la plenitud habitara en él; y mediante él reconciliar todas las cosas consigo sean cosas de la tierra, ya sean las de los cielos, haciendo la paz por medio de la sangre de su cruz. Y a vosotros que en otro tiempo erais extranjeros y enemigos por vuestros pensamientos y malas obras, ahora os ha reconciliado en el cuerpo de su carne mediante la muerte», etc. (Col. 1:19-22). Así mismo, en Efesios dice: «Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que antes estabais lejos, habéis sido acercados a él por la sangre de Cristo» (Efe. 2:13; véase también Rom. 5:10-11).

En el primero de estos pasajes tenemos, como se observará, una doble reconciliación. Se dice que los creyentes colosenses han sido reconciliados; y, además, se dice que todas las cosas han de ser reconciliadas. Podemos dedicar una o dos palabras a cada uno de estos aspectos.

Los santos son reconciliados por medio de la sangre de Cristo. Esto, por supuesto, está implicado en los otros aspectos tratados; pero el pensamiento aquí es diferente. Los hombres son vistos, no como cautivos, necesitados de redención, ni como culpables, necesitados de purificación –aunque ambas cosas son ciertas– sino como enemistados con Dios, distanciados de él, «extranjeros y enemigos por vuestros pensamientos» (Col. 1:21).

Ahora bien, es de suma importancia ver claramente que no era Dios quien necesitaba reconciliarse con nosotros; éramos nosotros quienes necesitábamos reconciliarnos con él. Él nunca tuvo enemistad en su mente hacia la más culpable de sus criaturas; porque él es amor. Pero el pecado del hombre había levantado una barrera que detuvo la efusión de su amor; porque él es un Dios santo, y no podía ni puede pasar por alto el pecado. Sin embargo, amó tanto al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna (véase Juan 3:16); y tan pronto como se cumplió “la obra consumada” de Cristo, el mensaje del Evangelio se dirigió en todas partes a los pecadores: «Reconciliaos con Dios» (2 Cor. 5:20); y todo el que oyó y creyó fue reconciliado por medio de la sangre; porque toda cuestión relativa al pecado había sido resuelta en la cruz, y por lo tanto Dios podía ahora abrazar con justicia a todo el que creyera en Cristo. Su amor había “derribado toda barrera”, y así podía llevar al pecador a la reconciliación eterna consigo mismo. Por lo tanto, siendo reconciliados por medio de la sangre, nuestra porción es el goce apacible de su amor Porque somos presentados en Cristo «santos y sin mancha e irreprochables delante de él» (Col. 1:22); quedamos en un estado de perfecta aceptación, y por lo tanto Dios puede descansar sobre nosotros en su amor, porque todo lo que él es, está satisfecho con nosotros en Cristo.

El segundo carácter de la reconciliación es universal, pues abarca todas las cosas: las que están en la tierra y las que están en el cielo. Por tanto, Cristo no murió solo por los hombres, sino también por las cosas; y así la virtud de su preciosa sangre se extenderá a toda la creación; «con la esperanza de que también la misma creación sea liberada de la servidumbre de corrupción, para gozar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom. 8:21). ¡Maravillosa eficacia de la sangre preciosa! Porque de su virtud y poder brotará toda la bienaventuranza de la dispensación de la plenitud de los tiempos, cuando todas las cosas del cielo y de la tierra se reúnan en uno en Cristo.

6 - El nuevo pacto ratificado por la sangre de Cristo

El nuevo pacto está ratificado o fundado en la sangre de Cristo. «Esto es mi sangre, la del pacto», dijo nuestro Señor a sus discípulos al entregarles la copa cuando estaba sentado con ellos a la mesa de la Pascua (véase Mat. 26:28). También leemos en Hebreos de «la sangre del pacto eterno» (Hebr. 13:20). La fuerza de estas expresiones se entenderá mejor haciendo referencia al pacto mosaico. Se nos dice que «Moisés tomó la mitad de la sangre [la sangre de las ofrendas recién sacrificadas], y la puso en tazones, y esparció la otra mitad de la sangre sobre el altar. Y tomó el libro del pacto y lo leyó a oídos del pueblo, el cual dijo: Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos. Entonces Moisés tomó la sangre y roció sobre el pueblo, y dijo: He aquí la sangre del pacto que Jehová ha hecho con vosotros sobre todas estas cosas» (Éx. 24:6-8; véase también el mismo pasaje citado en Hebr. 9:18-20).

Dios confirmó así su pacto con Israel delante del Sinaí por la sangre, la sangre de los animales; pero el nuevo pacto lo ha ratificado por la sangre de Cristo. Por lo tanto, así como la sangre de Cristo es más preciosa que la sangre de los bueyes, el nuevo pacto tiene más valor que el antiguo. En otras palabras, al confirmar el nuevo pacto con la sangre de su Hijo, Dios ha declarado no solo su carácter eterno e inmutable, sino también la naturaleza invaluable de las bendiciones que por ese medio ha asegurado a su pueblo. Antiguamente, Dios los animaba a menudo a descansar en la certeza de su palabra y promesa. «Así ha dicho Jehová: Si pudiereis invalidar mi pacto con el día y mi pacto con la noche, de tal manera que no haya día ni noche a su tiempo, podrá también invalidarse mi pacto con mi siervo David», etc. (Jer. 33:20-21). Pero ahora él pone el fundamento para la fe de su pueblo (si podemos hablar así) en la sangre de su Hijo. Porque el don de su Hijo, al morir, es sin duda la prueba más irrefutable que se puede ofrecer a un corazón que duda. Así razona el apóstol: «El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él, libremente, todas las cosas?» (Rom. 8:32).

Es en el cumplimiento del nuevo pacto, sellado así con la sangre de Cristo, donde descansan con seguridad las esperanzas de bendición futura de Israel (véase Hebr. 8:6-13). Se precipitaron en el compromiso de obediencia como condición para el cumplimiento del primero. Pero habiendo fracasado, Dios actúa ahora en gracia, y en el despliegue de sus propósitos, les asegurará la herencia diseñada para ellos; pero ellos, al igual que nosotros, lo deberán todo a la preciosa sangre de Cristo.

7 - La sangre de Cristo, victoriosa de Satanás

En el Apocalipsis se señala la sangre del Cordero como medio de victoria sobre Satanás. Se le representa como intentando conseguir, a través de acusaciones delante de Dios, la condenación de los santos que estarán entonces en la tierra, y se añade que «ellos lo vencieron en virtud de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos» (Apoc. 12:11). Así debe ser con nosotros ahora. Satanás, como sabemos por varias Escrituras, acusa constantemente al pueblo de Dios; y nuestro propio corazón confesará que, si algunas de sus acusaciones son falsas, otras son verdaderas. Pero, ¿y si son verdaderas? «La sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7). Puede haber mucha necesidad de humillación y de juicio propio, pero con toda su enemistad no puede volver a plantear la cuestión de nuestra culpabilidad, porque la sangre nos ha hecho ante Dios más blancos que la nieve. «Y si alguno peca, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo» (1 Juan 2:1), que responde a todas las acusaciones de nuestro adversario con la eficacia permanente y eterna de la sangre. Por lo tanto, podemos descansar tranquilos, porque, aunque nosotros somos débiles y fallamos, nuestro Abogado es fuerte y nunca falla, él conoce todas las sutilezas del acusador, y se complace en refutar todas sus acusaciones, y librarnos de todas sus calumnias.

Aunque el enemigo inquieto acuse,
Los pecados, relatando como una inundación;
Todo cargo nuestro Dios rechaza:
Cristo ha respondido con su sangre.”

En el pasaje citado, la palabra de su testimonio está unida a la sangre del Cordero como medio de victoria. La palabra de testimonio es la espada del Espíritu, con la cual, como nuestro bendito Señor, podemos repeler los asaltos de Satanás contra nosotros mismos. Pero solo en proporción a nuestro conocimiento del valor de la sangre, como respuesta a sus acusaciones, será nuestra fuerza para blandir la espada del Espíritu en nuestros conflictos personales con el enemigo. Que se nos enseñe cada vez más el valor de la sangre y el uso de la espada; y así seremos más que vencedores por medio de aquel que nos amó.

8 - El sacerdocio de Cristo en virtud de su sangre

El Señor Jesucristo ejerce su sacerdocio en favor de su pueblo en virtud de la sangre. «Pero Cristo habiendo venido, sumo sacerdote de los bienes anunciados, a través de mayor y más perfecto tabernáculo, no hecho a mano, es decir, no de esta creación, ni mediante la sangre de machos cabríos y de terneros, sino por su propia sangre, ha entrado una sola vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo hallado eterna redención» (Hebr. 9:11-12; véase también los v. 24-26). Si, por lo tanto, nuestros nombres son llevados sobre el pecho y sobre el hombro de nuestro Sumo Sacerdote en la presencia de Dios (así sostenidos ante él por la fuerza y el amor); si estamos continuamente recibiendo misericordia y gracia, socorro en nuestras tentaciones, apoyo en nuestras pruebas, fortaleza en nuestras debilidades, consuelo en nuestras penas; sí, si todas nuestras necesidades del desierto son constantemente atendidas y satisfechas a través de las ministraciones de nuestro Sumo Sacerdote, es debido a la infinita eficacia de su propia sangre preciosa.

9 - Los eternos resultados de la preciosa sangre de Cristo

Pero el espacio no alcanza para relatar los múltiples aspectos de la sangre de Cristo; porque todo lo que Dios en su gracia nos ha hecho, y todo lo que seremos cuando estemos “para siempre con el Señor”, todas las glorias de Cristo mismo, todo lo que compartiremos con él, así como la perfección de la nueva creación, que encontrará su plena expresión externa en los cielos nuevos y la tierra nueva donde morará la justicia –donde todo será perfecto, según la estimación de Dios– todas estas cosas serán resultados de la sangre de Cristo. Dios mismo es la fuente eterna de todo; pero la sangre de Cristo fue su manera de asegurar el cumplimiento de sus propios pensamientos y propósitos de amor.

Seguramente, entonces, al meditar en estas cosas, nuestros corazones se inclinarán de nuevo ante Dios en adoración por el don de su Hijo bien amado. Y como la sangre de Cristo siempre despierta nuestra más alta alabanza mientras esperamos su venida, así encontramos que el Cordero «como sacrificado» será el objeto central de alabanza en el cielo. «Y cantaban un cántico nuevo, diciendo: ¡Digno eres de tomar el libro, y de abrir sus sellos; porque fuiste sacrificado, y has comprado para Dios con tu sangre, de toda tribu, lengua, pueblo y nación!» (Apoc. 5:9). Y cuando la nueva Jerusalén descienda del cielo, la gloria de Dios la iluminará, y el Cordero será su luz.

Bien podemos, pues, clamar con el amado apóstol: «Al que nos ama, y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre, y ha hecho de nosotros un reino, sacerdotes para su Dios y Padre, a él sea la gloria y el dominio por los siglos de los siglos. Amén» (Apoc. 1:5-6).

Pero, ¿qué hay de usted, amado lector? Profesando creer en el Señor Jesucristo, ¿está realmente bajo el amparo de su preciosa sangre? Que no haya incertidumbre en usted sobre este punto. «A menos que comáis la carne del Hijo del hombre, y bebáis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Juan 6:53). «Dichosos los que lavan sus ropas, para que tengan derecho al árbol de la vida, para que entren por las puertas en la ciudad» (Apoc. 22:14). «El que da testimonio de estas cosas dice: Sí, vengo pronto» (Ap. 22:20). Que Dios, en su infinita gracia, conceda que todo el que lea estas páginas sea purificado en la preciosa sangre, para que pueda responder: «Amén; ¡ven, Señor Jesús!».

Bendito Cordero de Dios, tu preciosa sangre
nunca perderá su poder,
Hasta que cada santo rescatado de Dios
Sea salvado para no pecar más.”

Fuente: STEM Publishing