El Sol de Justicia
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Solo una vez en la Escritura se hace referencia a Cristo como «Sol de Justicia», pero lo que esto representa se repite a menudo, como veremos en el curso de nuestras meditaciones. Sin embargo, si este símbolo se utiliza explícitamente solo una vez, el significado es tan obvio que no puede confundirse, especialmente en el contexto del pasaje. Esto lo podemos ver rápidamente en lo que dice el profeta. En el capítulo 3 describe un remanente piadoso viviendo en medio de una terrible maldad y corrupción. Todos eran el pueblo de Dios de nombre, pero la gran mayoría estaba marcada, si no por la apostasía, al menos por casi todos los rasgos de inmoralidad, aunque revestidos de una ruidosa profesión (vean los cap. 1-3). En contraste con esta masa, Malaquías habla de los que temen a Jehová, que a menudo hablan entre sí; y dice que Jehová se complacía en este remanente fiel, y que los reclamaría como suyos en el día en que compusiera su tesoro, y que en ese momento todos verían la distinción que hace entre el justo y el impío, entre el que sirve a Dios y el que no. «Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, y no les dejará ni raíz ni rama. Mas a vosotros los que teméis mi nombre» (el remanente del cap. 3) nacerá el Sol de Justicia, y en sus alas traerá salvación; y saldréis, y saltaréis como becerros de la manada» (4:1-2).
De este pasaje se desprende claramente que, al igual que la Estrella de la Mañana se utiliza literalmente como presagio del amanecer, el Sol de Justicia se utiliza para anunciar la introducción del día, el día de la gloria de Cristo que sigue a su aparición. Sin embargo, como Malaquías escribe a los judíos, limita la aplicación del símbolo al pueblo terrenal ; pero así como el sol en el cielo es el centro de todo el sistema solar y da luz y bendición a todos, así el Sol de Justicia será el centro del universo de bendición de Dios que él establecerá sobre la base de la muerte y resurrección de Cristo, según sus propósitos eternos: «Dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, que se propuso en sí mismo, para la administración de la plenitud de los tiempos, de reunir todas las cosas en Cristo, las que están en los cielos como las que están en la tierra» (Efe. 1:9-10). El término «todas las cosas» incluye, o incluso significa el universo; así aprendemos que Cristo es la cabeza y el centro de todo el universo de Dios, ese universo que Dios ya está estableciendo, y que será el resultado de que él haga nuevas todas las cosas (comp. Apoc. 21:5).
Otro pasaje de Efesios lo presenta de otro modo. Dice así: «Y esto de que subió, ¿qué quiere decir, sino que también descendió a las partes más bajas de la tierra? El que descendió es el mismo que también subió muy por encima de todos los cielos, para llenarlo todo» (4:9-10). Aquí aprendemos 2 cosas más: primero, que toda la gloria que pertenece a Cristo ahora y en los siglos venideros es el resultado de su obra redentora, de su encarnación, de su muerte, de su resurrección y ascensión; segundo, que llenará el universo con su gloria. A los ojos de Dios, todo esto ya se ha cumplido; a los ojos de la fe, las cosas viejas han pasado y todas son hechas nuevas; pero en cuanto a su realización efectiva, todavía debemos esperar a que el Sol de Justicia se levante con la curación en sus alas, e inunde todo el universo con sus benditos rayos de luz y de gloria.
Antes de examinar lo que sucederá cuando salga el Sol de Justicia, llamamos la atención sobre otros 2 pasajes que tratan de este tema. En Isaías leemos: «Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti. Porque he aquí que tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones; mas sobre ti amanecerá Jehová, y sobre ti será vista su gloria. Y andarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu nacimiento» (60:1-3), y más adelante en el mismo capítulo: «El sol nunca más te servirá de luz para el día, ni el resplandor de la luna te alumbrará, sino que Jehová te será por luz perpetua, y el Dios tuyo por tu gloria. No se pondrá jamás tu sol, ni menguará tu luna; porque Jehová te será por luz perpetua, y los días de tu luto serán acabados» (v. 19-20). Ni que decir tiene que se trata del mismo acontecimiento descrito como la salida del Sol de Justicia en Malaquías. La única diferencia es que Isaías nos muestra el efecto de su salida sobre Jerusalén, la esposa terrenal; la patética afirmación «los días de tu luto serán acabados» nos dice con toda seguridad que entonces se curarán todas sus heridas.
El otro pasaje se refiere a la transfiguración de nuestro Señor, de la que se dice: «Su cara resplandecía como el sol» (Mat. 17:2), a lo que el lector puede comparar la visión dada a Juan: «Su rostro era como el sol cuando brilla en su fuerza» (Apoc. 1:16). Estas declaraciones son una prueba segura de que Cristo mismo es el Sol de Justicia, como también vimos en Isaías: «Jehová te será por luz perpetua». Esto es algo grande para nuestras almas, pues fija nuestros ojos en la gloria venidera de Aquel que, siendo nuestro Redentor y Señor, ya se ha incrustado en nuestros corazones. Cuando esto es así, no hay tema más atractivo y cautivador que su gloria y exaltación; y cuanto más comprendamos que él es el centro de todos los pensamientos de Dios, Aquel en quien está asegurada toda la gloria de Dios, tanto en el cielo como en la tierra, y que esta gloria pronto inundará el universo, tanto más lo será.
Lo que hemos visto muestra claramente que el Señor mismo es el Sol de Justicia, que este título le ha sido dado en relación con la introducción del día de su manifestación y gloria en este mundo y, como tal, que brillará con creciente fulgor y esplendor hasta que todas las tinieblas se disipen para siempre ante la difusión de su gloria. Pero hasta ahora solo lo hemos considerado como el Sol; por tanto, debemos ver lo que lo califica, a saber, que es el Sol de Justicia. Es este término el que caracteriza a esta luminaria celestial. El tiempo presente está marcado por la iniquidad, que irá cada vez más lejos, hasta culminar en el hombre de pecado, después de que la Iglesia haya sido retirada de esta escena, que desafiará a Dios y a Cristo durante el corto tiempo que le quedará de vida. Pero el Señor consumirá a este hombre inicuo con el espíritu de su boca y lo destruirá con el resplandor de su venida; y al mismo tiempo pondrá fin a toda iniquidad mediante el establecimiento de su trono de justicia, cuya autoridad se extenderá sobre todo el universo. Fue esta perspectiva la que sostuvo y alegró a los santos de la antigüedad en sus días más oscuros; fue el tema de los cánticos de sus profetas. Los Salmos están llenos de la anticipación de ese tiempo cuando, por ejemplo, llaman a los ríos a aplaudir y a los montes a cantar juntos de alegría ante Jehová, «porque vino a juzgar la tierra. Juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con rectitud» (Sal. 98:8-9). O, por dar otra cita: «Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre; cetro de justicia es el cetro de tu reino. Has amado la justicia y aborrecido la maldad; por tanto, te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros» (Sal. 45:6-7).
Si comprendemos que la justicia de Dios corresponde a sus derechos, para cuya garantía hubo que poner primero el fundamento en la muerte de Cristo (Rom. 3:21-26), porque él debe actuar siempre de acuerdo con lo que es, veremos que no solo la justicia será el fundamento del trono de Cristo y que él juzgará al mundo en justicia, sino que también establecerá y mantendrá los derechos de Dios en todo el universo. De este modo, la iniquidad quedará abolida para siempre, ya que finalmente, sobre la base de su sacrificio como Cordero de Dios, eliminará para siempre el pecado del mundo, introduciendo a Dios en la escena y manteniendo sus derechos. Toda esta bendita obra será preparatoria del nuevo cielo y de la nueva tierra, donde habitará la justicia. Él es, pues, el Sol de Justicia, en la medida en que de él brota la instauración de la justicia; esto se entiende fácilmente si se comprende que luz, vida y justicia están unidas en la Escritura (Juan 1:4; Rom. 5:17-21).
Podemos añadir otra observación para subrayar que la estabilidad del universo dependerá del establecimiento de la justicia; pues nada es seguro donde Dios no tiene sus derechos. Incluso podría decirse que la justicia es el vínculo que unirá a todas las criaturas del cielo y de la tierra al trono inalterable de Dios, y que llevará a todos los corazones a someterse voluntariamente a «Cristo, ¡el cual es, sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos!» (Rom. 9:5). Por lo tanto, para usar el lenguaje del profeta, la obra de la justicia será la paz, y el trabajo de la justicia, descanso y seguridad para siempre (Is. 32:17).
Detengámonos un momento para establecer un contraste entre el sistema del hombre, el mundo cuyo príncipe es Satanás, con el sistema de Dios que prevalecerá cuando el Sol de Justicia se haya levantado con sanidad en sus alas. Esto es instructivo. Al mismo tiempo, no debemos olvidar que el sistema de Dios, del que Cristo es la Cabeza, ya está establecido, pero solo se manifestará después de que el Señor Jesucristo aparezca en gloria. Dios estableció la Cabeza y el Centro de ese universo de bendición que propuso antes de la fundación del mundo, cuando Cristo fue exaltado y glorificado a la diestra de Dios, habiéndose puesto el fundamento inmutable de todo en la cruz, en la sangre preciosa de Cristo en la que fue declarada la justicia de Dios. Como Abraham se regocijó al ver el día de Cristo y se estremeció de gozo, así la fe se aferra a esta verdad y ya está floreciendo en medio de sus brillantes y benditas escenas; pero aún debemos esperar el momento en que todo el universo estará verdaderamente lleno de la gloria de Cristo.
“Oh amor supremo y maravilloso,
Que el corazón más débil saborea la bondad,
Que ahora da, como luz celestial,
Lo que pronto nuestra porción será.”
¿Cuáles son, pues, los caracteres del sistema del hombre, esa gran organización llamada «el mundo»? El apóstol Juan resume muy brevemente sus principios impíos: los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida. Deténganse un momento y consideren lo que sucedería si estas 3 cosas fueran abolidas repentinamente. El mundo perecería de inanición. Sus negocios, sus placeres, sus conflictos políticos, sus guerras de conquista, sus amores de poder desaparecerían para siempre. Si la tierra se detuviera de repente en su revolución alrededor del sol, la destrucción y la muerte caerían sobre todo ser viviente; del mismo modo, si los elementos morales de las cosas mundanas –presentados a la codicia de la carne, la codicia de los ojos y la vanagloria de la vida– dejaran de existir, el alimento de la carne, del hombre natural, desaparecería para siempre. Para completar el cuadro, hay que señalar también que Satanás ha fundado su trono sobre las codicias de los hombres y su miedo a la muerte, y que sobre toda esta escena se mantiene el juicio de Dios, pues está establecido que los hombres mueran una sola vez, y después el juicio –el juicio del gran trono blanco y del lago de fuego, que es la muerte segunda. ¿Podría haber un cuadro más oscuro? Y de nuevo, ningún hombre puede pintarlo lo suficientemente oscuro. ¡Qué misericordioso es que el hombre pueda descubrir toda la verdad en las Escrituras!
Volvamos ahora al sistema de Dios, a Su mundo, y preguntémonos cuáles son sus principios. Tres de ellos pueden mencionarse enseguida: la justicia, la paz y el gozo en el Espíritu Santo. Estos son sus elementos morales, que contrastan con la codicia de la carne, la codicia de los ojos y la vanagloria de la vida. Estos son, de hecho, los elementos morales del reino de Dios que describe el apóstol Pablo (Rom. 5:1-2; 14:17). El orden en que se dan no puede cambiarse. La justicia es, y debe ser siempre, la única base de la paz ya sea para el alma o para el gobierno de Dios. Así se dice: «Y mediante él reconciliar todas las cosas consigo, sean las cosas de la tierra, ya sean las de los cielos, haciendo la paz por medio de la sangre de su cruz» (Col. 1:20). Como hemos dicho, Dios ha declarado su justicia mediante la sangre de Cristo y ha puesto en ella el fundamento inmutable de la paz para siempre. Por eso, cuando la paz está asegurada y se disfruta de ella, brota el gozo en el Espíritu Santo que, apoderándose del alma, se desborda continuamente en alabanza y adoración. Esto, no lo olvidemos, puede ser la experiencia presente de los redimidos; pero nunca se insistirá demasiado en que todo principio moral o espiritual permanece; en consecuencia, gozaremos en la eternidad de lo que gozamos hoy.
Tomemos otro contraste. En los sistemas o círculos de Satanás, la atmósfera es el odio. Odia a Dios, a Cristo y a los hombres, y los que están bajo su dominio odian a Dios y se odian entre ellos (vean Tito 3:3). En los sistemas o círculos de Dios, del cual Cristo es la Cabeza, el amor es la ley que gobierna. Cristo ama a los suyos con un amor eterno, lo demostró de manera suprema en su muerte en la cruz; ellos le aman porque él los amó primero, y les ordenó que se amaran unos a otros según su propia norma. Permaneciendo así en el amor, permanecemos en Dios y Dios en nosotros. ¿Es posible concebir una felicidad mayor? ¿Es de extrañar que designemos a un círculo con el término de oscuridad y al otro con aquel de luz? Y, sin embargo, la oscuridad siempre está asociada con la muerte, y la luz con la vida. Como dice el Evangelio según Juan: «En él había vida; y la vida era la luz de los hombres. Y la luz resplandece en medio de las tinieblas, y las tinieblas no la apagaron» (1:4-5). Y también: «El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (8:12). Por eso también se dice que los creyentes están hechos aptos para participar de la herencia de los santos en la luz, que son liberados del poder de las tinieblas y transportados al reino del Hijo del amor del Padre (Col. 1:12-13). ¿Quién dudaría entonces del lugar donde se encuentran la felicidad y el gozo eternos? Este contraste puede ser expresado de otra forma muy sencilla. La vida eterna será plenamente manifestada durante el reinado de Cristo, pues, como dice el Salmista del monte de Sion en aquel día, «allí envía Jehová bendición, vida eterna» (Sal. 133:3). Pero bajo el dominio de Satanás, tinieblas, muerte y juicio reinarán siempre.
El último y mayor contraste de todos está en las respectivas cabezas y centros de estos círculos. Satanás, como príncipe y dios de este mundo, es la cabeza del primer círculo; Cristo es la Cabeza, el Centro y el Sol del segundo. El mal está incluido en el primer círculo; como hemos visto, toda su actividad está dominada por la enemistad hacia Dios, Cristo y el hombre. Su objetivo es asegurar la miseria eterna y la destrucción de los pobres esclavos que aceptan su reinado y su servidumbre. La bondad se centra en Cristo; el amor hacia su Padre y hacia el hombre es el resorte principal de esa poderosa obra de redención en la que él ha glorificado a Dios en todo lo que es, y ha asegurado la bendición eterna a todos los que ponen su confianza en él. Toda forma de maldad se expresa en la primera, y toda la gloria de Dios se ve en el rostro de Cristo.
Aclaremos otra cosa. La base del trono de Satanás descansa sobre las codicias de los hombres, y el mundo (el círculo del dominio de Satanás) pasará, junto con sus codicias, bajo el juicio eterno de Dios. También puede decirse que la base del reinado de Satanás está en la muerte, y esta y el hades, como sabemos, serán arrojados al lago de fuego, donde Satanás mismo tendrá su morada eterna. Pero el fundamento del reinado de Cristo ha sido puesto al otro lado de la muerte, en la resurrección; por lo tanto, todo lo que él establece está sobre ese terreno y, por lo tanto, es imperecedero. Esto es lo que dijo a Pedro cuando este, instruido por el Padre, confesó que Jesús era el Cristo, el Hijo de Dios vivo: «Tú eres Pedro, y sobre esta Roca [la verdad de que Cristo es el Hijo del Dios vivo –y fue determinado Hijo de Dios en poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos] edificaré mi Iglesia; y las puertas del hades no prevalecerán contra ella» (Mat. 16:18). Por consiguiente, desde la redención, todo se basa en el principio de la resurrección, tanto en el cristianismo como en el mundo venidero. La Epístola a los Hebreos lo deja muy claro. En el capítulo 1 aprendemos que, entre las muchas glorias que rodean a la persona del Hijo de Dios, él es aquel por medio del cual Dios hizo los mundos –el Hijo es el Creador. Sin embargo, en el mismo capítulo, se nos dice que los cielos y la tierra perecerán. El hombre responsable, Adán, profanó la primera creación con el pecado, por lo que tanto él como ella deben desaparecer de la vista de Dios en el juicio. Esta creación convenía para el primer hombre, pero no lo era para el segundo hombre del cielo, por lo que no podía seguir existiendo, a pesar de ser obra del Hijo. Pero al leer el resto de la Epístola, descubrimos que todo lo que tiene que ver con Cristo, mediante la redención, es eterno: la salvación es eterna, la redención es eterna, la herencia es eterna y la alianza es eterna. Y es que todo lo que Cristo construye ahora, todo lo que hace, se basa en la resurrección; por eso todo se desarrolla según este principio, incluso durante el Milenio.
Si comprendemos lo que significa este contraste, estaremos inmediatamente de acuerdo en que Cristo debe sustituir (pues Dios ya lo ha hecho) al hombre y al escenario del hombre que está bajo el dominio de Satanás. No habrá lugar para nadie más que Cristo en el nuevo sistema de cosas que Dios ha establecido en Cristo. Por eso se dice que Cristo ha ascendido por encima de todos los cielos para llenarlo todo (Ef. 4:10). Pero ¿no estarán todos sus redimidos asociados con él en la gloria de esa escena? Seguramente, pero de acuerdo con los eternos propósitos de Dios, cada individuo de esas innumerables miríadas será conformado a la imagen de su Hijo. Todo, pues, es Cristo y lo que es de Cristo; y nada que no sea de Cristo entrará en esa escena. Hablamos ahora del resultado final de la administración confiada a sus manos: «Porque es necesario que él reine hasta que haya puesto a todos los enemigos bajo sus pies: el último enemigo que será abolido es la muerte. Porque «todo lo ha puesto bajo sus pies». Ahora bien, cuando dice que todas las cosas están sometidas a sus pies, está claro que es con exclusión de aquel que sometió todas las cosas a sus pies. Pero cuando todas las cosas le hayan sido sometidas, entonces el Hijo mismo se someterá también al que le sometió todas las cosas, para que Dios sea todo en todos» (1 Cor. 15, 25-28). Entonces Cristo será para siempre la Cabeza y el Centro de todos los redimidos, y el Primogénito entre muchos hermanos, Él mismo se expresará en todos y por todos, y su gloria llenará toda la escena.
“Pero tu amor no descansará,
Que si tus redimidos bendecidos en ti están.
Amor que no da, como el mundo, pero comparte
Y da a sus amados coherederos su parte”.“No solo yo, sino a los que amas, todos,
En gloria estarán a tu alrededor,
Todos, semejantes a ti serán, Señor
Centro de todos, y adorado por todos”.
Puede parecer que hemos ido más allá de nuestro tema inmediato; puede ser que nuestros pensamientos sobre las glorias de Cristo hayan ido mucho más allá del período al que se aplica el título de Sol de Justicia. Este es indudablemente el caso, si nos limitamos al período del que habla Malaquías; pero debemos admitir que Cristo será el Sol de sus redimidos, de toda familia designada por el Padre de nuestro Señor Jesucristo, por la eternidad. Sin embargo, ahora volvemos atrás para dar algunos caracteres de Cristo como Sol de Justicia en el mundo venidero.
El primero es de Malaquías, donde se encuentra este título. Dice: «Mas a vosotros los que teméis mi nombre, nacerá el Sol de Justicia, y en sus alas traerá salvación; y saldréis, y saltaréis como becerros de la manada» (4:2). Por la expresión «en sus alas traerá salvación» entendemos que todos aquellos (la promesa se dirige especialmente al remanente fiel) que caigan bajo la influencia de Cristo en aquel día serán los sujetos de la curación divina, y que esto se hará mediante la comunicación de una vida más rica. El profeta Ezequiel da una ilustración notable de esto. Después de la visión de las aguas que salían de debajo del umbral de la casa hacia el oriente, y de la descripción de su volumen cada vez mayor a medida que fluían en su bendita misión, el ángel dijo al profeta: «Estas aguas salen a la región del oriente, y descenderán al Arabá, y entrarán en el mar; y entradas en el mar, recibirán sanidad las aguas. Y toda alma viviente que nadare por dondequiera que entraren estos dos ríos, vivirá; y habrá muchísimos peces por haber entrado allá estas aguas, y recibirán sanidad; y vivirá todo lo que entrare en este río» (47:8-9).
Así pues, la vida y la curación están explícitamente vinculadas; en el Apocalipsis también aprendemos que las hojas del árbol de la vida (del Cristo resucitado) serán para la curación de las naciones (22:3). Cuando se dice que el Sol de Justicia nacerá con la curación en sus alas, ¿no significa esto que será la fuente de vida para todos los que, buscando la bendición, se pongan bajo su protección? Al recibir su vida en abundancia, se desterrará la enfermedad, como dice Isaías: «No dirá el morador: Estoy enfermo» (cap. 33:24), y de nuevo: «Porque según los días de los árboles serán los días de mi pueblo, y mis escogidos disfrutarán la obra de sus manos. No trabajarán en vano, ni darán a luz para maldición; porque son linaje de los benditos de Jehová, y sus descendientes con ellos» (cap. 65:22-23). Esto ayudará al lector a comprender la fuerza y la belleza de la expresión.
No olvidemos tampoco que ya podemos anticipar moralmente algo de esta bendición. ¿No es verdad que nuestras debilidades y «enfermedades» espirituales se deben a una vida espiritual deficiente? Cristo vino para que tuviéramos vida, y para que la tuviéramos en abundancia; y si no realizamos esa vida en abundancia, es porque no estamos enteramente bajo su influencia, porque alguna parte de nuestra vida está cerrada a los rayos de su bendito sol. Escuchémosle: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de adentro de él fluirán ríos de agua viva» (Juan 7:37). Si esto fuera verdad en nuestro caso, estaríamos marcados por una buena salud espiritual, y mostraríamos que ningún rincón de nuestro corazón está oculto al resplandor de Cristo. Por eso Pablo recuerda a los Efesios las palabras: «Despiértate, tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te alumbrará Cristo» (Efe. 5:14). Así como ahora podemos disfrutar anticipadamente de esta acción de Cristo, en aquel día los que temen su nombre entrarán en la rica bendición eterna de ser liberados de todo lo que puede causar dolor y angustia en la tierra, como se dice del estado eterno en el Apocalipsis: «Enjugará Dios toda lágrima de sus ojos; y ya no existirá la muerte, ni duelo, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron» (21:4).
Además, como Sol de Justicia, Cristo será fuente de luz y calor. Mencionamos estos 2 elementos juntos por su relación con la vida. Del mismo modo que una planta no puede vivir sin luz y calor, el pueblo de Dios menos todavía, cual sea el carácter de la época en que se encuentre. Por eso dice Juan: «Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él». «Si decimos que tenemos comunión con él y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad; pero si andamos en la luz, como él está en la luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:5-7). Así como una planta no puede obtener los nutrientes que necesita sin luz, y no puede crecer sin calor, así el cristiano debe estar en la luz para recibir, y necesita calor para crecer cada día a semejanza de Cristo. Encuentra estos 2 elementos esenciales en la compañía de Cristo y en el goce de su amor, un amor que demostró hasta el extremo en su muerte, y que está siempre dispuesto a servirnos cuando caminamos a la luz de su bendita presencia. Lo mismo sucederá cuando brille con todo el fulgor del Sol de Justicia. Como dice el salmista, hablando del sol en los cielos, sin duda con una alusión velada a Cristo: «De un extremo de los cielos es su salida, y su curso hasta el término de ellos; y nada hay que se esconda de su calor» (Sal. 19:6); así, cuando Cristo brille en su día glorioso, toda la naturaleza estallará en cánticos, pues «también la misma creación sea liberada de la servidumbre de corrupción, para gozar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom. 8:21). Su luz penetrará en los rincones más remotos de la tierra, dispersando las nieblas y las nubes que se han acumulado sobre las almas y las han oscurecido en su esclavitud a Satanás, y dondequiera que penetre su luz, se sentirá el calor de sus rayos, pues nada quedará oculto a su calor. Es con esto en mente que el profeta describe el efecto de la salida del Sol de Justicia sobre Jerusalén: «Porque he aquí que tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones; mas sobre ti amanecerá Jehová, y sobre ti será vista su gloria. Y andarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu nacimiento» (Is. 60:2-3). Así, los hombres de todos los cielos y de todas las naciones serán sacados de sus oscuros escondrijos para que también ellos puedan participar de la bendición de la luz y del calor de esta Luminaria celestial que habrá aparecido en los cielos.
Hay una lección práctica que debemos aplicar ahora. Hemos hablado de la asociación esencial de luz y calor en el resplandor del Sol de Justicia, estando estas 2 cosas siempre unidas en Cristo. La trampa en la que caemos es regocijarnos en la luz sin reconocer su calor en nuestros corazones. Lo hacemos cuando pretendemos conocer la verdad como tal, al margen del conocimiento de Aquel que es la verdad. Este mal no es infrecuente; estando orgullosos de nuestro conocimiento, nos envanecemos de orgullo, como dice el apóstol, y precisamente por eso nos recuerda que es el amor, es decir, el calor, lo que edifica. En otro lugar, exhorta a los santos a ser fieles en el amor, para que crezcan en todo hacia Aquel que es la Cabeza, es decir, Cristo (Efe. 4:15). Esta es una ilustración muy clara de que el calor es necesario para el crecimiento (como lo es para las plantas). No importa cuánta luz tengamos, siempre será invierno para el alma si no estamos al mismo tiempo alimentados y amados por el amor de Cristo. Nunca se insistirá bastante en la importancia de esta lección; gran parte de nuestra degradación espiritual se debe a que no la comprendemos.
El último carácter, el principal de hecho, pero reservado para el último lugar, es el de dominación. El sol fue creado para gobernar el día, se dice; el Sol de Justicia gobernará el día venidero en la introducción y manifestación de su reino. Ahora, sentado a la diestra de Dios, como Señor, Dios ha entregado en sus manos la administración de toda autoridad, como dijo a sus discípulos después de su resurrección: «Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y sobre la tierra» (Mat. 28:18). Pero todavía es el día de la gracia, y mientras se proclama el Evangelio, él espera el momento ordenado por el Padre en que, después de haber descendido del cielo para tomar a los suyos consigo, aparecerá y establecerá su justo resplandor de gracia en todo el mundo. Uno no puede leer las descripciones proféticas de este período en el Antiguo Testamento sin percibir que la justicia es el carácter principal de la soberanía de Cristo. Como escribió Isaías: «Para justicia reinará un rey» (32:1); y de nuevo: «Juzgará con justicia a los pobres, y argüirá con equidad por los mansos de la tierra… Y será la justicia cinto de sus lomos, y la fidelidad ceñidor de su cintura» (11:4-5). El testimonio de David (como el de todos los profetas) es de la misma naturaleza: «Oh Dios, da tus juicios al rey, y tu justicia al hijo del rey. Él juzgará a tu pueblo con justicia, y a tus afligidos con juicio. Los montes llevarán paz al pueblo, y los collados justicia» (Sal. 72:1-3).
No puede ser de otro modo, pues cuando Cristo venga, cumplirá gobernando todo lo que Dios es; por lo que lo primero será poner los cimientos de su trono en justicia. «Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre; cetro de justicia es el cetro de tu reino. Has amado la justicia y aborrecido la maldad; por tanto, te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros» (Sal. 45:6-7). Cuando aparezca como Sol de Justicia, su primera tarea será, por tanto, establecer los derechos de Dios, tanto para la liberación de su pueblo como para la destrucción de sus enemigos. Este principio fue ilustrado en el período de gracia. Hasta que los derechos de Dios fueron asegurados por la cruz de Cristo, y su justicia declarada por la sangre de Cristo, Dios, de acuerdo con todo lo que él es, no podía cumplir los propósitos de su corazón salvando a sus redimidos de la mano del enemigo. Esto permitirá al lector comprender que lo primero que Cristo hará cuando regrese es afirmar y sostener los derechos de Dios. El universo entero debe estar gobernado según el principio de la justicia, de acuerdo con lo que Dios es. Si un solo planeta se desviara de su órbita que le fue asignada, causaría confusión en todo el sistema solar. Lo mismo ocurre con el universo de felicidad de Dios, del que cada parte debe estar gobernado por su centro, su Sol, de lo contrario no podría haber bendición estable y duradera.
Pero una vez asegurada la justicia, vendrá la paz; Isaías atestigua: «la obra de la justicia será paz, y el trabajo de la justicia, descanso y seguridad para siempre» (32:17). De nuevo, el orden es el mismo que en el Evangelio. Pablo también dice: «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Rom. 5:1). Por eso el Señor es llamado Príncipe de la Paz. Con el carácter de David, establecerá su trono en justicia, luego, con el carácter de Salomón, reinará como Príncipe de Paz; «El aumento de su dominio y la paz no tendrán fin» (Isaías 9:4). Y de nuevo, como asegura a Jerusalén en el nombre del Señor: «Los montes serán removidos, y las colinas serán conmovidas, pero mi misericordia no se apartará de ti, ni se moverá mi pacto de paz, dice el Señor, que tiene misericordia de ti», «y todos tus hijos serán enseñados por el Señor, y la paz de tus hijos será grande» (Isaías 54:10, 13). Así pues, como verdadero Melquisedec, será primero rey de justicia y luego rey de paz. Podríamos multiplicar pasajes de este tipo hasta el infinito. También leemos que Aquel que establece su trono en la justicia «anunciará también la paz a las naciones» (Zac 9,10); así pues, la paz caracterizará el reinado del Sol de Justicia en todo el mundo. Como lo expresa el himno :
“Descenderá como la lluvia
sobre la hierba recién cortada,
Y, como las flores, la alegría y la esperanza
brotarán dondequiera que vaya.
Ante él, sobre las montañas
saldrá la paz como un heraldo,
Y la justicia, en las fuentes,
De las colinas a los valles fluirá”.
Hay otro punto que señalar aquí. Establecida la justicia y la paz que sigue, como obra de la justicia, la gracia se extenderá sin obstáculos de un polo a otro. Por eso el salmista, celebrando este período, dice: «Clemente y misericordioso es Jehová, lento para la ira, y grande en misericordia. Bueno es Jehová para con todos, y sus misericordias sobre todas sus obras. Te alaben, oh Jehová, todas tus obras, y tus santos te bendigan. La gloria de tu reino digan, y hablen de tu poder, para hacer saber a los hijos de los hombres sus poderosos hechos, y la gloria de la magnificencia de su reino» (Sal 145:8-12).
Por consiguiente, como dijo Jehová a Moisés, toda la tierra se llenará de su gloria (comp. también Hab. 2:14). ¡Qué cadena de bendiciones inefables, justicia, paz, gracia y gloria! ¡Qué gozo traerá a toda la tierra cuando el Sol de Justicia se levante con sanidad en sus alas! De todo tiempo, es ese día glorioso que los corazones cansados siempre han anhelado, aunque no conocían su necesidad; pero solo Uno puede traerlo, y lo hará, cuando la gloria del Señor (la exhibición de todo lo que él es) se revele, y toda carne junta la vea (Is. 40:5). Bienaventurados aquellos cuyas almas ya han sido iluminadas por la luz de esa gloria, aquellos de quienes Pablo dice que se regocijan en la esperanza de la gloria de Dios, porque entonces podrán decir con él: «Los sufrimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria que debe sernos revelada» (Rom. 8:18).
Todo esto, por bendito que sea, es solo el lado terrenal del día de la gloria de Cristo. Pero antes de ver el lado celestial, digamos unas palabras sobre el gozo de Dios ante toda la escena. Cuando creó la tierra y todo lo que hay en ella, dice: «Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera» (Gén. 1:31). Pero su satisfacción por las obras de su propia mano pronto se vio perturbada; Adán pecó, arruinando el hermoso mundo que Dios había creado, y ya no pudo descansar. Desde aquel día, tras el fracaso del hombre responsable, Dios ha trabajado para su propia gloria, para el cumplimiento de sus eternos designios en Cristo. Por eso, cuando los judíos acusaron al Señor de quebrantar el sábado, él respondió: «Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo trabajo» (Juan 5:17). Todavía estamos esperando el fin de los designios de Dios, pero Dios ya ha glorificado al hombre de su consejo a su diestra, y lo ha establecido todo en él: «Porque cuantas promesas de Dios hay, en él está [en el Hijo de Dios] el sí, y también en él el amén a Dios, para gloria suya por medio de nosotros» (2 Cor. 1:20).
Mientras tanto, Dios dejó entrever el glorioso reino de Cristo en el monte de la Transfiguración. Fue entonces cuando el rostro de Cristo brilló como el sol, su manto era blanco como la luz, Moisés y Elías aparecieron en la gloria y hablaron con él de su muerte, fundamento del cumplimiento de la gloria venidera, y Dios proclamó su gozo con las palabras que oyeron los discípulos: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia». Lo mismo sucederá cuando aparezca el Sol de Justicia y disperse las brumas y las nubes que han ocultado a Dios a los ojos de los hombres, y cuando haya sometido todo a su autoridad; Dios contemplará esta escena con gozo y placer infinito. Así, en Sofonías, aunque el profeta limita su visión a los elegidos de Israel, se dice: «Jehová está en medio de ti, poderoso, él salvará; se gozará sobre ti con alegría, callará de amor, se regocijará sobre ti con cánticos» (3:17).
El mismo pensamiento puede extraerse ciertamente de la ciudad santa, Jerusalén, que desciende del cielo, teniendo la gloria de Dios (Apoc. 21:10). Porque la gloria de Dios es la expresión de todo lo que él es, y esa gloria puede ahora, sin velo, brillar sin obstáculos para iluminar la tierra, para que las naciones caminen a su luz, y los reyes de la tierra le lleven su gloria.
Nos hemos detenido un poco en el aspecto terrenal de la gloria de este día, pues en verdad se revela más plenamente que el aspecto celestial. Sin embargo, hay varios aspectos de esta gloria sobre los que podemos meditar con provecho para nuestras almas. El primero es evidente: Cristo mismo será el Centro de toda la gloria. Esto se debe a quién es y a lo que ha hecho por la gloria de Dios al morir en la cruz. Solo él podría, en el gobierno, soportar y mantener toda la gloria de Dios. Además, entendemos que cuando venga, aparecerá en un triple círculo de gloria. Dijo a sus discípulos: «Porque todo el que se avergüence de mí y de mis palabras, de este el Hijo del hombre se avergonzará cuando venga en su gloria, y en la del Padre y de los santos ángeles» (Lucas 9:26). Por su propia gloria entendemos la que le es propia como hombre de los consejos de Dios, aquella de la que es glorificado a la diestra de Dios; por la gloria de su Padre, la que le es esencial como Hijo amado de Dios; y la de los santos ángeles será la que les corresponde en su elevado estado y perfección en torno al trono de Dios. Se dice, por ejemplo, que cuando un ángel descendió del cielo para anunciar la caída de Babilonia, toda la tierra se iluminó con su gloria (Apoc. 18:1). Esto nos ayudará, en cierta medida, a comprender la intensidad de la gloria angélica, cuando «miríadas de miríadas, y millares de millares» (Apoc. 5:11) de estos excelsos seres engrosen el cortejo del Hijo del hombre en su aparición. Tal será la triple gloria de Cristo cuando venga a establecer su dominio sobre el universo.
Habrá otra gloria en aquel día, porque Cristo vendrá para ser glorificado en sus santos y para ser admirado en todos los que creyeron (vean 2 Tes. 1:10). Por eso, como dice el apóstol en otro lugar, «cuando Cristo, quien es nuestra vida, sea manifestado, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Col. 3:4). A esto se refiere el Señor cuando dice: «La gloria que me has dado, yo les he dado; para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad; para que el mundo sepa que tú me enviaste, y que los has amado, como a mí me has amado» (Juan 17:22-23). No se puede decir nada más sobre este tema, porque no hemos experimentado la gloria. Pero nos ayudará en nuestras meditaciones recordar que la gloria divina es la manifestación de las perfecciones divinas, así como la gloria del Señor, como Hombre glorificado, es la manifestación de sus excelencias o perfecciones morales; del mismo modo, la gloria angélica será la revelación de la belleza moral de los ángeles, mientras que la de los redimidos consistirá en su conformidad con la imagen del Hijo de Dios, para que sea el Primogénito entre muchos hermanos.
Recordemos también que toda la gloria de la que hemos hablado está ligada, en cuanto a su manifestación, a la venida del Sol de Justicia, que pronto estallará e inundará todo el universo con su luz y su vida. En este sentido, un poeta cristiano, hablando de Cristo con este carácter, escribió:
“Brilla, hasta que tu gloria aleje
De cada ojo la nube deje
Hasta que toda morada terrenal
Salude desde lo alto el día primaveral”.“¡Brilla, brilla, Sol eterno!
Versa ricas corrientes de luz y vida;
Hasta que comience ese brillante Sábado,
Que no conoce la noche, glorioso día”.
«El que da testimonio de estas cosas dice: Sí, vengo pronto. Amén; ¡ven, Señor Jesús!» (Apoc. 22:20).