Inédito Nuevo

La perfección cristiana: ¿Qué es?


person Autor: Charles Henry MACKINTOSH 85

flag Tema: La perfección cristiana


Casi todos los que estudian el Nuevo Testamento se han sentido desconcertados alguna vez por el verdadero significado de la palabra “perfecto”, que se utiliza con frecuencia. La palabra se utiliza en tantos contextos diferentes que es importante saber lo que el Espíritu Santo quiere decir en cada caso. Creemos que el pasaje en el que se encuentra puede guiarnos a una comprensión adecuada del significado y la aplicación de la palabra en diferentes pasajes.

Somos conscientes de que el tema de la “perfección cristiana” ha suscitado muchas disputas y controversias teológicas; pero, de entrada, decimos a nuestros lectores que no pretendemos abordar la cuestión de ese modo. Nos limitaremos a llamar su atención sobre diversos pasajes del Nuevo Testamento en los que aparece la palabra “perfecto”, o al menos sobre algunos de los principales ejemplos en los que se emplea, confiando en que el Señor utilice lo que nos da a escribir, para gloria de su nombre y provecho de todos aquellos a quienes nos dirigimos. No consideraremos la palabra en el orden en que aparece, sino en el que naturalmente sugiere la necesidad real del alma.

Así, encontramos que el primer gran aspecto de la perfección cristiana nos está presentado en Hebreos 9:9, y que puede llamarse “perfección en cuanto al estado de la conciencia”.

1 - Comentario sobre Hebreos 9:9: La perfección de la conciencia

Hebreos 9:9 dice: El tabernáculo, «es un símbolo para el tiempo presente, en el cual se ofrecen dones y sacrificios que no pueden perfeccionar [teleiosai], en cuanto a la conciencia, al que practica el culto» (Heb. 9:9).

En este pasaje, el apóstol contrasta los sacrificios de la economía mosaica con el sacrificio de Cristo. Los primeros nunca produjeron una conciencia perfecta, por la sencilla razón de que ellos mismos eran imperfectos. Era imposible que la sangre de los toros o de los machos cabríos quitara los pecados y purificara perfectamente la conciencia. Podía ser eficaz durante un tiempo, un día, un mes, un año, pero no más allá. Por eso la conciencia de un adorador judío nunca era perfecta. Todavía no había alcanzado la etapa final en el estado de su conciencia. Nunca podía decir que su conciencia estaba perfectamente purificada, porque no había sido capaz de ofrecer un sacrificio perfecto.

2 - ¿Cómo la conciencia del creyente es hecha perfecta para el adorador cristiano?

Para el adorador cristiano, es muy diferente. ¡Bendito sea Dios! En lo que respecta al estado de su conciencia, ha alcanzado la última etapa moral. Nada puede recibir de más que la sangre de Jesucristo, que lo hace perfecto en cuanto a su conciencia. Tal es el sacrificio de Cristo, tal es la conciencia que se apoya en él. Nada es más sencillo, nada más sólido, nada es más consolador para una conciencia despierta. No se trata en absoluto de saber lo que soy; esa cuestión ha quedado entera y definitivamente zanjada. He sido juzgado y condenado en cuanto a mí mismo. «En mí (es decir, en mi carne), no habita el bien» (Rom. 7:18). He terminado conmigo mismo, tengo el beneficio de la sangre de Cristo. Nada más necesito. ¿Qué se puede añadir a esta preciosa sangre? Nada. Soy perfecto en cuanto al estado de mi conciencia. No necesito ninguna ordenanza, ningún sacramento, ningún requisito para perfeccionar el estado de mi conciencia. Pensar en ello, deshonra al Hijo de Dios.

Que los lectores retengan bien este punto fundamental. Si tienen dudad al respecto o si no lo tienen claro, serán completamente incapaz de entender o apreciar los diversos aspectos de la “perfección cristiana” que deseamos considerar. Es muy posible que personas devotas no disfruten de la indecible bendición de una conciencia perfecta porque están ocupados de sí mismos. Miran en su interior y no encuentran nada en lo que apoyarse (¿quién podría hacerlo?). Piensan que es presuntuoso pensar que son perfectos de alguna manera. Esto es un error. Puede ser un error piadoso, pero es un error. Si estuviéramos hablando de la perfección en la carne (que, por desgracia, muchos persiguen en vano), entonces la verdadera piedad tendría que rechazar con horror esta ilusión absurda.

Pero, gracias a Dios, no estamos hablando de perfección en la carne, alcanzada mediante un proceso de mejora moral, social o religiosa. Eso sería un trabajo pobre, triste y deprimente. Eso nos haría buscar la perfección en la vieja creación, donde reinan el pecado y la muerte. Buscar la perfección en el polvo de la vieja creación sería una tarea sin perspectiva. Y, sin embargo, ¡cuántos se empeñan en ello! Buscan mejorar al hombre y restaurar el mundo, pero con todo ello nunca han alcanzado, nunca han comprendido –e incluso niegan– el primero y más simple aspecto de la perfección cristiana, a saber, la perfección en el estado de conciencia que solo Dios puede dar.

Esta es nuestra tesis, y queremos que los lectores inseguros la comprendan en su sencillez, para que vean el sólido fundamento de su paz establecido por Dios mismo. Antes de que abandonemos estas líneas, deseamos que goce del conocimiento de que todos sus pecados le son perdonados, y que su conciencia está perfectamente limpia por la sangre de Cristo. Esta cuestión depende enteramente de un sacrificio. ¿Qué ha encontrado Dios en este sacrificio? La perfección. Y esa perfección es para nosotros.

Recuerden, la pregunta no es lo que ustedes piensan de la sangre de Cristo. No, es lo que Dios piensa de la sangre de su propio Hijo. Eso lo aclara todo. ¿Pueden ahora descansar en eso? ¿Está su conciencia liberada por la conexión con ese sacrificio perfecto? Queridos lectores, que el Espíritu de Dios les muestre la plenitud y la perfección de la obra expiatoria de Cristo en toda su claridad, y su poder para que sean liberados y sus corazones se llenen de acciones de gracias y de alabanzas.

Cómo se sobrecoge el corazón cuando se piensa en los miles de almas que permanecen en la oscuridad y la esclavitud, cuando podrían caminar en la luz y la libertad que provienen de una conciencia perfectamente purificada. Tantas cosas se mezclan con el simple testimonio de la Palabra de Dios y del Espíritu de Dios en cuanto al valor de la obra de Cristo, que es absolutamente imposible que el corazón sea liberado. Un poco de Cristo y un poco de yo, un poco de gracia y un poco de Ley, un poco de fe y un poco de obras. Así que el alma se debate entre la confianza y la duda, entre la esperanza y el miedo, según lo que predomine en ese momento. ¡Qué rara es la joya preciosa de la salvación completa, gratuita, presente y eterna! Quisiéramos que esta joya brillara con todo su fulgor divino y celestial a los ojos de los lectores. Entonces caerían las cadenas de su esclavitud espiritual. Si el Hijo los libera, serán verdaderamente libres y podrán levantarse en el poder de esa libertad y pisotear el sistema de la Ley.

Cuanto más sopesamos esta cuestión, más pensamos que el error y la confusión de tantas almas provienen de que no han comprendido claramente la muerte y la resurrección –el nuevo nacimiento– la nueva creación. Si se comprendiera enérgicamente esta gran verdad, todo se aclararía en cuanto al estado de conciencia. Mientras intente apaciguar mi conciencia con esfuerzos para mejorarme, seré infeliz o me estaré seduciendo a mí mismo. No importa qué medios se adopten para llevar a cabo este proceso; el resultado es el mismo. Si intento profesar el cristianismo para mejorar el “Yo” –mejorando mi naturaleza o restaurando mi condición en la vieja creación, seré un completo extraño a la dicha de la conciencia perfecta. «Toda carne es como la hierba» (1 Pe. 1:24). La vieja creación está bajo la influencia del pecado y su maldición. Cristo resucitado es la Cabeza de la nueva creación –«el principio de la creación de Dios» (Apoc. 3:14)– «el primogénito de entre los muertos» (Col. 1:18) (ek ton nekron).

La perfección de mi conciencia reside en el hecho de que veo, colgado de un madero, a Aquel que carga con todos mis pecados, luego coronado de gloria y honor a la diestra de Dios, en todo el esplendor de la majestad divina. ¿Qué más se puede añadir? ¿Necesito ordenanzas, ritos, ceremonias y sacramentos? Ciertamente que no. No me atrevo a añadir nada a la muerte y resurrección del Hijo eterno de Dios. Las ordenanzas del bautismo y de la Cena simbolizan grandes realidades; son infinitamente preciosas para el cristiano. Pero si, en lugar de servir para simbolizar y celebrar la muerte y resurrección de Cristo, se utilizan para suplantarlas, esto debe considerarse una trampa de Satanás y un tropiezo. Que el Señor guarde a los suyos de esto y fortalezca sus corazones en la verdad que acabamos de desarrollar, y les permita considerar los siguientes otros aspectos de la perfección cristiana.

3 - La perfección en cuanto al objeto del corazón

También aquí estamos introducidos en la nueva creación. Cristo murió para darme una conciencia perfecta. Vive para darme un objeto perfecto. Es muy claro que no puedo estar ocupado con ese objeto perfecto –la Persona de Cristo– hasta que pruebe la gran bendición de una conciencia perfecta. Debo tener una conciencia perfecta para que mi corazón se deleite en la búsqueda de la persona de Cristo. Muy pocos de nosotros saboreamos realmente la dulzura de la comunión con un Cristo resucitado, y tenemos los ojos de nuestros corazones fijos en él como su único objeto. Estamos ocupados con nuestros propios asuntos; el mundo se cuela de una manera u otra; respiramos la atmósfera oscura y turbia de la vieja creación; el yo se complace en ella; nuestra vista espiritual declina; el sentido de paz disminuye, el alma está turbada, el corazón inquieto, el Espíritu Santo se entristece, la conciencia ejercitada. Nuestros ojos se vuelven entonces hacia nosotros mismos y nuestras acciones. El tiempo que podríamos haber dedicado a la santa, preciosa y feliz ocupación de nuestro Objeto, lo empleamos en juzgarnos a nosotros mismos (¡trabajo duro, pero necesario!) para volver a disfrutar de lo que nunca debimos perder: una conciencia perfecta.

En cuanto la mirada se aparta de Cristo, suelen sentirse las tinieblas que invaden el corazón. «La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es simple, todo tu cuerpo estará lleno de luz» (Mat. 6:22), y qué es un ojo sencillo, sino aquel que se dirige a un solo objeto. Es a través del ojo que la luz divina penetra en nosotros hasta que cada parte de nuestro ser moral es iluminada, y nos convertimos en luces para los demás. Así, el alma es felizmente preservada de la oscuridad, de la perplejidad y de la ansiedad; encuentra todas sus fuentes en Cristo. Es independiente del mundo y puede avanzar cantando:

En este nombre se encuentra la salvación,

Un remedio para mis penas y preocupaciones;

Un bálsamo para cada herida:

Todo lo que necesito está ahí.

4 - Comentario sobre Filipenses 3:15

No hay palabras para expresar la bendición y el poder de tener a Jesús como objeto constante del corazón. Es la perfección, como dice el apóstol: «Por lo cual, pensemos así todos los que hemos alcanzado la madurez espiritual (teleioi); y si pensáis otra cosa, esto también os lo revelará Dios» (Fil. 3:15). Cuando Cristo habita en nuestro corazón y lo ocupa por completo, hemos alcanzado la meta moral, pues ¿cómo podríamos superar a la persona de Cristo, en quien habita toda la plenitud de la Deidad y en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia? (Col. 2:3, 9). Esto es imposible. No podemos obtener más que la sangre de Cristo, para la conciencia, ni más que la Persona de Cristo, para el corazón; así que hemos alcanzado la meta moral en ambos casos; tenemos perfección en cuanto al estado de la conciencia, y en cuanto al objeto del corazón.

Aquí tenemos la paz y el poder: paz para la conciencia y poder para los afectos. Es cuando la conciencia encuentra descanso en la sangre de Jesús que los afectos pueden avanzar y encontrar su pleno desarrollo en la persona de Jesucristo.

5 - Comentario sobre 2 Corintios 3:18

¿Qué lengua puede decir, o qué pluma puede describir los poderosos resultados morales de contemplar a Cristo? «Todos nosotros a cara descubierta, mirando como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados en la misma imagen, de gloria en gloria, como por el Espíritu del Señor» (2 Cor. 3:18). Note: «Mirando… transformados». No hay obligación legal, ni esfuerzos vanos, ni dificultades agonizantes. Contemplamos, contemplamos de nuevo, y finalmente estamos transformados de gloria en gloria en la misma imagen del Señor en el Espíritu.

Lectores, recuerden que esta es la verdadera idea del cristianismo. Una cosa es ser un hombre religioso, y otra muy distinta es ser un cristiano. Pablo era un hombre religioso antes de su conversión, pero luego fue cristiano. Hay muchas religiones en el mundo, pero muy poco cristianismo, ¡ay! ¿Por qué? Sencillamente porque a Cristo no se le conoce, no se le ama, no se le busca, y no lo tenemos delante. Pensamos más en su obra para la salvación que en él mismo. ¡Qué poco espacio tiene su bendita Persona en nuestros corazones! Solo podemos concluir que la profesión cristiana moderna no tiene más que una pálida luz parpadeante porque está habitualmente alejada de Cristo, el sol de la cristiandad. ¿Cómo puede haber luz, calor y fruto si vagamos en el oscuro submundo de los placeres mundanos, de su política y de su religión? Es inútil esperar. E incluso si hacemos de la salvación nuestro único objetivo –si nos ocupamos de nuestro estado espiritual, alimentándonos de nuestros sentimientos y de nuestras experiencias– seremos débiles y miserables, ya que estas cosas ciertamente no son Cristo.

Muchas almas, por decirlo así, se han retirado del mundo, han renunciado a sus bailes, a sus fiestas, a sus teatros, a sus exposiciones, a sus conciertos y a todo lo que se llama sus vanidades, pero no han encontrado su felicidad en un Cristo resucitado y glorificado. Se han retirado del mundo, pero para replegarse y concentrarse en sí mismos. Buscan un objeto en su religión; están cautivados por una especie de pietismo y se hallan bajo la influencia de una conciencia enfermiza o de un espíritu supersticioso, o están ocupados con experiencias pasadas. Estas personas están tan lejos de la felicidad –tan lejos de la verdadera idea del cristianismo– como las pobres gentes que buscan los placeres de este mundo. Es muy posible renunciar a la búsqueda de los placeres mundanos y convertirse en un religioso malhumorado, en un triste enfermo místico, en un hipocondríaco espiritual. ¿Qué se gana con ello? Nada, aparte de seducirse a sí mismo. Me he retirado del mundo que me rodea para encontrar un objeto en el mundo que me rodea: ¡un intercambio muy pobre!

¡Qué diferente es del verdadero cristiano! Tiene la conciencia tranquila, el corazón liberado, y contempla un Objeto que absorbe toda su alma. No necesita nada más. Háblele de los placeres de este mundo. Pregúntele si ha visitado tal o cual exposición. ¿Cuál es su digna y tranquila respuesta? “Lo he encontrado todo en Cristo; he alcanzado mi meta, no quiero más”. Esa es la respuesta del cristiano. Es muy triste cuando llegamos a hablar de los males de esto o aquello. A menudo ocurre que las personas que hablan así están preocupadas, no por Cristo, sino por su propia reputación, su propia persona, su propia coherencia consigo mismas. ¿Para qué sirve todo esto? ¿Acaso no estamos ocupados en última instancia con nosotros mismos? Lo que necesitamos es tener la mirada fija en Cristo; entonces el corazón seguirá a la mirada, y los pies seguirán al corazón. Nuestro sendero será como la luz resplandeciente que aumenta hasta que se establece la plena luz del día (Prov. 4:18).

Que Dios, en su infinita misericordia, conceda al autor y a los lectores de estas páginas una mejor comprensión de lo que es una conciencia perfecta, y un tesoro perfecto para nuestros corazones.

Al considerar el tema de la perfección cristiana, podría parecer suficiente decir que el creyente es perfecto en Cristo resucitado, completo en él, quien está «por encima de todo principado y autoridad» (Efe. 1:21). Nada puede añadirse a tal perfección. Todo esto es cierto, pero la Palabra de Dios utiliza la palabra “perfecto” de diferentes maneras. Y es importante que entendamos el sentido. Está claro que la palabra “perfecto” en Hebreos 9:9 no se aplica de la misma manera que en Filipenses 3:15. ¿No es correcto y provechoso escudriñar el libro sagrado para entender la diferencia? Con esta confianza, proseguimos nuestro examen del tema de la perfección cristiana llamando la atención de los lectores, en tercer lugar, sobre la importancia de la perfección en el principio de nuestro caminar.

6 - La perfección en el caminar: comentario sobre Mateo 5:48

En Mateo 5:48 se expone: «Sed, pues, vosotros perfectos (teleioi), así como vuestro Padre celestial es perfecto». ¿Cómo podemos ser perfectos como nuestro Padre celestial? ¿Cómo podemos alcanzar un punto tan alto y una norma tan elevada? Podemos entender ser perfectos en cuanto a la conciencia, en la medida en que esa perfección se basa en lo que Cristo ha hecho por nosotros, y ser perfectos en cuanto al objeto del corazón, en la medida en que esa perfección se basa en lo que Cristo es para nosotros. Pero ser perfectos como nuestro Padre celestial parece estar fuera de nuestro alcance.

A todo esto, podemos responder que el Señor no nos pide lo imposible. Nunca nos da una orden sin darnos la gracia necesaria para cumplirla. Por consiguiente, cuando nos pide que seamos perfectos como nuestro Padre, es evidente que nos confiere un privilegio santo, que nos reviste de una alta dignidad, y nosotros debemos tratar de comprender y apropiarnos de ambas cosas.

Entonces, ¿qué significa ser “perfectos como nuestro Padre celestial”? El contexto de Mateo 5:48 nos da la respuesta: «Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, y orad por los que os persiguen; para que así seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos; pues él hace que su sol se levante sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos… Sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mat. 5:44-45, 48).

Aquí tenemos una hermosa fase de la perfección cristiana, a saber, la perfección en el principio de nuestro caminar. Estamos llamados a caminar en gracia hacia todos e imitar así a Dios como hijos amados. Nuestro Padre envía su sol y su lluvia incluso sobre sus enemigos. Él actúa con gracia hacia todos. Él es nuestro modelo. ¿Estamos formados según este modelo?

Buscad y ved. ¿Son ustedes perfectos en los principios de su conducta? ¿Tratan con gracia a sus enemigos y a los que están en deuda con ustedes? ¿Exigen sus derechos? ¿Agarran a su prójimo por el cuello y le dicen: «Págueme lo que me debe»? Si es así, ustedes no son «perfectos como su Padre celestial». Él actúa en gracia, y ustedes en justicia. Si él actuara como ustedes, se cerraría el día de la gracia y se abriría el de la venganza. Si hubiera actuado con ustedes como ustedes actúan ahora con los demás, hace tiempo que estarían en este lugar donde no hay esperanza.

Sopesemos eso. Tengamos cuidado de no distorsionar la imagen de nuestro Padre celestial. Aspiremos a la perfección en el principio de nuestro caminar cotidiano. Nos costará algo. Puede vaciar la bolsa, pero llenar el corazón; puede reducir nuestros recursos financieros, pero ampliar nuestro círculo espiritual. Podremos entrar en un contacto más estrecho y en una comunión más profunda con nuestro Padre celestial. ¿No merece la pena? Sí, merece la pena. ¡Dios quiera que sintamos más profundamente su valor! Que sintamos más la dignidad de ser llamados, en este mundo perverso y egoísta, a representar a nuestro Padre celestial que derrama sus bendiciones sobre los ingratos e impíos. De nada sirve predicar la gracia si no la practicamos. De poco sirve hablar de la misericordia de Dios si practicamos una justicia despiadada.

Algunos dirán: “¿Cómo podemos aplicar tal principio? Nos arruinaría. ¿Cómo podremos seguir adelante con nuestros negocios si no hacemos valer nuestros derechos? Seremos gravados y saqueados por gente sin principios y malintencionada”. Esta no es la manera de llegar a una conclusión correcta sobre este punto. Un discípulo obediente nunca pregunta: “¿Cómo?”. La pregunta es: “¿Me invita el Señor Jesús a ser perfecto como mi Padre celestial es perfecto?”. Sin duda. Entonces, ¿es eso lo que pretendo si llamo a mi prójimo a la barra del tribunal? ¿Se parece eso a mi Padre? ¿Es eso lo que hace? No; ¡bendito sea su nombre! Él está en el trono de la gracia. Él reconcilia al mundo. No imputa la culpa. Eso está suficientemente claro. Todo lo que necesitamos es la plena sumisión de corazón. Inclinemos nuestras almas ante esta gloriosa verdad. Contemplemos este aspecto tan hermoso de la perfección cristiana y esforcémonos por alcanzarlo.

Si nos detenemos a pensar en las consecuencias, nunca alcanzaremos la verdad. Lo que necesitamos es ese estado moral del alma que reconoce plenamente el poder y la autoridad de la Palabra. Entonces, aunque nos quedemos cortos en los detalles, seguiremos teniendo una piedra de toque para probar nuestros caminos, y una norma para guiar el corazón y la conciencia. Pero si razonamos y argumentamos –si negamos este privilegio de ser perfectos en el sentido de Mateo 5:48– si justificamos nuestro recurso a la Ley cuando nuestro Padre no recurre a ella, sino que actúa con la gracia más absoluta, nos privamos de ese modelo perfecto sobre el que deberían formarse siempre nuestro carácter y nuestros caminos.

¡Que el Espíritu Santo nos capacite para captar este principio perfecto, someternos a él y aplicarlo en la vida práctica! Es una gran pena ver que algunos hijos de Dios adoptan en su vida cotidiana una conducta directamente opuesta a la de su Padre celestial. Debemos recordar que estamos llamados a ser sus representantes morales. Somos sus hijos, habiendo sido regenerados espiritualmente, pero estamos llamados a ser sus hijos imitando moralmente su carácter y conformándonos prácticamente a sus caminos. «Amad a vuestros enemigos, y orad por los que os persiguen… para que así seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos». Palabras sorprendentes. Estamos llamados a hacer el bien a nuestros enemigos para ser moral y típicamente hijos de Dios. Eso es lo que él hace, y nosotros estamos llamados a ser como él. ¡Ay, qué poco damos este paso! ¡Qué diferentes somos! ¡Dios quiera que podamos representarlo más fielmente!

El tiempo y el espacio nos faltarían para expandirnos como quisiéramos en esta parte tan práctica de nuestro tema, por lo que debemos pasar, en cuarto lugar, a la consideración de la perfección en el carácter de nuestro servicio.

7 - Perfección en el carácter de nuestro servicio: Comentario sobre Apocalipsis 3:2

«No he hallado tus obras perfectas (pepleromena) delante de mi Dios» (Apoc. 3:2). La palabra traducida aquí como «perfectas» es diferente de la utilizada en los 3 pasajes ya mencionados. Suele traducirse por “cumplido”, “terminado”, “realizado”. Su uso para describir las obras de la iglesia en Sardis nos enseña una lección muy solemne y aleccionadora. Tenía el nombre de vivir, pero las obras no fueron hechas directamente bajo el ojo de Dios. No hay nada más peligroso para un cristiano que tener “un nombre”. Es una verdadera trampa del diablo.

Muchos cristianos profesos han caído porque estaban preocupados por “su nombre”. Más de un siervo útil ha sido destruido por tratar de mantener un nombre. Si he ganado una reputación en cualquier servicio –como evangelista activo, como maestro dotado, como escritor claro y atractivo, como hombre de oración, como hombre de fe, por santidad notable o gran devoción personal, como persona benévola, en fin, cualquiera que sea el nombre– el peligro de naufragar es inminente. El enemigo me llevará a hacer de mi reputación mi meta en lugar de Cristo. Trabajaré para mantener un nombre en lugar de la gloria de Cristo. Estaré ocupado con los pensamientos de los hombres en vez de hacer todo lo que tengo que hacer directamente bajo el ojo de Dios.

Todo esto requiere gran vigilancia y estricto dominio propio. Puedo hacer las obras más excelentes, pero si no las hago bajo el ojo de Dios, serán una trampa del diablo. Puedo predicar el Evangelio, visitar a los enfermos, ayudar a los pobres, realizar toda una serie de actividades religiosas y no encontrarme nunca en la presencia de Dios. Puedo hacerlo por un nombre –hacerlo porque otros lo hacen o esperan que yo lo haga. Esto es muy grave. Requiere un ejercicio de oración, abnegación, estar cerca y depender de Dios, una mirada sencilla, una santa consagración a Cristo. El «yo» nos invade continuamente. Incluso en las cosas más santas, y todo el tiempo aparentando ser muy activo y muy devoto. ¡Miserable ilusión! No hay nada más terrible que tener un nombre religioso, sin vida espiritual, sin Cristo, sin sentir la presencia de Dios.

Queridos lectores, examinemos esto de cerca. Asegurémonos de comenzar, continuar y terminar nuestro trabajo bajo la mirada del Maestro. Esto dará a nuestro servicio una pureza y una elevación moral sin comparación. No paralizará nuestra energía, sino que tenderá a elevar e intensificar nuestra acción. No cortará nuestras alas, sino que guiará nuestros movimientos. Nos hará independientes de los pensamientos de los hombres y nos liberará completamente de la esclavitud de buscar a mantener un nombre o una reputación –¡una esclavitud miserable y degradante! ¡Que Dios nos libre completamente de ella! Que nos dé la gracia de realizar nuestras obras, sean pocas o muchas, grandes o pequeñas, en su bendita presencia.

8 - La perfección en el servicio (2 Tim. 3:16-17)

Habiendo dicho mucho sobre el carácter de nuestro servicio, terminaremos con unas líneas sobre la perfección de nuestro equipo para el servicio.

«Toda la Escritura está inspirada por Dios, y útil para enseñar, para convencer, para corregir, para instruir en justicia; a fin de que el hombre de Dios sea apto [perfecto], y equipado para toda buena obra» (2 Tim. 3:16-17). En esta cita, también tenemos una palabra distinta que solo aparece aquí en todo el Nuevo Testamento. Es muy expresiva. Significa “estar preparado” para cualquier eventualidad. El hombre que conoce la Palabra de Dios y se somete a ella está preparado para cualquier situación inesperada; no necesita ir a prepararse –consultar a sus autoridades– para tomar una decisión sobre algo. Está preparado en el momento. Si viene una persona preocupada, está preparado; si viene una persona curiosa, está preparado; si viene un escéptico, está preparado; si viene una persona infiel, está preparado. En una palabra, siempre está preparado. Está perfectamente equipado para cualquier ocasión.

Alabado sea el Señor por todos estos aspectos de la perfección cristiana. ¿Qué más queremos? Perfección de conciencia; perfección de propósito; perfección de andar; perfección de carácter de servicio; perfección de nuestro equipamiento. ¿Qué nos falta? ¿Qué estamos esperando? La perfección en la gloria, la conformidad perfecta de espíritu, alma y cuerpo a la imagen de nuestra Cabeza glorificada en el cielo.

Que el Señor obre así en nuestros corazones por su Espíritu, produciendo lo que es agradable a sus ojos, para que podamos permanecer «perfectos y bien asegurados en toda voluntad de Dios» (Col. 4:12).