La Iglesia de Dios

La absoluta suficiencia del nombre de Jesús


person Autor: Charles Henry MACKINTOSH 88

flag Tema: ¿Qué es la Asamblea?

(Fuente autorizada: bibletruthpublishers.com)


En un tiempo como el presente, cuando casi toda nueva idea se convierte en el centro o punto de reunión de alguna nueva asociación, no podemos menos que percibir el valor de tener convicciones divinamente formadas acerca de lo que es realmente la Iglesia de Dios. Vivimos en un tiempo de inusitada actividad intelectual y, en consecuencia, existe la más urgente necesidad de estudiar la Palabra de Dios con calma y oración. Esa Palabra –bendito sea su Autor– es como una roca que en medio del océano del pensamiento humano se mantiene inconmovible a pesar de la furia de la tempestad y del incesante embate de las olas. Y no solo se mantiene inconmovible ella misma, sino que comunica su propia estabilidad a todos los que simplemente se emplazan sobre ella. ¡Qué gracia es poder escapar así del oleaje y de las sacudidas del tempestuoso océano y hallar la calma y el reposo en esa roca eterna!

Esto, verdaderamente, es una gran bendición. Si no fuera porque tenemos «la ley y el testimonio» (Is. 8:20), ¿dónde estaríamos? ¿Adónde iríamos? ¿Qué haríamos? ¡Qué oscuridad! ¡Qué confusión! ¡Qué perplejidad! Diez mil voces discordantes llegan, a veces, al oído, y cada voz parece hablar con tanta autoridad que, si uno no conoce bien la Palabra y se apoya en ella, hay un gran peligro de ser disuadido o, al menos, tristemente conmovido y turbado. El uno le dirá a Ud. que esto es lo correcto; el otro le dirá que lo es aquello; un tercero le dirá que todo es correcto y un cuarto le afirmará que nada es correcto. Con referencia a la posición eclesiástica, Ud. se encontrará con algunos que vienen aquí, otros que van allá, algunos que van a todos lados y también algunos que no van a ninguna parte.

Ahora bien, ¿qué debe hacer uno en tales circunstancias? No todo puede ser correcto; y, sin embargo, seguramente hay algo que tiene que serlo. No puede ser que estemos obligados a vivir en el error, en las tinieblas y en la incertidumbre. «Hay una senda» –bendito sea Dios– aun cuando «nunca la conoció ave, ni ojo de buitre la vio; nunca la pisaron animales fieros, ni león pasó por ella» (Job 28:7‑8). ¿Dónde está esta senda segura y bendita? Oiga Ud. la respuesta divina: «He aquí que el temor del Señor es la sabiduría, y el apartarse del mal, la inteligencia» (Job 28:28).

Procedamos, pues, con temor del Señor, a la luz de su infalible verdad y en humilde dependencia de la enseñanza de su Santo Espíritu, a examinar el tema indicado en el encabezamiento de este escrito; y tengamos gracia para no confiar en nuestros propios pensamientos ni en los de otros, de modo que nos sometamos sinceramente para ser enseñados solo por Dios.

Ahora, para tratar provechosamente el grande e importante tema de la Iglesia de Dios, primero tenemos que consignar un hecho y, en segundo lugar, hacer una pregunta. El hecho es este: Hay una Iglesia de Dios en la tierra. La pregunta es: ¿Cuál es esa Iglesia?

1 - Hay una Iglesia de Dios en la tierra

Primeramente, pues, veamos el hecho. Hay algo en la tierra que se llama y es la Iglesia de Dios. Este es un hecho importantísimo, por cierto: Dios tiene una Iglesia en la tierra. Lo que entiendo por tal no se relaciona con ninguna organización puramente humana –tal como la iglesia griega, la iglesia de Roma, la iglesia Anglicana, la iglesia de Escocia– ni con ninguno de los varios sistemas salidos de ellas, formados y elaborados por la mano del hombre y mantenidos con los recursos del hombre. Me refiero simplemente a la Iglesia reunida por el Espíritu Santo alrededor de la persona del Hijo de Dios para adorar a Dios el Padre y tener comunión con Él. Nuestra capacidad para reconocer y apreciar esta Iglesia es un asunto totalmente diferente, el que dependerá de nuestra espiritualidad, del despojamiento de nuestro yo, del quebrantamiento de nuestra voluntad, de nuestra infantil sumisión a la autoridad de las Santas Escrituras. Si comenzamos nuestra investigación acerca de la Iglesia de Dios, o de lo que puede ser su expresión, con nuestra mente llena de prejuicios, ideas preconcebidas o predilecciones personales; o si, en nuestras investigaciones, recurrimos a la vacilante luz de los dogmas, de las opiniones y de las tradiciones de los hombres, podemos estar perfectamente seguros de que no llegaremos a la verdad. Para reconocer a la Iglesia de Dios, debemos ser enseñados exclusivamente por la Palabra de Dios y guiados por su Espíritu; porque de la Iglesia de Dios, lo mismo que de los hijos de Dios, se puede decir: “El mundo no la conoce”.

De ahí que, si de alguna manera somos gobernados por el espíritu del mundo; si deseamos exaltar al hombre; si procuramos hacer valer nuestros méritos ante los hombres; si nuestro objetivo es lograr lo que nos parece más atrayente, a saber, una posición honorable que, sin embargo, sea una trampa para nuestras almas, desde ya podemos abandonar nuestra investigación sobre la Iglesia de Dios y refugiarnos en la de las formas de la organización humana, la cual se acomoda mejor a nuestros pensamientos o a nuestras íntimas convicciones.

Además, si nuestro objetivo es encontrar una asociación religiosa en la cual se lea la Palabra de Dios, o donde se halle pueblo de Dios, en seguida podremos ver satisfecho ese propósito, pues sería difícil, por cierto, encontrar una sección del cuerpo profeso en la cual no se vea realizada una de esas condiciones (o ambas).

Por último, si meramente pretendemos hacer lo mejor que podamos, sin examinar cómo lo hacemos; si nuestro lema es «Per fas aut nefas» [1] en cualquier cosa que emprendamos; si estamos dispuestos a trastrocar aquellas serias palabras de Samuel y decir que “el sacrificio es mejor que la obediencia y la grosura de los carneros que el prestar atención”, entonces es más que inútil que prosigamos nuestra investigación sobre la Iglesia de Dios, tanto más cuanto esta Iglesia solo puede ser descubierta y aprobada por alguien que haya aprendido a huir de las diez mil sendas floridas de la conveniencia humana y a someter su conciencia, su corazón, su inteligencia, todo su ser moral a la suprema autoridad de «Así dice Jehová». En una palabra, pues, el discípulo obediente sabe que existe una Iglesia de Dios, y él también estará capacitado, por gracia, para encontrarla y para reconocer que su propio lugar está allí. Quien estudia con inteligencia la Escritura, advierte muy bien la diferencia que hay entre un sistema fundado, formado y gobernado por la sabiduría y la voluntad del hombre y la Iglesia que se reúne alrededor de Cristo el Señor y que es gobernada por Él. ¡Cuán vasta es la diferencia! Es justamente la que existe entre Dios y el hombre.

[1] N. del T.–Expresión latina castellanizada «por fas o por nefas», que significa «justa o injustamente», «por una cosa o por otra».

Pero se nos puede pedir que presentemos las pruebas bíblicas de que hay en esta tierra una Iglesia de Dios, por lo cual procederemos de inmediato a proporcionarlas; pero antes permítasenos decir que, sin la autoridad de la Palabra, todas las afirmaciones sobre puntos como este carecen totalmente de valor. Por lo tanto, «¿qué dice la Escritura?» (Rom. 4:3).

Nuestra primera cita será ese famoso pasaje de Mateo 16: «Al llegar Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Ellos dijeron: Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que Jeremías, o alguno de los profetas. Les dijo Jesús: ¿Y vosotros, quién decís que soy? Simón Pedro le respondió, diciendo: ¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo! Jesús, respondiendo, le dijo: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás; porque no te lo ha revelado carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Yo también te digo a ti, que tú eres Pedro, y sobre esta Roca edificaré mi Iglesia [2]; y las puertas del hades no prevalecerán contra ella» (v. 13‑18).

[2] N. del A. – Las palabras «iglesia» y «asamblea» provienen del mismo término griego: ekklesia. «Asamblea» transmite un mejor significado.

Aquí nuestro bendito Señor anuncia su propósito de edificar una iglesia, y revela el verdadero fundamento de ella, a saber: «Cristo, el Hijo del Dios vivo». Este es un punto sumamente importante en nuestro tema. El edificio está fundado sobre la Roca, y esa Roca no es el pobre Pedro, quien puede fallar, tropezar, errar, sino Cristo, el eterno Hijo del Dios viviente; y cada piedra de ese edificio participa de la Roca viviente, la cual, al ser victoriosa sobre todo el poder del enemigo, es indestructible. [3]

[3] N. del A. – Es de suma importancia distinguir entre lo que Cristo edifica y lo que edifica el hombre. Seguramente «las puertas del Hades» prevalecerán contra todo lo que es del hombre. Por eso sería un gravísimo error aplicar a la edificación puramente humana, palabras que solo pueden aplicarse a lo que Cristo edifica. El hombre puede edificar con «madera, heno u hojarasca» (1 Cor. 3:12); y ¿quién puede dudar –y lo decimos con dolor– de que esto es así? Pero todo lo que nuestro Señor Jesucristo edifica permanecerá para siempre. Cada obra de sus manos lleva el sello de la eternidad. ¡Alabad todos, Su glorioso nombre!

Además, un poco más adelante en el evangelio de Mateo llegamos a un pasaje igualmente familiar. «Si tu hermano peca contra ti, ve y repréndelo a solas; si te escucha, has ganado a tu hermano. Pero si no te escucha, toma contigo uno o dos, para que de boca de dos o tres testigos conste toda palabra. Si no los escucha a ellos, dilo a la iglesia; pero si no escucha a la iglesia, sea para ti como un gentil y un cobrador de impuestos. En verdad os digo, que todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo. Otra vez os digo, que si dos de vosotros estáis de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que pidáis, les será concedido por mi Padre que está en los cielos. Porque donde dos o tres se hallan reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (18:15‑20).

Tendremos ocasión de referirnos nuevamente a este pasaje en la segunda división de nuestro tema. Lo introducimos aquí meramente como un eslabón en la cadena de evidencias bíblicas acerca del hecho de que existe una Iglesia de Dios en la tierra. Esta Iglesia no es un nombre, una forma, una pretensión o una suposición. Es una realidad divina, una institución de Dios que posee Su sello y aprobación. Es algo a lo cual debe apelarse en todos los casos de ofensas y disputas personales que no pueden ser arregladas por las partes involucradas. Esta Iglesia puede consistir solo de «dos o tres» personas, la menor pluralidad, si Ud. quiere; pero ahí está, reconocida por Dios y sus decisiones ratificadas en el cielo.

Ahora bien, no tenemos que dejarnos espantar y desviar de la verdad sobre este tema por el hecho de que la iglesia de Roma haya intentado basar sus monstruosas pretensiones en los dos pasajes que acabamos de citar. Esa iglesia no es la Iglesia de Dios, edificada sobre Cristo –la Roca– y reunida al nombre de Jesús, sino una apostasía humana, fundada sobre un frágil mortal y gobernada por las tradiciones y doctrinas de los hombres. Por consiguiente, no debemos tolerar que seamos privados de la realidad de Dios por causa de la impostura de Satanás. Dios tiene su Iglesia en la tierra y nosotros somos responsables de reconocerla y de encontrar nuestro lugar en ella. Esto puede ser dificultoso en un tiempo de confusión como el actual. Ello demandará un ojo sencillo, una voluntad sumisa, un espíritu humillado. Pero el lector esté seguro de que es su privilegio poseer tanto una seguridad divina con relación a su lugar en la Iglesia de Dios como con respecto a la verdad de su propia salvación por medio de la sangre del Cordero; y no debería estar satisfecho sin esto. Yo no estaría contento de vivir una hora sin la seguridad de que estoy asociado, en espíritu y en principio, a la Iglesia de Dios. Digo en espíritu y en principio porque puede ocurrir que me halle en un lugar donde no exista ninguna expresión local de la Iglesia, en cuyo caso debo contentarme con tener comunión, en espíritu, con todos aquellos que se encuentran en el terreno de la Iglesia de Dios, y esperar que Él me franquee el camino, de manera que yo pueda gozar del privilegio real de estar presente, en persona, con los suyos para gustar las bendiciones de su Iglesia, como así también para compartir las santas obligaciones de ella.

Esto simplifica admirablemente el asunto. Si no puedo tener la Iglesia de Dios, no tendré nada a ese respecto. No me basta concurrir a una comunidad religiosa en la que hay algunos cristianos, en la que se predica el Evangelio y se administran las ordenanzas. Debo estar convencido, por la autoridad de la Palabra y por el Espíritu de Dios, que aquella está verdaderamente congregada sobre el principio de la Iglesia de Dios y que posee todas las características de ella; de otro modo, no puedo reconocerla. Puedo reconocer a los hijos de Dios que están allí, si me permiten hacerlo fuera de los límites de su sistema religioso; pero no puedo reconocer ni aprobar ese sistema en modo alguno. Si lo hiciera, solo sería como si afirmara que es totalmente indiferente que yo tome mi lugar en la Iglesia de Dios o en los sistemas del hombre, que reconozca el Señorío de Cristo o la autoridad del hombre, que reverencie a la Palabra de Dios o a las opiniones del hombre.

Sin duda, estas afirmaciones chocarán a muchos. Se hablará de santurronería, prejuicio, estrechez de miras, intolerancia y cosas similares. Pero esto no debe apenarnos mucho. Todo lo que tenemos que hacer es cerciorarnos de la verdad respecto a la Iglesia de Dios y adherirnos a ella con el corazón y enérgicamente, a toda costa. Si Dios tiene una Asamblea –y la Escritura dice que la tiene–, entonces debo estar allí y no en otra parte. Es evidente –y cada uno debe convenir en ello– que, donde hay varios sistemas antagónicos, no todos pueden ser divinos. ¿Qué debo hacer? ¿Debo contentarme con elegir el menor de los dos males? Por cierto, que no. ¿Qué, entonces? La respuesta es clara, enfática y directa: la Iglesia de Dios o nada. Si donde Ud. vive hay una expresión local de esa Iglesia, bien; esté allí en persona. Si no, conténtese con tener comunión espiritual con todos aquellos que, humilde y fielmente, reconocen y ocupan esta santa posición.

Se puede tomar por liberalismo la disposición a aprobarlo todo e ir con todo y con todos. Puede parecer muy fácil y placentero estar en un lugar “donde se da rienda suelta a la voluntad de todos y donde no es ejercitada la conciencia de ninguno”, donde podemos sostener y decir lo que nos gusta, hacer lo que nos agrada e ir adonde nos plazca. Todo esto puede parecer muy deleitoso, muy plausible, muy popular, muy atractivo; pero será estéril y amargo al final; y, en el día del Señor, con toda seguridad que todo ello será consumido por completo como tanta madera, heno y hojarasca que no podrá resistir la acción de Su juicio.

Pero prosigamos con nuestras pruebas bíblicas. En los Hechos de los Apóstoles, o más bien los Hechos del Espíritu Santo, encontramos la Iglesia formalmente establecida. Un pasaje o dos serán suficientes: «Con constancia diariamente asistían al templo; partían el pan en las casas, compartían el alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y teniendo favor con todo el pueblo. Y cada día el Señor añadía a la Iglesia los que iban siendo salvos» (Hec. 2:46‑47). Tal era el sencillo orden apostólico del principio. Cuando una persona se convertía, tomaba su lugar en la Iglesia; no había dificultad para admitirla, no había sectas ni partidos que reclamaran para sí el derecho a ser considerados una iglesia, como si tuvieran una causa propia o un interés particular. Solo había una cosa: la Iglesia de Dios, donde él moraba, actuaba y gobernaba. No era un sistema formado según la voluntad, el juicio o incluso la conciencia del hombre. El hombre aún no había emprendido la tarea de hacer una iglesia. Ese era trabajo de Dios. Era solo incumbencia y prerrogativa de Dios tanto reunir a los salvos como salvar a los dispersos. [4]

[4] N. del A. – En ninguna parte de las Escrituras se encuentra la idea de ser miembro de una iglesia. Todo creyente verdadero es miembro de la Iglesia de Dios, del Cuerpo de Cristo, y, por consiguiente, no puede ser más, propiamente hablando, un miembro de otra cosa, así como mi brazo no lo puede ser de otro cuerpo.

El único terreno verdadero en el cual los creyentes pueden reunirse es aquel expuesto en esa magnífica declaración: «(Hay) un cuerpo, y un Espíritu». Y, también, «siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo» (Efe. 4:4; 1 Cor. 10:17). Si Dios declara que no hay sino «un cuerpo», debe ser contrario a su pensamiento que haya muchos cuerpos, sectas o denominaciones.

Ahora bien, aunque es cierto que ningún número dado de creyentes, en ningún lugar, puede ser llamado «el Cuerpo de Cristo», o «la Iglesia de Dios», ellos deberían reunirse sobre el fundamento de ese Cuerpo y de esa Iglesia, y sobre ningún otro. Llamamos la atención especial del lector sobre este principio, el cual permanece en todo tiempo, lugar y circunstancia. El hecho de la ruina del testimonio de la iglesia profesa no lo altera. Ha sido cierto desde el día de Pentecostés; es verdadero en la actualidad; y lo será hasta que la Iglesia sea arrebatada al encuentro de su Jefe y Señor en la nube: «Hay un solo cuerpo». Todos los creyentes pertenecen a ese Cuerpo; y deberían reunirse solo sobre ese fundamento.

¿Por qué –podemos preguntar con razón– esto debe ser diferente ahora? ¿Por qué el regenerado debe buscar algo que esté más allá, o algo que sea diferente a la Iglesia de Dios? ¿No es suficiente estar en la Iglesia de Dios? El lugar donde Él mora, actúa y gobierna, ¿no es, acaso, el único lugar donde todos los suyos deberían estar? Sin duda que sí. ¿Deberían contentarse con alguna otra cosa? Seguro que no. Reiteramos enfáticamente: o eso o nada.

Lamentablemente, es cierto que la caída, la ruina y la apostasía han entrado. Ha crecido la vigorosa corriente del error y ha arrasado muchos de los antiguos hitos de la Iglesia. La sabiduría del hombre y su voluntad, o, si se lo prefiere, su razón, su juicio y su conciencia han puesto manos a la obra en asuntos eclesiásticos, y el resultado aparece ante nosotros en las casi innumerables y desconocidas sectas y partidos de la actualidad. No obstante, nos atrevemos a decir que la Iglesia es siempre la Iglesia, a pesar de toda la decadencia, el error y la consecuente confusión que le sobrevino. La dificultad para llegar al conocimiento de la Iglesia puede ser grande, pero, una vez logrado, su realidad es inalterada e inalterable. En los tiempos apostólicos, la Iglesia surge intrépidamente, dejando tras sí la tenebrosa región del judaísmo, por un lado, y del paganismo, por el otro. Era imposible confundirse; ella estaba allí como una gran realidad, una compañía de hombres vivientes reunidos, habitados, gobernados y dirigidos por el Espíritu Santo, de modo que el indocto o el incrédulo, cuando entraban, eran convencidos por todos e impulsados a reconocer que Dios estaba allí (véase cuidadosamente 1 Cor. 12 al 14).

De manera que, en el Evangelio, nuestro bendito Señor revela su propósito de edificar una Iglesia; esta Iglesia nos es presentada históricamente en los Hechos de los Apóstoles; luego, cuando nos dirigimos a las epístolas de Pablo, le vemos dirigirse a la iglesia de siete lugares diferentes, a saber, Roma, Corinto, Galacia, Éfeso, Filipos, Colosas y Tesalónica; y, finalmente, al principio del libro del Apocalipsis tenemos cartas dirigidas a siete iglesias distintas. Ahora bien, en todos estos lugares, la Iglesia de Dios era algo evidente, real, palpable, establecido y mantenido por Dios mismo. No era una organización humana, sino una institución divina, un testimonio, un candelero para Dios en cada lugar.

Muchas son, pues, las pruebas bíblicas del hecho de que Dios tiene una Iglesia en la tierra, reunida, habitada y gobernada por el Espíritu Santo, quien es el único y verdadero Vicario de Cristo en la tierra. El Evangelio anuncia proféticamente a la Iglesia, los Hechos la presentan históricamente y las epístolas se dirigen formalmente a ella. Todo esto es claro. Y nótese con cuidado que, sobre este tema, no deseamos prestar oídos más que a la voz de la Santa Escritura. Que no hable la razón, porque no la reconoceremos. Que la tradición no alce la voz, porque no le haremos caso. Que la conveniencia o lo que parece oportuno no espere que le prestemos atención. Nosotros creemos en la suficiencia absoluta de la Santa Escritura, la que basta para equipar por completo al hombre de Dios, a fin de prepararlo de un modo perfecto para toda buena obra (2 Tim. 3:16‑17). La Palabra de Dios o es suficiente, o no lo es. Nosotros creemos que ella es ampliamente suficiente para todo lo que le es necesario a la Iglesia de Dios. No puede ser de otro modo, ya que Dios es su Autor. Debemos o bien negar la divinidad de la Biblia, o bien admitir su suficiencia. No hay término medio, pues es imposible que Dios haya escrito un libro imperfecto o insuficiente.

Este es un principio muy solemne en relación con nuestro tema. Muchos escritores protestantes (evangélicos) han mantenido, en su ataque contra el catolicismo, la suficiencia y la autoridad de la Biblia; pero nos parece muy claro que ellos siempre están en falta cuando sus oponentes contestan el ataque pidiéndoles pruebas bíblicas que apoyen muchas cosas aprobadas y adoptadas por las congregaciones protestantes. Hay, en la iglesia del Estado y en las otras comunidades evangélicas, muchas cosas admitidas y practicadas que no tienen aprobación en la Palabra; y cuando los inteligentes y sagaces defensores del catolicismo llamaron la atención sobre estas cosas y preguntaron sobre qué autoridad bíblica se fundaban, la debilidad del protestantismo se manifestó de manera sorprendente.

Si admitimos por un momento que, sobre algún punto, debemos recurrir a la tradición y a la conveniencia ¿quién se encargará entonces de determinar su límite? Si es permisible apartarse de las Escrituras siquiera en algo, ¿hasta dónde podemos ir en tal dirección? Si se admite en alguna medida la autoridad de la tradición, ¿quién deberá fijar su extensión? Si abandonamos la bien definida y estrecha senda de la revelación divina y entramos en el vasto y enmarañado campo de la tradición humana, ¿no tiene un hombre tanto derecho como otro de elegir en él lo que desea? En resumen, es obviamente imposible enfrentar a los adherentes del catolicismo romano en cualquier otro terreno que no sea aquel en el cual la Iglesia de Dios toma posición, a saber, la suficiencia absoluta de la Palabra de Dios, del nombre de Jesús y del poder del Espíritu Santo.

Tal es –bendito sea Dios– la invencible posición ocupada por su Iglesia; y, por más débil y despreciable que pueda ser esta Iglesia a los ojos del mundo, sabemos, porque Cristo lo dijo, que «las puertas del Hades no prevalecerán contra ella». Esas puertas prevalecerán, sin duda, contra todo sistema humano, contra todas esas corporaciones y asociaciones que los hombres han erigido. Y nunca hasta ahora ese triunfo del Hades ha sido manifiesto más terriblemente que en el caso de la propia iglesia de Roma, aunque ella haya pretendido arrogantemente hacer de esta misma declaración de nuestro Señor el baluarte de su poder. Nada puede resistir el poder de las puertas del Hades, salvo esta Iglesia edificada sobre la «Piedra viviente»; y la expresión local de esta Iglesia puede estar constituida por esos «dos o tres reunidos en el nombre de Jesús», un pobre, débil y miserable puñado, la basura del mundo, los peores de todos.

Es bueno ser claros y decididos en cuanto a esto. La promesa de Cristo nunca puede fallar. Él –bendito sea Su nombre– descendió hasta el punto más bajo posible al cual su Iglesia puede ser reducida, aun a «dos». ¡Qué misericordioso! ¡Qué compasivo! ¡Qué considerado! ¿Quién como él? Él vincula toda la divinidad, todo el valor, toda la eficacia de su propio e inmortal Nombre divino a un oscuro y reducido número reunido alrededor de Él. Debe ser muy evidente para la mente espiritual que el Señor Jesús, al hablar de los «dos o tres», no pensaba en aquellos vastos sistemas que surgieron en tiempos antiguos, en la Edad Media y en la Moderna, en Oriente y en Occidente, que contaban sus adherentes y promotores no por «dos o tres», sino por reinos, provincias y parroquias. Es evidente que un reino de bautizados y «dos o tres» almas vivientes, reunidas en el Nombre de Jesús, no significan ni pueden significar lo mismo. La cristiandad bautizada es una cosa y la Iglesia de Dios es otra. Pronto veremos lo que es esta última, pero desde ya afirmamos que ellas no son ni pueden ser la misma cosa. Se las confunde constantemente, pese a que no existen dos cosas que puedan ser más distintas. [5]

[5] N. del A. – Es menester que el lector sopese la diferencia que existe entre la Iglesia considerada como «el Cuerpo de Cristo» y la Iglesia considerada como «la casa de Dios». Puede estudiar Efesios 1:22 y 1 Corintios 12 con relación al primer aspecto, y Efesios 2:21, 1 Corintios 3 y 1 Timoteo 3 en relación con el segundo aspecto. Esta distinción es tan interesante como importante.

Si deseamos saber bajo qué figura presenta Cristo al mundo bautizado, solo tenemos que mirar la «levadura» y el «grano de mostaza… que se hace árbol» de Mateo 13. La primera representa el carácter interno y el segundo el carácter externo del «reino de los cielos», de aquello que había sido originalmente establecido en la verdad y la pureza como una cosa real, aunque pequeña, la cual, por la pérfida acción de Satanás, vino a ser interiormente una masa corrompida, si bien exteriormente resultó algo popular, de gran apariencia y muy extendido en la tierra, reuniendo toda clase de gente bajo la sombra de su patrocinio. Tal es la lección –la sencilla, aunque profundamente solemne, lección– a extraer, por la mente espiritual, de la «levadura» y del «árbol de mostaza» de Mateo 13. Y podemos agregar que, de esta lección bien comprendida, resultaría la capacidad para distinguir entre el «reino de los cielos» y la Iglesia de Dios. El primero se puede comparar con una vasta ciénaga y la última con un arroyo que corre a través de la ciénaga y que está en constante peligro de perder su carácter distintivo, así como su propia dirección, por entremezclarse con las aguas circundantes. Confundir las dos cosas es dar el golpe mortal a toda disciplina piadosa y, consecuentemente, a la pureza en la Iglesia de Dios. Si el reino y la Iglesia significan la misma cosa, entonces ¿cómo actuaríamos en el caso de «esa persona malvada» de 1 Corintios 5? El apóstol nos dice que la «quitemos de entre nosotros». ¿Dónde debemos ponerla? Nuestro Señor mismo nos dice positivamente que «el campo es el mundo»; y también, en Juan 17, nos dice que los suyos no son del mundo. Esto hace que todo sea bastante claro. Pero los hombres nos dicen, pese a la declaración del propio Señor, que el campo es la Iglesia, y que la cizaña y el trigo –los impíos y los piadosos– tienen que crecer juntos y que de ninguna manera tienen que ser separados. Así, la clara y positiva enseñanza del Espíritu Santo en 1 Corintios 5 es puesta en abierta oposición a la igualmente clara y positiva enseñanza de nuestro Señor en Mateo 13; y todo esto surge del esfuerzo por confundir dos cosas distintas, a saber, el «reino de los cielos» y la «Iglesia de Dios».

El objetivo que me propuse no me permite dedicarme más al interesante tema del «reino». Bastante se ha dicho si con ello el lector ha sido convencido de la inmensa importancia de distinguir debidamente entre aquel reino y la Iglesia. Vamos ahora a examinar lo que es esta última. ¡Que el Espíritu Santo sea nuestro Maestro!

2 - ¿Qué es la Iglesia de Dios?

Al tratar el tema relacionado con lo que es la Iglesia de Dios consideraremos, para dar claridad y precisión a nuestros pensamientos, los cuatro puntos siguientes, a saber:

a) ¿Cuál es el terreno en el que se reúne la Iglesia?

b) ¿Cuál es el centro alrededor del que se reúne la Iglesia?

c) ¿Cuál es el poder por el que se reúne la Iglesia?

d) ¿Cuál es la autoridad según la que se reúne la Iglesia?

2.1 - El terreno en el que se reúne la Iglesia

En primer lugar, entonces, con respecto al terreno en el cual se reúne la Iglesia de Dios, digamos que es, en una palabra, la salvación, o la vida eterna. No entramos a la Iglesia con el objeto de ser salvos, sino como siendo ya salvos. La palabra es: «sobre esta roca edificaré mi iglesia». El Señor no dice: “Sobre mi iglesia edificaré la salvación de las almas”. Uno de los dogmas de los que Roma se jacta es este: “Fuera de la verdadera iglesia no hay salvación”. Sí, pero podemos ir más hondo y decir: “Fuera de la verdadera Roca no hay iglesia”. Quítese la Roca y no habrá nada más que una obra sin base, errónea y corrupta. ¡Qué miserable engaño es pensar que se puede ser salvo por ella! Gracias a Dios, esto no es así. Nosotros no llegamos a Cristo a través de la Iglesia, sino a la Iglesia a través de Cristo. Invertir este orden es desplazar a Cristo por completo y, de tal modo, no tener ni Roca, ni Iglesia, ni salvación. Nosotros encontramos a Cristo como un Salvador dador de vida antes de tener algo que ver con la Iglesia; de ahí que podríamos poseer la vida eterna y gozar plenamente de la salvación aunque no existiera una Iglesia de Dios en la tierra. [6]

[6] N. del A. – El lector hará bien en notar el hecho de que, en Mateo 16, tenemos la primera alusión a la Iglesia, y allí nuestro Señor habla de ella como de algo futuro. Él dice: «Sobre esta roca edificaré mi iglesia». No dice: «He edificado» ni «edifico». La Iglesia no tuvo existencia hasta que nuestro Señor Jesucristo resucitó de entre los muertos y fue glorificado a la diestra de Dios. Entonces, y solo entonces, el Espíritu Santo fue enviado para bautizar a los creyentes en un Cuerpo, fuesen judíos o gentiles, y unirlos a la Cabeza resucitada y glorificada en los cielos. Este Cuerpo estuvo en la tierra desde el descenso del Espíritu Santo, está aquí todavía y estará hasta que Cristo venga a arrebatarla consigo. Es una cosa perfectamente única. No se la encuentra en las Escrituras del Antiguo Testamento. Pablo nos dice expresamente que ella no fue revelada en otras edades; estaba escondida en Dios y jamás este misterio se dio a conocer hasta que fue confiado a Pablo (véase cuidadosamente Rom. 16:25-26; Efe. 3:3-11; Col. 1:24-27). Es cierto –muy dichosamente cierto– que Dios tuvo un pueblo en los tiempos del Antiguo Testamento. No meramente la nación de Israel, sino un pueblo espiritual, salvado, vivificado, que vivió por fe, que fue al cielo, donde sus integrantes son «los espíritus de los justos hechos perfectos» (Hebr. 12:23). Pero la Iglesia no es mencionada antes de Mateo 16, y allí solo lo es como algo futuro. Con respecto a la expresión utilizada por Esteban: «la iglesia (asamblea) en el desierto» (Hec. 7:38), por lo general es bastante conocido que se refiere simplemente a la congregación de Israel. Los dos extremos de la historia terrenal de la Iglesia son Pentecostés (Hec. 2) y el arrebato (1 Tes. 4:16-17).

No podemos ser demasiado ingenuos al asir esta verdad, en un tiempo como el presente, en el cual las pretensiones clericales se elevan tan alto. La falsamente llamada iglesia abre su seno con engañosa ternura e invita a las pobres almas cargadas de pecado, fatigadas del mundo y agotadas, a refugiarse allí. Ella, con pérfida liberalidad, abre de par en par la puerta de sus tesoros y los pone a disposición de las almas desnudas y gimientes. Y por cierto que esos recursos tienen un poderoso atractivo para aquellos que no están sobre «la Roca». Hay un sacerdocio ordenado que pretende estar ligado, por una línea ininterrumpida, a los apóstoles, pero, lamentablemente, ¡cuán diferentes son los dos extremos de la línea! Hay un sacrificio continuo, pero, lamentablemente, es un sacrificio sin efusión de sangre y, por consiguiente, sin valor (Hebr. 9:22). Hay un espléndido ritual, pero, lamentablemente, tiene su origen en las sombras de una época pasada, sombras que han sido para siempre reemplazadas por la Persona, la obra y los oficios del eterno Hijo de Dios. ¡Sea por siempre adorado su Nombre sin par!

El creyente tiene una respuesta concluyente para todas las pretensiones y promesas del sistema romano. Él puede decir que ha encontrado su todo en un Salvador crucificado y resucitado. ¿Tiene necesidad del sacrificio de la misa? Él está lavado en la sangre de Cristo. ¿Acaso necesita de un pobre sacerdote pecador y mortal que no puede salvarse a sí mismo? Él tiene al Hijo de Dios por sacerdote. ¿Necesita de un pomposo ritual con todos sus imponentes accesorios? Él adora, en espíritu y en verdad, dentro del Lugar Santísimo, donde entra con seguridad por la sangre de Jesús.

No solo tenemos que considerar al catolicismo romano al desarrollar nuestro primer punto. Tememos que, además de los católicos romanos, haya miles de personas que, en sus corazones, estén pendientes de la Iglesia, si no para lograr la salvación, al menos como si ella fuese un peldaño para alcanzarla. De ahí la importancia de ver claramente que el terreno en el cual se reúne la Iglesia de Dios es la salvación o la vida eterna; de modo que, cualquiera sea el objetivo de la Iglesia, no es por cierto el de proveer salvación a sus miembros, ya que todos estos son salvos antes de franquear el umbral de ella. La Iglesia de Dios es una casa de salvación de un extremo al otro. ¡Bendito hecho! No es una institución establecida con el propósito de proveer salvación a los pecadores, y ni siquiera para proveer a sus necesidades religiosas. Es un cuerpo vivo, salvado, formado y reunido por el Espíritu Santo para dar a conocer a los «principados y potestades en los lugares celestiales, la multiforme sabiduría de Dios» y para declarar ante el universo entero la absoluta suficiencia del Nombre de Jesús.

Ahora bien, el gran enemigo de Cristo y de la Iglesia está bien enterado del poderoso testimonio que la Iglesia de Dios está llamada y destinada a dar en la tierra; por eso él despliega toda su energía infernal para aplastar ese testimonio de cualquier manera. Él aborrece el Nombre de Jesús y todo aquello que tienda a glorificar ese Nombre. De ahí proviene su ardiente oposición a la Iglesia como un todo y a cada expresión local de ella en cualquier lugar en que se halle. Él no tiene ninguna objeción contra una mera institución religiosa erigida con el propósito de proveer a las necesidades religiosas del hombre, ya sea que esté mantenida por el esfuerzo voluntario o por el Gobierno. Ud. puede establecer lo que quiera. Puede asociarse a lo que quiera. Puede ser lo que quiera; ser algo y todo para Satanás, menos la Iglesia de Dios, pues eso es lo que él aborrece entrañablemente y lo que procurará oscurecer y arruinar por todos los medios a su alcance. Pero esos acentos reconfortantes de Cristo el Señor suenan con divina fuerza a oídos de la fe: «Sobre esta roca edificaré mi iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella».

2.2 - El centro alrededor del cual se reúne la Iglesia

Esto nos conduce naturalmente a nuestro segundo punto, a saber, cuál es el centro alrededor del que se reúne la Iglesia de Dios. El centro es Cristo, la Piedra viviente, tal como lo leemos en la epístola de Pedro: «Acercándoos a él, piedra viva, rechazada ciertamente por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual, un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo» (1 Pe. 2:4‑5).

Entonces, la Iglesia de Dios se reúne alrededor de la Persona de un Cristo vivo. No lo hace en torno a una doctrina, por más cierta que sea; ni alrededor de una ordenanza, por importante que sea, sino alrededor de una Persona divina, viva. Este es un punto vital y capital que debe ser captado claramente, sostenido tenazmente y fiel y constantemente admitido y llevado a cabo. «Acercándoos a él». No se dice “Acercándoos a lo cual”. No nos acercamos a una cosa, sino a una Persona. «Salgamos a Él» (Hebr. 13:13). El Espíritu Santo nos conduce únicamente a Jesús. Solo eso será de provecho. Se puede hablar de asociarse a una iglesia, de hacerse miembro de una congregación, de adherirse a un partido, a una causa o a un interés. Todas estas expresiones tienden a oscurecer y confundir el entendimiento, como así también a nuestra vista la idea divina de la Iglesia de Dios. No nos incumbe asociarnos a algo. Cuando Dios nos convierte, él nos asocia, por su Espíritu Santo, a Cristo, y eso debería ser suficiente para nosotros. Cristo es el único centro de la Iglesia de Dios.

Y podemos preguntar: ¿No es él suficiente? ¿No es del todo suficiente para nosotros estar unidos «al Señor»? (1 Cor. 6:17). ¿Por qué agregar algo a eso?

«Donde dos o tres se hallan reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). ¿Qué más podemos necesitar? Si Jesús está en medio de nosotros, ¿por qué pensaríamos en establecer un dirigente humano? ¿Por qué no dejamos unánimemente y de corazón que Él tome el puesto directivo y nos sometemos humildemente a Él en todo? ¿Por qué instituir una autoridad humana –bajo una u otra forma– en la casa de Dios? Pero es lo que se hace, y es conveniente hablar claramente al respecto. El hombre se ha establecido en lo que se dice que es la Iglesia. Vemos que la autoridad humana se ejerce en esa esfera en la que solo la autoridad divina debería ser reconocida. Poco importa, en cuanto al principio fundamental, que sea un papa, un pastor, un cura o un dirigente. Es un hombre que se erige en el lugar de Cristo. Puede ser el papa que designa a un cardenal, legado pontificio u obispo en su esfera de acción; o puede ser un dirigente que designa a un hombre para exhortar u orar durante diez minutos. El principio es el mismo. Es la autoridad humana que actúa en esa esfera en la cual solo debería ser reconocida la autoridad de Dios. Si Cristo está en medio de nosotros, podemos contar con él para todo.

Ahora bien, al decir esto prevemos una muy probable objeción por parte de los defensores de la autoridad humana: ¿Cómo andaría una iglesia sin ningún tipo de dirección humana? ¿No conduciría esto a todo tipo de confusión y desorden? ¿No abriría esto la puerta a cualquiera que quisiera entremeterse en la Iglesia prescindiendo por completo de los dones o capacidades? ¿No tendríamos hombres que aparecieran en toda ocasión, acosándonos con su vana cháchara y tediosa presunción?

Nuestra respuesta es muy sencilla: Jesús es todo lo que nos hace falta. Podemos confiar en él para mantener el orden en su casa. Nos sentimos mucho más seguros en su poderosa y benévola mano que en las manos del más hábil dirigente humano. Tenemos los dones espirituales acumulados en Jesús. Él es la fuente de toda autoridad y de todo ministerio. «Tiene en su mano derecha siete estrellas» (Apoc. 1:16). Confiemos solo en él, y él proveerá al orden de nuestra iglesia tan perfectamente como para la salvación de nuestras almas. Esta es justamente la razón que nos ha hecho agregar, al título de este artículo –La Iglesia de Dios– el subtítulo «La absoluta suficiencia del Nombre de Jesús». Creemos que el Nombre de Jesús es realmente suficiente, no solo para la salvación personal, sino también para todas las necesidades de la Iglesia: para el culto, la comunión, el ministerio, la disciplina, el gobierno; en una palabra, para todo. Teniéndolo a él, lo tenemos todo, y en abundancia.

Esto constituye la médula y la sustancia de nuestro tema. Nuestro único propósito es exaltar el Nombre de Jesús, y creemos que él ha sido deshonrado en lo que se llama su casa. Él ha sido destronado y la autoridad del hombre ha sido establecida. En vano Él concede un don ministerial; el poseedor de ese don no se atreve a ejercitarlo sin el sello, la aprobación y la autoridad del hombre. Y no solamente eso, sino que si el hombre piensa que es propio dar su sello, su aprobación y su autoridad a uno que no posee ni una pizca de don espiritual –y hasta inclusive ni una pizca de vida espiritual–, él es, a pesar de todo, un ministro reconocido. En resumen, la autoridad humana sin el don otorgado por Cristo hace de un hombre un ministro; mientras que un don de Cristo no lo hace si no media la autoridad del hombre. Si esto no es una deshonra para Cristo el Señor, ¿qué es?

Lector cristiano, haga una pausa aquí y considere profundamente este principio de la autoridad humana. Le confesamos que estamos ansiosos por que Ud. llegue a la raíz del asunto y que lo juzgue a fondo, a la luz de las Santas Escrituras y de la presencia de Dios. Este principio es –esté seguro de ello– la gran línea divisoria, el punto de separación entre la Iglesia de Dios y todo sistema religioso humano debajo del sol. Si Ud. examina todos esos sistemas, desde el catolicismo romano hasta la forma más refinada de asociación religiosa, encontrará en todos la autoridad del hombre reconocida y demandada. Con ella Ud. puede ministrar; sin ella no debe hacerlo. Por el contrario, en la Iglesia de Dios solo el don de Cristo hace de un hombre un ministro, prescindiendo de toda autoridad humana. «Pablo, apóstol (no de parte de los hombres, ni mediante hombre, sino por Jesucristo y por Dios Padre, que lo resucitó de entre los muertos)» (Gál. 1:1). Este es el gran principio del ministerio en la Iglesia de Dios.

Ahora bien, si el catolicismo romano es puesto en la misma categoría que todos los demás sistemas religiosos de la actualidad, entiéndase, de una vez por todas, que lo es solo con relación al principio de la autoridad del ministerio. Dios nos guarde de pretender comparar un sistema –que excluye la Palabra de Dios y que enseña la idolatría, el culto de los santos y de los ángeles y una masa de errores y de supersticiones groseras y abominables– con aquellos sistemas en los cuales la Palabra de Dios es sostenida y donde se proclama más o menos la verdad bíblica. Nada puede estar más lejos de nuestros pensamientos. Creemos que el catolicismo romano es la obra maestra de Satanás como sistema religioso, si bien muchos hijos de Dios han estado y pueden aún estar allí incluidos. Además, en esta ocasión, afirmamos abiertamente que nosotros creemos que en toda comunidad o congregación protestante se hallan santos de Dios, tanto ministros como simples fieles, y que el Señor los utiliza de muchas maneras, bendice sus obras, su servicio y su testimonio personal.

Finalmente, sentimos que es justo declarar que no moveríamos un dedo para tocar cualquiera de esos sistemas. No tenemos nada que ver con los sistemas. El Señor se encargará de ellos. Nuestra atención está centrada en los santos que se hallan en esos sistemas, para procurar, por toda acción bíblica y espiritual, conducirlos hacia su verdadera posición en la Iglesia de Dios.

Queda dicho lo suficiente como para prevenir errores, por lo cual volvemos con renovada fuerza a nuestro principio, a saber, que el hilo de la autoridad humana corre a través de todos los sistemas religiosos de la cristiandad, y que, ciertamente, no hay ni el grosor de un cabello de consistencia entre el terreno ocupado por la iglesia de Roma y el de la Iglesia de Dios. Creemos que un alma que busca sinceramente la verdad y sale de entre las tinieblas del catolicismo, no puede detenerse hasta encontrar la clara y bendita luz de la Iglesia de Dios. Le puede tomar años recorrer el espacio intermedio. Sus pasos pueden ser lentos y mesurados; pero hasta que ella no encuentre la luz, con sencillez y sinceridad piadosa, no encontrará descanso entre estos dos extremos. La Iglesia de Dios es el lugar verdadero para todos los hijos de Dios. Lamentablemente, no todos están allí; pero esto es solo una pérdida para ellos y una deshonra para el Señor. Ellos deberían estar allí, no solo porque Dios también lo está, sino porque a Él se le deja actuar y gobernar allí.

Esto último es de suma importancia en vista de que puede ser dicho: ¿No está Dios en todos lados? ¿No actúa en varios lugares? Por cierto, él está en todas partes y obra en medio del error y del mal palpables. Pero no le es permitido gobernar en los sistemas humanos, ya que lo supremo en ellos es la autoridad humana, como lo hemos demostrado ya. Además, si el hecho de que las almas se convierten y son bendecidas por Dios en un sistema es una razón para que nosotros estemos allí, entonces deberíamos estar también en la iglesia de Roma, pues ¡cuántos se han convertido y han sido bendecidos en ese terrible sistema! Incluso en el reciente avivamiento hemos oído de personas alcanzadas en capillas católicas romanas. Lo que prueba demasiado no prueba absolutamente nada; por eso ningún argumento puede ser basado en el hecho de la actuación de Dios en un lugar. Él es soberano y puede obrar donde le plazca. Nosotros debemos sujetarnos a su autoridad y trabajar donde se nos ordena hacerlo. Mi Señor puede ir adonde le plazca, pero yo debo ir adonde él lo dispone.

Pero alguno puede preguntar: ¿No hay ningún peligro de que hombres incompetentes introduzcan su ministerio en la Iglesia de Dios? En esa eventualidad, ¿dónde está la diferencia entre esa Iglesia y los sistemas humanos? Respondemos: Con toda seguridad que ese peligro existe. Pero entonces ello acontecería a pesar y no en virtud del principio. Esto marca toda la diferencia. Lamentablemente, con frecuencia vemos de pie, en medio de nuestras iglesias, hombres cuyo sentido común –sin hablar de espiritualidad– los debería mantener sentados. Con frecuencia nos hemos detenido a mirar con asombro a algunos hermanos a los que oímos esforzarse por obrar como ministros en la iglesia. Tal vez hemos pensado que la Iglesia ha sido considerada por cierta clase de hombres ignorantes, amigos de oírse hablar a sí mismos, como una esfera en la cual podrían figurar cómodamente sin tener que pasar por las aulas de la Universidad ni esforzarse por obtener un título académico. [7]

[7] N. del T. – Esta expresión ha despertado inquietud en personas que, sin tener en cuenta lo que le antecede y lo que le sucede, interpretaron que el autor supedita el ejercicio ministerial a la ilustración intelectual. Sin embargo, coincidimos con la opinión vertida por calificados hermanos, en cuanto a que esa expresión se refiere a quienes se aprovechan abusivamente de la libertad reinante en la Iglesia de Dios para hacerse oír sin estar habilitados por los «títulos» (dones) que solo concede el Señor. En otras palabras, el autor señala a los que se valen de la no exigencia de méritos académicos para dar rienda suelta a su deseo de figuración.

Todo esto es horrible y humillante. Nadie se imagine que, al luchar por la verdad tocante a la Iglesia de Dios, ignoramos u olvidamos los escollos y pruebas a los cuales ella está expuesta. Lejos de ello. Nadie podría estar, como nosotros, durante veintiocho años en ese terreno sin estar penosamente consciente de lo difícil que es mantenerlo. Pero entonces las pruebas mismas, los peligros y las dificultades se revelan como otras tantas pruebas –penosas, si se quiere, pero pruebas de la verdad de la posición–; y, si no hubiera otro remedio que apelar a la autoridad humana, a un establecimiento del hombre en el lugar de Cristo, a un retorno a los sistemas humanos, declararíamos sin titubeos que el remedio sería mucho peor que la enfermedad. Porque si fuésemos a adoptar ese remedio, ello solo manifestaría los más enojosos síntomas de la enfermedad, a saber, el rechazo a dolernos del mal y, por el contrario, la disposición a jactarnos de él como fruto de un pretendido orden.

Pero –bendito sea Dios– hay un remedio. ¿Cuál es? «Allí estoy yo en medio de ellos». Esto es suficiente. No hay un papa, un sacerdote, un ministro o un dirigente en medio de ellos, alguien que los encabece, alguien que ocupe el sillón o el púlpito. No existe un solo pensamiento de algo semejante de un extremo al otro del Nuevo Testamento. Aun en la iglesia de Corinto, donde reinaba la confusión y el desorden más grave, el apóstol inspirado jamás insinúa siquiera cosa tal como un dirigente humano, bajo un título cualquiera. «Dios no es Dios de desorden, sino de paz» (1 Cor. 14:33). Dios estaba allí para guardar el orden. Ellos tenían que depender de Él y no de un hombre, cualquiera fuese su título. Establecer a un hombre para que guarde el orden en la Iglesia de Dios es pura incredulidad y un abierto insulto a la Presencia Divina.

Se nos ha pedido con frecuencia que proporcionemos textos de la Escritura para probar la idea de la dirección divina en la Iglesia. A ello contestamos: «Allí estoy yo», y «Dios no es Dios de desorden, sino de paz». Sobre estos dos pilares, aunque no tuviéramos más, podemos apuntalar con éxito la gloriosa verdad de la dirección divina, verdad que debe salvaguardar –a todos aquellos que la reciben y la tienen como proveniente de Dios– de todos los sistemas del hombre, llámense como Ud. quiera. A nuestro juicio, es imposible reconocer a Cristo como el centro y soberano gobernante en la Iglesia y continuar aceptando el establecimiento del hombre. Cuando hemos probado una vez la dulzura de estar bajo la dependencia de Cristo, nunca más podremos volver a colocarnos bajo la servil esclavitud impuesta por el hombre. Esto no es insubordinación ni impaciente temor a todo control. Es tan solo la absoluta negativa a someternos a una falsa autoridad, a aprobar una culpable usurpación. Desde el momento en que vemos al hombre usurpar la autoridad en lo que se llama la iglesia, preguntamos simplemente: «¿Quién es Ud.?» y nos retiramos a una esfera en la cual solo Dios es reconocido. “Pero hay errores, males y abusos aun en esta misma esfera”. Indudablemente; pero, si los hay, tenemos a Dios para corregirlos o remediarlos. Luego, si una iglesia es turbada por la intrusión de hombres torpes e ignorantes, hombres que nunca guardan mesura en la presencia de Dios, hombres que, saltando descaradamente por encima del amplio dominio en el que impera el sentido común, el buen gusto y la rectitud moral, se jactan de ser guiados por el Espíritu Santo, hombres inquietos que quieren ser algo y que mantienen a la iglesia en un continuo estado de zozobra por temor a lo que puede ocurrir, una iglesia así afligida gravemente ¿qué debería hacer? ¿Abandonar el terreno con impaciencia, pena y decepción? ¿Renunciar a todo como si fuera un mito, una fábula o una vana ilusión? ¿Regresar a lo que se dejó una vez? Lamentablemente, es lo que algunos hicieron, probando así que nunca comprendieron lo que estaban haciendo o que, si lo comprendieron, no tuvieron fe para proseguir. Quiera el Señor tener misericordia de ellos y abrir sus ojos para que puedan ver de dónde han caído y obtener la exacta noción de la Iglesia de Dios en contraste con los más atractivos sistemas humanos.

Pero ¿qué debe hacer la iglesia cuando los abusos se deslizan en su seno? Sencillamente mirar a Cristo como el Señor de Su casa. Reconocerle en el lugar que le pertenece. Valerse del Nombre de Jesús para obrar sobre los abusos, cualesquiera sean. ¿Dirá alguno que esto no es suficiente? ¿Alguna vez esto demostró ser ineficaz? No lo creemos; no podemos creerlo. Y podemos decir con toda seguridad que, si el Nombre de Jesús no es suficiente, nunca tendremos recursos en el hombre y en su miserable orden. Con el socorro de Dios, nunca borraremos ese Nombre incomparable del estandarte a cuyo alrededor el Espíritu Santo nos ha reunido, para colocar en su lugar el perecedero de un hombre mortal.

Estamos plenamente enterados de las inmensas dificultades y de las penosas pruebas que se presentan en conexión con la Iglesia de Dios. Creemos que sus dificultades y sus pruebas son perfectamente características. No hay nada bajo la bóveda celeste que el diablo aborrezca más que a la Iglesia de Dios. Él removerá cielo y tierra contra esa Iglesia. Hemos visto muchos ejemplos de ello. Un evangelista que va a un lugar a predicar la absoluta suficiencia del Nombre de Jesús para la salvación del alma, tendrá a miles pendientes de sus labios. Si el mismo siervo retorna allí más tarde y, al predicar el mismo Evangelio, da un paso más y proclama la absoluta suficiencia de ese mismo Jesús para responder a todas las necesidades de una iglesia de creyentes, se verá combatido de todos lados. ¿Por qué ocurre esto? Porque Satanás aborrece la más débil expresión de la Iglesia de Dios. Ud. puede ver una ciudad librada por siglos y generaciones a su ignorante y tonta rutina de formalismo religioso, un pueblo muerto que se reúne una vez por semana para oír a un hombre muerto que cumple un servicio muerto, y que todo el resto de la semana vive en el pecado y en la insensatez. No hay ni un soplo de vida, ni una hoja que se mueva. Esto le agrada mucho al diablo. Pero venga alguien y despliegue la bandera del Nombre de Jesús –Jesús para el alma y Jesús para la Iglesia– y pronto verá Ud. un poderoso cambio. Se excita la rabia más extrema y se levanta la sombría y terrible marea de la oposición.

Creemos plenamente que este es el verdadero secreto de muchos de los mordaces ataques recientemente dirigidos contra aquellos que ocupan el terreno de la Iglesia de Dios. Sin duda, debemos deplorar los errores, equivocaciones y caídas. Le hemos dado demasiada ocasión al adversario con nuestros desatinos e inconsecuencias. Hemos sido una pobre epístola borrosa, un testimonio débil y languideciente, una luz vacilante. Por todo ello tenemos que estar profundamente humillados delante de nuestro Dios. Nada podría ser más indigno para nosotros que la pretensión de arrogarnos orgullosamente títulos pomposos y derechos eclesiásticos altisonantes. Nuestro lugar está en el polvo. Sí, amados hermanos, el lugar de la confesión y del juicio propio nos conviene en la presencia de Dios.

No obstante, no debemos abandonar la gloriosa verdad de la Iglesia de Dios porque hayamos fracasado tan vergonzosamente en llevarla a cabo; no debemos juzgar la verdad por lo que hemos mostrado de ella, sino que debemos juzgar nuestro comportamiento por medio de la verdad.

Una cosa es ocupar el terreno según Dios, y otra conducirnos apropiadamente en ese terreno; y mientras que es perfectamente legítimo juzgar nuestras prácticas por nuestros principios, no obstante, la verdad es la verdad para todo ello, y podemos estar seguros de que el diablo aborrece la verdad de la Iglesia. Un mero puñado de gente humilde, reunida en el Nombre de Jesús para partir el pan, es una espina en el costado para el diablo. Es cierto que tal iglesia excita la ira de los hombres, por cuanto echa por la borda su oficio y autoridad, lo cual no pueden soportar. Sin embargo, creemos que la raíz de todo el asunto se halla en el odio de Satanás por el testimonio especial que la Iglesia da acerca de la absoluta suficiencia del Nombre de Jesús para responder a todas las necesidades posibles de la Iglesia de Dios.

Este es un testimonio verdaderamente noble, y nosotros anhelamos con ardor verlo más fielmente manifestado. Podemos contar con una violenta oposición. Ocurrirá con nosotros como con los cautivos que regresaron en los días de Esdras y Nehemías. Podemos esperar que encontraremos muchos Rehum y muchos Sanbalat. Nehemías pudo haber ido a cualquier lugar del mundo entero a construir un muro que no fuese el de Jerusalén, y Sanbalat nunca lo habría molestado. Pero reconstruir el muro de Jerusalén era una ofensa imperdonable. ¿Por qué? Justamente porque Jerusalén era el centro terrenal de Dios, alrededor del cual él quería todavía reunir las restauradas tribus de Israel. Este era el secreto de la oposición del enemigo. Y nótese su afectado desprecio: «Lo que ellos edifican del muro de piedra, si subiere una zorra lo derribará» (Neh. 4:3). Y, sin embargo, Sanbalat y sus aliados no fueron capaces de derribarlo. Ellos podrían haber hecho cesar la obra a causa de la falta de fe y energía de los judíos; pero no habrían podido derribarlo una vez que Dios lo hubiera levantado. ¡Qué parecido con el momento actual! Seguramente no hay nada nuevo bajo el sol. Hoy también existe un afectado desprecio, pero, además, una real alarma. Si aquellos que se reúnen en el Nombre de Jesús tuviesen solamente un corazón más fiel a su bendito centro, ¡qué testimonio darían! ¡Qué poder! ¡Qué victoria! ¡Con qué fuerza llamaría la atención a su alrededor! «Donde dos o tres se hallan reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». No hay nada semejante bajo el sol, por débil y despreciable que sea. El Señor sea loado por levantar semejante testimonio para Sí en estos últimos días. ¡Quiera Él incrementar grandemente la eficacia del mismo por el poder del Espíritu Santo!

2.3 - El poder por el cual se reúne la Iglesia

Enfoquemos ahora nuestro tercer punto, a saber: cuál es el poder por el que se reúne la Iglesia. Aquí también el hombre y su acción son puestos a un lado. No es la voluntad del hombre la que elige, ni su razón la que descubre, ni su juicio el que prescribe, ni su conciencia la que exige: es el Espíritu Santo el que reúne a las almas en torno a Jesús. Como Jesús es el único centro, así también el Espíritu Santo es el único poder que congrega. El uno es tan independiente del hombre como el otro. Ocurre «donde están dos o tres congregados». No dice «donde dos o tres se congregan». Las personas pueden congregarse alrededor de un centro, en un terreno, por una influencia cualquiera, y meramente formar un club, una sociedad, una asociación, una comunidad. Pero el Espíritu Santo congrega a las almas hacia Jesús, en el terreno de la salvación; y dondequiera que ello tenga lugar, eso es la Iglesia de Dios. Puede no abarcar a todos los santos de Dios de la localidad, pero ella está realmente en el terreno de la Iglesia de Dios, y nada más lo está. Puede consistir solamente de «dos o tres», y puede haber centenares de cristianos en los diversos sistemas religiosos que les rodean; con todo, los «dos o tres» estarían en el terreno de la Iglesia de Dios.

Esta es una verdad muy sencilla. Un alma, guiada por el Espíritu Santo, se reunirá solo hacia el Nombre de Jesús; y si nosotros nos reunimos hacia cualquier otra cosa, sea hacia algún punto de la verdad, o de alguna ordenanza, en ese aspecto no somos guiados por el Espíritu Santo. No es cuestión de vida o de salvación. Miles son salvos por Cristo sin que por eso le reconozcan como su Centro. Ellos se reúnen alrededor de alguna forma de gobierno eclesiástico, alrededor de alguna doctrina favorita, de alguna ordenanza especial, de algún hombre dotado. El Espíritu Santo jamás congregará en torno a alguien o a alguna cosa. Él solo congrega alrededor de un Cristo resucitado. Esto es verdad respecto de toda la Iglesia de Dios en la tierra; y cada iglesia local, dondequiera se reúna, debería ser la expresión de la Iglesia en su totalidad.

Ahora bien, el poder de la Iglesia dependerá muchísimo de la medida en la cual cada miembro del Cuerpo de ella esté reunido con corazón íntegro en torno al Nombre de Jesús. Si me uno a un partido enarbolando opiniones particulares, si soy atraído por las personas o por la enseñanza, si, en una palabra, no es el poder del Espíritu Santo el que me guía hacia el verdadero centro de la Iglesia de Dios, solo resultaré un obstáculo, una carga, una causa de debilidad. Yo sería para la Iglesia lo que un apagador es para una vela, y, en lugar de contribuir a la iluminación y a la utilidad general, haría precisamente lo contrario.

Todo esto es profundamente práctico y debería ejercitar nuestros corazones y conducirnos al juicio de nosotros mismos con respecto a lo que nos ha atraído a la Iglesia y con relación a nuestro andar en medio de ella. Estamos completamente persuadidos de que el carácter y el testimonio de la Iglesia han sido grandemente debilitados por la presencia de personas que no entienden su posición. Algunas concurren a ella porque reciben enseñanzas y bendiciones que no pueden recibir en ningún otro lado. Algunas se allegan porque gustan de la simplicidad del culto. Otras lo hacen buscando amor. Ninguna de estas cosas está a la altura de nuestro Centro de reunión. Debemos estar en la Iglesia sencillamente porque el Nombre de Jesús es el único estandarte elevado allí y porque el Espíritu Santo nos ha «congregado» en torno a él.

Sin duda, el ministerio es muy precioso, y nosotros lo tendremos, con mayor o menor poder, donde todo esté bien ordenado. Así también, con respecto a la simplicidad del culto, estamos seguros de ser sencillos y veraces cuando la presencia divina es sentida, la soberanía del Espíritu Santo plenamente reconocida y uno se somete a ella. Con relación al amor, si allí lo vamos a buscar, seguramente nos sentiremos desilusionados; pero si somos capaces de cultivarlo y manifestarlo, podemos estar seguros de recibir bastante más de lo que esperamos o merecemos. Generalmente se encontrará que aquellas personas que se quejan constantemente de falta de amor en los demás, ellas mismas carecen de él; y, por otro lado, aquellos que andan realmente con amor le dirán que ellos reciben diez mil veces más de lo que merecen. Recordemos que la mejor manera de sacar agua de una bomba seca es echando un poco de agua en ella. Ud. puede darle a la bomba hasta cansarse y luego marcharse contrariado, impaciente, quejándose de esa horrible bomba; en tanto que, si Ud. justamente vierte dentro de ella un poco de agua, conseguirá un borbotado chorro de agua que satisfará sus mayores deseos.

Nosotros no podemos formarnos más que una débil idea de lo que sería la Iglesia si cada uno se dejara guiar por el Espíritu Santo y se reuniera solamente en torno a Jesús. Entonces no tendríamos que quejarnos de reuniones muertas, pesadas, sin provecho y fatigosas. No veríamos la intrusión profana y la acción agitada de la naturaleza humana fabricando una oración, hablando por el solo hecho de hablar, indicando un himno para llenar un vacío. Cada uno sabría su lugar en la presencia inmediata del Señor, cada vaso dotado sería llenado, adecuado y utilizado por la mano del Maestro, cada mirada sería dirigida hacia Jesús, cada corazón estaría dedicado a Él. Si fuese leído un capítulo, sería oído como la voz misma de Dios. Si fuera dicha una palabra, ella hablaría al corazón. Si fuera ofrecida una oración, esta guiaría a las almas a la misma presencia de Dios. Si fuera cantado un himno, este elevaría el espíritu hasta Dios y resonaría como las cuerdas del arpa celestial. No tendríamos ningún sermón preparado, ninguna enseñanza o predicación en las oraciones, como si le explicáramos doctrinas a Dios o le dijéramos un conjunto de cosas acerca de nosotros mismos, ninguna oración por nuestro prójimo, o petición de todo tipo de gracias para él de las cuales nosotros mismos estamos lamentablemente desprovistos, ningún cántico por amor a la música o que turbe nuestra tranquilidad si la armonía nos preocupa. Todas estas miserias serían evitadas. Nos sentiríamos en el mismo santuario de Dios y disfrutaríamos de un goce anticipado de aquel momento en que adoraremos en los atrios celestiales, de los cuales no saldremos más. Puede ser que se nos pregunte: «¿Dónde encontrará Ud. todo esto aquí abajo?». ¡Ah! esta es la cuestión. Una cosa es presentar un bello ideal sobre el papel y otra realizarlo en medio del error, de la caída y de la flaqueza. Merced a la gracia, algunos de nosotros hemos probado, a veces, un poco de esta bendición. Hemos gozado, ocasionalmente, momentos celestiales en la tierra. ¡Ojalá podamos tenerlos más! ¡Quiera el Señor, en su gran misericordia, elevar el carácter de la Iglesia de Dios en todo lugar! ¡Quiera él aumentar grandemente nuestra capacidad para gustar una comunión más profunda y un culto más espiritual! ¡Quiera él también capacitarnos para caminar así, en la vida privada de cada día, juzgándonos a nosotros y a nuestra marcha, en su santa presencia, para que, al menos, no resultemos una masa de plomo o un detrimento para la Iglesia!

Y luego, aun cuando tal vez seamos capaces de llegar prácticamente a la verdadera noción de lo que es la Iglesia, no nos contentemos con algo menos. Aspiremos sin vacilación a alcanzar el nivel más elevado, y pidamos ardientemente que podamos lograrlo. Con respecto al terreno de la Iglesia, debemos asirnos a él con celosa tenacidad y nunca avenirnos a ocupar, ni por un instante, cualquier otro. Con respecto al tono y carácter de la Iglesia, ellos pueden variar y variarán inmensamente, lo que dependerá de la fe y espiritualidad de aquellos que están reunidos. Cuando se sienta que ese tono está bajo, cuando se sienta que las reuniones no son provechosas, cuando frecuentemente se digan y se hagan cosas que los hermanos espirituales sientan que están totalmente fuera de lugar, que todos aquellos que lo sientan esperen en Dios, esperen continuamente, esperen con fe, y Él, con toda seguridad, escuchará y responderá. De este modo, las mismas pruebas y ejercicios que son peculiares de la Iglesia de Dios, tendrán el feliz efecto de impulsarnos tanto más hacia Él, y así del devorador saldrá comida, y del fuerte saldrá dulzura (Juec. 14:14). Podemos contar con que tendremos pruebas y dificultades en la Iglesia, justamente porque es la genuina y única cosa divina en esta tierra. El diablo realizará todos los esfuerzos para apartarnos de aquel santo y verdadero terreno. Él irritará la paciencia, el temperamento, herirá el amor propio, causará ofensas de mil maneras, hará cualquier cosa para hacernos olvidar de la Iglesia.

Es bueno que recordemos esto. Nosotros solo podemos mantenernos en el terreno divino por la fe. Esto caracteriza a la Iglesia de Dios y la distingue de todo sistema humano. Ud. no puede situarse allí más que por la fe. Y, además, si Ud. quiere ser alguien, si está procurando una posición, si quiere exaltarse a sí mismo, no es necesario que piense en la Iglesia. Ud. encontrará pronto su nivel allí, con tal que sea, en cualquier medida, el que deba ser. Una grandeza terrenal o mundana, de cualquier forma, jamás será tomada en cuenta en la Iglesia de Dios. La presencia divina desluce todo lo que tiene esta naturaleza y arrasa todas las pretensiones humanas. Finalmente, Ud. no puede continuar andando en la Iglesia si está viviendo en pecado secreto. La presencia divina no le satisfará. ¿No hemos experimentado con frecuencia en la iglesia un sentimiento de incomodidad causado por la reminiscencia de muchas cosas que habían escapado a nuestra consideración durante la semana? Malos pensamientos, palabras alocadas, comportamientos poco o nada espirituales, ¡todas estas cosas se amontonan en la mente y ejercitan la conciencia en la Iglesia! ¿Por qué ocurre esto? Porque la atmósfera de la Iglesia es más tónica que aquella que hemos estado respirando durante la semana.

No hemos estado en la presencia de Dios en nuestra vida privada. No nos hemos juzgado a nosotros mismos; y de ahí que, cuando tomamos nuestro lugar en una iglesia espiritual, nuestros corazones son descubiertos, nuestros caminos son expuestos a la luz; y ese ejercicio que debió haber ocurrido en privado –incluso el ejercicio tan necesario de juzgarnos a nosotros mismos– debe ocurrir cuando estamos a la Mesa del Señor. Este es un pobre y miserable trabajo para nosotros, pero prueba el poder de la presencia de Dios en la Iglesia. Es preciso que el estado de cosas esté miserablemente bajo en la Iglesia para que los corazones no sean así descubiertos y manifestados. Es una admirable evidencia de poder espiritual en la Iglesia cuando personas sin principios, descuidadas, carnales, mundanas, ambiciosas, amantes del dinero y sin conciencia son repelidas por la propia intensidad de la atmósfera divina. La Iglesia de Dios no es lugar para tales personas. Ellas pueden respirar más libremente fuera.

No podemos menos que juzgar a aquellas multitudes que se han apartado del terreno de la Iglesia porque su andar práctico no estaba de acuerdo con la pureza del lugar. Sin duda que es fácil, en todos los casos semejantes, encontrar una excusa para la conducta de aquellos que son dejados atrás. Pero si en todos los casos las raíces de los hechos fuesen puestas al desnudo, encontraríamos que muchos dejan la Iglesia por causa de su incapacidad o aversión a soportar la luz escrutadora. «Tus testimonios son muy firmes; la santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre» (Sal. 93:5). El mal debe ser juzgado, pues Dios no puede aprobarlo. Si una iglesia lo tolera, no es para nada la Iglesia de Dios, aunque esté compuesta de cristianos, como decimos. Pretender ser una iglesia de Dios y no juzgar falsas doctrinas y malos caminos, implicaría la blasfemia de decir que Dios y la iniquidad pueden habitar juntos. La Iglesia de Dios debe guardarse pura a sí misma porque ella es el lugar donde él mora. Los hombres pueden consentir el mal y llamar a esta actitud liberalidad y magnanimidad; pero la casa de Dios debe conservarse pura a sí misma. Que esta gran verdad práctica penetre profundamente en nuestros corazones y produzca su influencia santificadora sobre nuestro curso y nuestro carácter.

2.4 - La autoridad según la cual se reúne la Iglesia

Pocas palabras serán suficientes para manifestar, en último término, «la autoridad» conforme a la cual se reúne la Iglesia de Dios. Esa autoridad es la Palabra de Dios solamente. El estatuto de la Iglesia es la eterna Palabra del Dios vivo y verdadero. No lo son las tradiciones, ni las doctrinas, ni los mandamientos de los hombres. Un pasaje de la Escritura al cual nos hemos referido más de una vez, en el curso de este escrito, contiene, simultáneamente, el estandarte alrededor del cual se reúne la Iglesia, el poder por el cual se reúne y la autoridad según la cual está reunida: «el Nombre de Jesús», «el Espíritu Santo» y «la Palabra de Dios».

Ahora bien, estos tres elementos son los mismos en todo el mundo. Sea que se vaya a Nueva Zelanda, a Australia, a Canadá, a Londres, a París, a Edimburgo o a Dublín, el centro, el poder que reúne y la autoridad son una misma cosa. No podemos reconocer otro centro más que Cristo, ninguna otra energía que congregue además del Espíritu Santo, ninguna otra autoridad que no sea la Palabra de Dios, ninguna otra característica salvo la santidad de vida y la pureza de la doctrina.

Tal es la Iglesia de Dios, y no podemos reconocer ninguna otra. Podemos reconocer a los santos de Dios, amarlos y honrarlos como tales, dondequiera que los encontremos; pero a los sistemas humanos los consideramos deshonrosos para Cristo y hostiles al verdadero interés de los santos de Dios. Anhelamos ver a todos los cristianos en el verdadero terreno de la Iglesia. Creemos que este debe ser el lugar de real bendición y de testimonio eficaz. Creemos que hay un carácter de testimonio producido por la Iglesia que no podría existir si la Iglesia estuviera dividida y cada miembro fuese un Whitefield [8] por su poder evangelizador. Decimos esto sin desmedro de la obra evangelizadora. Dios no lo permita. Quisiéramos que todos fuesen Whitefield. Pero no podemos cerrar nuestros ojos al hecho de que muchos menosprecian con frecuencia la Iglesia bajo el pretexto de salir a evangelizar; y cuando rastreamos sus pasos y examinamos los resultados de su obra, encontramos que no tienen ninguna provisión para las almas que fueron convertidas por su intermedio. Parece que no supieran qué hacer con ellas. Extraen piedras de la cantera, pero no las ensamblan para hacer con ellas un edificio. Por consecuencia, las almas son dispersadas acá y allá, algunas siguen un curso inconstante, otras viven en el aislamiento, todas extraviadas con relación al verdadero terreno de la Iglesia.

[8] George Whitefield, nació el 16 de diciembre 1714 y murió el 29 o 30 de septiembre de 1770, fue un evangelista del siglo 18 en Inglaterra.

Ahora bien, nosotros creemos que todas estas personas encontrarían su lugar en la Iglesia de Dios. Deberían ser agregadas a la Iglesia para tener «comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones» (Hec. 2:42). Deberían reunirse «el primer día de la semana, para partir el pan» (20:7), pendientes del Señor Jesús para que él las edificase por boca de quien él lo deseara. Esta es la senda sencilla, la idea normal, divina, la que tal vez exija más fe para ser realizada, a causa de las numerosas sectas que actualmente están en conflicto, pero, sin embargo, es el camino simple y verdadero con respecto a la congregación.

Prevemos, por supuesto, que todo esto será tildado de proselitismo, prejuicio y espíritu partidista por aquellos que parecen considerar como el más elevado ideal de liberalidad cristiana y magnanimidad hacia el cristianismo poder decir: “Yo no pertenezco a nada”. ¡Extraña y anómala posición! Se reduce simplemente a esto: es alguien que profesa el nihilismo [9] con el objeto de eludir toda responsabilidad e ir con todos y con todo. Esta es una senda muy fácil para la naturaleza –particularmente la afable–, pero veremos lo que resultará de ella en el día del Señor. Por ahora la consideramos como una positiva infidelidad a Cristo, de la cual quiera el buen Señor liberar a los suyos.

[9] N. del T. – Negación de toda creencia. No ser de nada.

Pero ninguno se imagine que nosotros querríamos así señalar oposición entre el evangelista y la Iglesia. Nada está más lejos de nuestros pensamientos. El evangelista debería salir del seno de la Iglesia en plena comunión con ella; debería trabajar no solo para reunir las almas en torno a Cristo, sino también para llevarlas a la Iglesia, en la cual los pastores dotados por Dios las instruirían. No tenemos el menor deseo de cortarle las alas al evangelista sino tan solo de guiar sus movimientos. Estamos maldispuestos para ver una auténtica energía espiritual derrochada en un servicio incierto o incompleto. Sin duda, es un gran resultado traer almas a Cristo. La unión de un alma con Cristo es un trabajo hecho para siempre. Pero los corderos y las ovejas ¿no deben estar reunidos y cuidados? ¿Alguien puede estar satisfecho de adquirir ovejas y luego dejarlas errar por donde ellas quieran? Seguramente que no. Pero ¿dónde deberían estar reunidas las ovejas de Cristo? ¿En los corrales dispuestos por el hombre o en la Iglesia de Dios? En la última, incuestionablemente, pues ella, aunque sea débil, despreciada, denigrada y maldecida, es el lugar apropiado para todos los corderos y ovejas del rebaño de Cristo.

Aquí, sin embargo, habrá responsabilidad, cuidado, ansiedad, trabajo, una constante necesidad de vigilancia y oración, todo lo que la carne y la sangre querrían evitar en lo posible. Hay algo muy agradable y atractivo en la idea de ir por todo el mundo como evangelista, teniendo a miles pendientes de sus labios y a centenares de almas como sellos de su ministerio; pero ¿qué deberá hacerse con esas almas? Mostrarles por todos los medios que su verdadero lugar está en la Iglesia de Dios, en la cual, a pesar de la ruina y apostasía del cuerpo profeso, ellas pueden gozar de la comunión espiritual, del culto y del ministerio. Ello implicará muchas pruebas y ejercicios penosos. Esto fue así en los tiempos apostólicos. Aquellos que realmente cuidaban del rebaño de Cristo tenían que derramar muchas lágrimas, hacer subir oraciones fervientes, pasar noches en vela. Pero también, con todo ello, gustaron la dulzura de la comunión con el Pastor principal; y, cuando él aparezca, aquellas lágrimas, oraciones y desvelos serán recordados y recompensados; mientras que los falsos pastores que, sin compasión, solo toman el báculo pastoral para usarlo como un instrumento de crueldad contra las ovejas y de vergonzosa ganancia, tendrán sus rostros cubiertos con eterna confusión.

Podríamos concluir aquí si no fuera porque estamos ansiosos por responder a tres preguntas que podrían acudir a la mente del lector.

En primer lugar, se nos puede preguntar: «¿Dónde podemos encontrar lo que Ud. llama «la Iglesia de Dios», desde los días de los apóstoles hasta el siglo 19?[10] Y ¿dónde la podemos hallar ahora?» Nuestra respuesta es sencillamente esta: Tanto entonces como ahora, encontramos la Iglesia de Dios en las páginas del Nuevo Testamento. Poco importa para nosotros que Neander, Mosheim, Milner y otros numerosos historiadores eclesiásticos no hayan advertido, en sus interesantes investigaciones, ni trazas de la verdadera noción de la Iglesia de Dios desde el final de la era apostólica hasta el principio del corriente siglo. Es muy posible que haya habido, aquí y allá, entre las densas tinieblas de la Edad Media, «dos o tres» realmente reunidos en el Nombre de Jesús; o, al menos, que suspiraran tras esa verdad. Pero, de cualquier manera, esta verdad permanece completamente intacta. No edificamos sobre los documentos de los historiadores, sino sobre la infalible verdad de la Palabra de Dios; por eso, aunque pudiera probarse que por dieciocho siglos no hubo siquiera «dos o tres» reunidos en el Nombre de Jesús, ello no afectaría en absoluto la cuestión, la cual no es: ¿Qué dice la historia de la Iglesia? sino: ¿Qué dice la Escritura?

[10] N. del T. – Tómese el siglo 19 como un hito importante en la historia de la Iglesia, el que marca el período del «Despertar», en el cual fueron desenterradas verdades respecto de la Iglesia que habían permanecido olvidadas desde la época apostólica hasta entonces.

Si hubiera alguna fuerza en el argumento fundado sobre la historia, se aplicaría, igualmente, a la preciosa institución de la Cena del Señor. En efecto, ¿qué sucedió con esa ordenanza por más de mil años? Fue despojada de uno de sus grandes elementos, velada en una lengua muerta, enterrada en una tumba de superstición e intitulada: “Un sacrificio incruento por los pecados de los vivos y de los muertos”. Y aun cuando, en el tiempo de la Reforma, se le permitió nuevamente a la Biblia que hablase a la conciencia del hombre y difundiera su viva luz sobre el sepulcro en el cual yacía la Eucaristía, ¿qué fue lo que se vio? ¿Bajo qué forma aparece ante nosotros la Cena del Señor en la Iglesia Luterana? Bajo la forma de consubstanciación. Lutero negó que el pan y el vino fuesen cambiados en el cuerpo y la sangre de Cristo, pero sostuvo –y ello, además, en feroz e inflexible oposición a los teólogos suizos– que había una presencia misteriosa de Cristo con el pan y el vino.

Pues bien, ¿no deberíamos celebrar la Cena del Señor, en medio de nosotros, según la orden consignada en el Nuevo Testamento? ¿Deberíamos adherirnos al sacrificio de la misa, o a la consubstanciación, porque la verdadera noción de la Eucaristía parece haber estado perdida para la Iglesia profesa durante tantos siglos? Seguramente que no. ¿Qué debemos hacer? Tomar el Nuevo Testamento y ver lo que dice al respecto, inclinarnos con reverente sumisión ante su autoridad, aderezar la Mesa del Señor en su divina sencillez y celebrar la fiesta según la orden dada por nuestro Amo y Señor, quien dijo a sus discípulos, y por consecuencia a nosotros: «Haced esto en memoria de mí» (1 Cor. 11:24-25).

Pero también se nos puede preguntar: “¿No es más que inútil procurar realizar la verdadera noción de la Iglesia de Dios, viendo que la iglesia profesa está en una ruina tan completa?» Respondemos preguntando: ¿Debemos ser desobedientes porque el testimonio de la Iglesia esté en ruinas? ¿Debemos continuar en el error porque la dispensación ha fracasado? Seguro que no. Reconocemos la ruina, nos condolemos por ella, la confesamos, tomamos nuestra parte en ella y en sus tristes consecuencias, procuramos caminar silenciosa y humildemente en medio de ella, reconociendo que nosotros mismos somos muy infieles e indignos. Pero, aunque nosotros hayamos fracasado, Cristo no ha fracasado. Él permanece fiel; él no puede negarse a sí mismo. Él prometió estar con los suyos hasta el fin del siglo. La promesa formulada en Mateo 18:20 es tan segura hoy en día como hace casi 2.000 años atrás. «Sea Dios veraz y todo hombre mentiroso» (Rom. 3:4). Rechazamos completamente la idea de que los hombres se pongan a crear iglesias o se consideren con derecho a ordenar ministros. Lo consideramos como pura pretensión, enteramente desnuda de autoridad bíblica. Es la obra de Dios reunir una Iglesia y suscitar ministros. No nos atañe constituirnos en iglesia y ordenar funcionarios. Sin duda, el Señor es muy misericordioso y está lleno de compasión. Él soporta nuestra debilidad y gobierna nuestros errores y, si nuestro corazón le es fiel, aun en la ignorancia, él no dejará de conducirnos a una luz superior.

Pero no debemos usar la gracia de Dios como pretexto para actuar de un modo contrario a la Escritura, como tampoco debemos servirnos de la ruina del testimonio de la Iglesia como excusa para aprobar el error. Tenemos que confesar la ruina, contar con la gracia y actuar con sencilla obediencia a la Palabra del Señor. Tal es la senda de bendición en todas las épocas. Los fieles del remanente, en los días de Esdras, no pretendían el poder y el esplendor de los días de Salomón, sino que obedecieron la Palabra del Señor de Salomón y su obra fue abundantemente bendecida. Ellos no dijeron: “Las cosas están en ruinas y, por consiguiente, más vale permanecer en Babilonia y no hacer nada”. No, ellos confesaron sencillamente sus propios pecados y los del pueblo, y contaron con Dios. Esto es precisamente lo que debemos hacer. Debemos reconocer la decadencia y contar con Dios.

Finalmente, si se nos preguntase «¿Dónde está la Iglesia de Dios actualmente?», responderíamos: Donde dos o tres están congregados en el Nombre de Jesús. Esta es la Iglesia de Dios. Y nótese con cuidado que, a fin de obtener resultados divinos, es preciso estar en las condiciones divinas. Pretender aquellos resultados sin estar en estas condiciones, es solo una vana ilusión. Si no estamos realmente congregados en el Nombre de Jesús, no tenemos ningún derecho a esperar que Él esté en medio de nosotros; y si Él no está en medio de nosotros, nuestra iglesia será un asunto de poco valor. Pero es nuestro feliz privilegio estar congregados de manera tal que podamos gozar de su bendita presencia entre nosotros, y, teniéndolo a Él, no necesitamos establecer a un pobre mortal para que nos dirija. Cristo es Señor de su propia casa; que ningún mortal se atreva a usurpar su lugar. Cuando la Iglesia se reúne para el culto, Dios dirige en medio de ella, y, si Él es plenamente reconocido, la corriente de la comunión, de la adoración y de la edificación fluirá sin agitación, sin trabas y sin desvíos. [11] Todo estará en armonía. Pero, si se permite que la carne actúe, el Espíritu será contristado y apagado, y todo se echará a perder. La carne debe ser juzgada en la Iglesia de Dios, lo mismo que debería serlo en nuestro andar individual de cada día. Debemos recordar también que los errores y faltas de la Iglesia no son argumentos válidos contra la verdad de la Presencia Divina allí, como no lo son tampoco nuestros errores y faltas individuales para ser usados contra la verdad bíblica de la morada del Espíritu Santo en el creyente.

[11] N. del A. – Debemos recordar que hay una diferencia muy importante entre aquellas ocasiones en las cuales la iglesia se reúne para el culto y los servicios especiales de los hermanos. En estos últimos casos, el evangelista o el maestro, el predicador o el que enseña, sirve con su capacidad individual, siendo responsable ante su Señor. Poco importa que tales servicios tengan lugar en las salas habitualmente ocupadas por la iglesia o en otro lugar. Los que forman parte de la iglesia pueden estar presentes o no, según se sientan dispuestos. Pero cuando la iglesia, como tal, se reúne para el culto, y ocurriera que un hombre, por dotado que fuese, se atribuyera un lugar distinto del de hermano, eso sería apagar al Espíritu.

Alguno puede decir: “¿Sois vosotros, pues, el pueblo de Dios?” La pregunta no es: «¿Somos nosotros el pueblo de Dios?», sino: «¿Estamos en el terreno divino?» Si no lo estamos, cuanto antes abandonemos nuestra posición será mejor. Que hay un terreno divino, a pesar de toda la oscuridad y confusión, difícilmente será negado. Dios no ha dejado a los suyos expuestos a la necesidad de permanecer en conexión con el error y el mal. Y ¿cómo podemos saber si estamos o no en el terreno divino? Sencillamente por la Palabra divina. Probemos honesta y seriamente, mediante la confrontación con la Escritura, todo aquello con lo cual nos hallamos ligados, y, si no puede soportar la prueba, abandonémoslo de inmediato; sí, inmediatamente. Si nos detenemos para razonar o para pesar las consecuencias, seguramente equivocaremos nuestro camino. Deténgase Ud., ciertamente, para cerciorarse de cuál es el pensamiento del Señor, pero nunca para argumentar una vez que se ha cerciorado de él. El Señor nunca da luz para dar dos pasos a la vez. Él nos da luz y, cuando obramos en consecuencia, nos da más. «La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto» (Prov. 4:18). ¡Preciosa divisa, alentadora para el alma! La luz «va en aumento». No hay ninguna detención, ningún alto, ningún descanso en su logro. Ella «va en aumento» hasta que seamos introducidos en la cabal esfera de luz del perfecto día de gloria.

Lector, ¿está Ud. en este divino terreno? Si es así, aférrese a él con toda su alma. ¿Está Ud. en esta senda? Si es así, avance con todas las energías de su ser moral. Nunca se contente con algo inferior a lo que es Su morada en Ud. y a la conciencia de su cercanía respecto de él. No permita que Satanás le despoje de su propia porción al inducirle a quedarse en lo que no es más que un mero nombre. Que él no le tiente hasta el punto de hacerle tomar su ostensible posición por su real condición. Cultive la comunión íntima, la oración personal, el constante juicio de sí mismo. Esté alerta contra toda esa forma de orgullo espiritual. Cultive la humildad, la mansedumbre, el quebrantamiento de espíritu, la sensibilidad de conciencia en su propio andar privado. Procure combinar la gracia más dulce hacia los demás con el coraje de un león, cuando se trate de la verdad. Entonces será Ud. una bendición para la Iglesia de Dios y un testigo eficaz de la absoluta suficiencia del Nombre de Jesús.