Josafat — Peligros y consecuencias de las asociaciones mundanas

2 Crónicas 17 - 20


person Autor: Charles Henry MACKINTOSH 88

flag Temas: Josafat Los peligros de la vida cristiana


Estudiando la historia inspirada de los 2 reinos de Israel y de Judá, desde su separación bajo el reinado de Roboam, reconoceremos sin dificultad la profunda diferencia que existe entre ambos. La línea de reyes de Israel desde Jeroboam hasta Oseas, presenta solo una sucesión sombría y triste de hombres que hicieron lo malo a los ojos de Jehová. En vano buscaremos una excepción. Hasta el mismo Jehú –que había manifestado tanto celo y energía para abolir la idolatría– mostró, en esta sucesión, que su corazón estaba lejos de ser recto delante de Dios. De hecho, una espesa nube de idolatría cubrió toda la casa de Israel, hasta el día en que las 10 tribus fueron transportadas más allá de Babilonia, y dispersas entre los gentiles (véase Hec. 7:43; Juan 7:35).

No ocurrió lo mismo con Judá, en donde encontramos algunas felices excepciones, algunos rayos brillantes de esa lámpara que Jehová tan agraciadamente había prometido mantener en Jerusalén por amor a David su siervo (véase 2 Reyes 8:19). El alma se reconforta al leer la historia de hombres tales como Joás, Asa, Josías y Ezequías, cuyos corazones fueron consagrados al servicio del santuario, y que, por consecuencia, ejercieron una santa influencia en su época.

Quisiera detenerme un poco en la vida de uno de estos hombres de Dios, confiando en que el Señor nos guiará en este intento para provecho y edificación de las almas.

1 - 2 Crónicas 17

Josafat, rey de Judá, nos está presentado en el capítulo 17 de 2 Crónicas. Allí vemos a Dios, en su gracia, estableciendo a su siervo en el reino, y al pueblo de Dios reconociéndolo. Lo primero que hace Josafat es hacerse «fuerte contra Israel» (v. 1). Esto es digno de notarse. Israel y su rey fueron siempre una trampa para el corazón de Josafat. Pero al principio de su carrera, durante el primer frescor de su piedad, como rey fue capaz de fortalecer su reino contra el poder de Israel. Ahora bien, esto es lo que a menudo se observa en la historia de los cristianos. Los males de los que más cuidado tuvieron al comienzo de su carrera, terminaron convirtiéndose en sus peores trampas en una etapa posterior de sus vidas.

¡Qué dicha cuando a un conocimiento creciente de las tendencias de nuestro corazón, añadimos un espíritu creciente de vigilancia! Pero, lamentablemente, ¡no siempre sucede así! Al contrario, demasiado a menudo hallamos cristianos que, a pesar de llevar varios años en la fe, se dejan llevar por cosas que al comienzo de su carrera su conciencia habría reprobado. Se dirá tal vez que se libraron de un espíritu de legalismo; pero ¿no será más bien que perdieron la claridad y delicadeza de la conciencia? Sería muy triste que el resultado de una mayor amplitud de consideraciones fuese un espíritu despreocupado o una conciencia endurecida, o si el conocimiento de principios más elevados de la verdad tendiera a volver autocomplacientes, indiferentes y mundanos a los que antes vivían en la renuncia de sí mismos y la separación del mundo. Pero no es así. Crecer en el conocimiento de la verdad, es crecer en el conocimiento de Dios, y cuanto más conocido es Dios, más el alma crece en la santidad práctica. Es de temer que la conciencia que, sin ninguna reprobación, puede dejar pasar cosas que en otro tiempo habría rechazado, se halle bajo la endurecedora influencia de la seducción del pecado en vez de estar bajo el efecto de la verdad de Dios.

Toda la escena que nos presenta el capítulo 17 está llena de interés. No solo Josafat conserva las conquistas de Asa, su padre, sino que, por sus esfuerzos personales, aumenta también los recursos de su reino. Todo está bien ordenado. «Y Jehová estuvo con Josafat, porque anduvo en los primeros caminos de David su padre, y no buscó a los baales, sino que buscó al Dios de su padre, y anduvo en sus mandamientos, y no según las obras de Israel. Jehová, por tanto, confirmó el reino en su mano, y todo Judá dio a Josafat presentes; y tuvo riquezas y gloria en abundancia. Y se animó su corazón en los caminos de Jehová, y quitó los lugares altos y las imágenes de Asera de en medio de Judá» (2 Crón. 17:3-6). Aquí radicaba el verdadero secreto de su prosperidad: «Se animó su corazón en los caminos de Jehová». Cuando el corazón es animado de esa manera, todo marcha bien.

2 - 2 Crónicas 18

Pero ¡qué cambio encontramos en el capítulo 18! El diablo se sirve de la prosperidad de Josafat para tenderle una trampa. «Tenía, pues, Josafat riquezas y gloria en abundancia; y contrajo parentesco con Acab» (2 Crón. 18:1).

Ya vimos que Josafat había reforzado su reino; pero el enemigo viene a él de una forma para la cual Josafat no parece haber estado preparado: no ataca su reino, sino su corazón. No viene como león, sino como serpiente. Las «ovejas y bueyes» de Acab (v. 2), demostraron ser más efectivas que sus hombres de guerra. Si Acab le hubiera declarado la guerra a Josafat, ello solo habría hecho que este se apoyara en Jehová; pero Acab no lo hace. El reino de Josafat estaba fortificado contra los ataques de Acab, pero su corazón permanecía abierto a las seducciones del rey de Israel. Esto es realmente solemne. A menudo hacemos grandes esfuerzos contra el mal en alguna de sus formas, mientras que lo dejamos entrar en otra.

Josafat, al comienzo, se había hecho fuerte contra Israel, y ahora contrae parentesco con el rey de Israel. Y ¿por qué? ¿Acaso se había producido algún cambio para bien en este último? ¿Acaso el corazón de Acab se había vuelto hacia Jehová? De ninguna manera. Seguía siendo el mismo, pero la conciencia de Josafat había perdido mucho de su primera sensibilidad; se acercó al mal y se mezcló con él; tocó el lodo y se manchó. «Contrajo parentesco con Acab». Aquí estaba el mal, un mal que, aunque lento en su acción, tarde o temprano habrá de dar su fruto. «El que siembra para su carne, de la carne cosechará corrupción» (Gál. 6:8); principio que inevitablemente se cumplirá. El pecado, por la gracia, puede ser perdonado, pero el fruto del pecado se manifestará en su debido tiempo según el gobierno de Dios. Jehová dejó pasar el pecado de David en lo tocante a Urías; pero el niño murió, y Absalón se rebeló. Siempre será así. Si sembramos para la carne, segaremos corrupción. La carne no puede producir nada más.

En el caso de Josafat, solo al cabo de «algunos años» los resultados de sus deslices comenzaron a manifestarse. «Y después de algunos años descendió a Samaria para visitar a Acab; por lo que Acab mató muchas ovejas y bueyes para él, y para la gente que con él venía: y le persuadió que fuese con él contra Ramot de Galaad» (2 Crón. 18:2). Satanás conoce su terreno; sabe dónde la semilla del mal echó raíces; conoce el corazón preparado para responder a su tentación; sabía que el parentesco que el rey de Judá había contraído con el rey de Israel, había preparado al primero para dar otros pasos en este camino descendente. Cuando un cristiano entabla amistad con el mundo, abre el camino para ser persuadido por el mundo y para entrar en un camino no cristiano. David recibió la ciudad de Siclag de manos de Aquis, y el primer paso que dio luego, fue unirse a Aquis para luchar contra Israel (1 Sam. 27:6; 28:1).

El mundo jamás le dará nada a un hijo de Dios sin pedirle mucho a cambio. Una vez que el rey de Judá le permitió a Acab que matara muchas ovejas y bueyes para él, le resultó difícil no satisfacer el deseo de Acab en relación con Ramot de Galaad. No deber nada al mundo, es, pues, el camino más seguro. Josafat no debió haber tenido nada que ver con Acab; debió haberse conservado puro. Jehová no estaba con Acab, y aunque podía parecer deseable arrancar una de las ciudades de refugio de las manos del enemigo, Josafat, sin embargo, debería haber sabido que no debía hacer «el mal para que llegue el bien» (Rom. 3:8). Si nos unimos al mundo en sus propósitos, nos veremos envueltos en sus turbaciones.

Ramot de Galaad había sido designada en otro tiempo como ciudad de refugio para el homicida involuntario (Deut. 4:43). Acab tenía por objeto recuperarla de mano del rey de Siria. Pero detrás de esta expedición podemos descubrir la trampa del enemigo que se preocupaba poco de la ciudad de refugio, con tal que, por este medio, pudiese desviar a un hijo de Dios de la senda de pureza y separación. El diablo siempre encontró que los objetos religiosos y caritativos fueron los más eficaces para ejercer influencia en aquellos que pertenecen a Dios. No viene primero a ellos con algo abiertamente impío; no tentará a un creyente a unirse al mundo para un propósito malvado, por cuanto sabe bien que una conciencia delicada se negará a ello. Pondrá más bien delante de los ojos algún objeto bueno y deseable a fin de cubrir sus planes con el manto de la religión y la beneficencia y, de este modo, atrapar a aquellos a quienes quiere seducir.

Pero hay una verdad que, si se la lleva a la práctica, librará eficazmente al cristiano de toda asociación con los hombres de este mundo. El apóstol, por el Espíritu Santo, nos enseña que los incrédulos son «descalificados para toda buena obra» (Tito 1:16). Esto es suficiente para un corazón obediente. No debemos unirnos a tales personas. No importa lo que nos propongan: obras de beneficencia u obras religiosas, la Escritura nos dice que son reprobados, sí, réprobos, aunque profesan conocer a Dios. Esto debe bastar para nosotros. Dios no puede aceptar ni reconocer las obras ni ofrendas de aquellos cuyos corazones están lejos de él, y la Iglesia no debería unirse a ellos, aun cuando sea para la realización de cosas deseables. «Guárdate puro» es una valiosa exhortación para todos nosotros. «El obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros» (1 Tim. 5:22; 1 Sam. 15:22). Habría sido infinitamente mejor y más aceptable para Josafat haberse conservado puro de todo contacto con las contaminaciones de Acab, que haber recuperado Ramot de mano de los sirios, en caso de haberlo logrado.

Josafat tuvo que aprender esto por una penosa experiencia. Y de la misma manera la inmensa mayoría de nosotros aprendemos también nuestras lecciones. Podemos hablar mucho de algunas verdades, pero conocerlas poco por experiencia. Cuando Josafat al comienzo de su carrera se hizo fuerte contra Israel, no se imaginaba que más tarde caería en la trampa del más malvado de los israelitas. La única salvaguardia eficaz contra el mal es estar en comunión con Dios respecto a él. Cuando consideramos el mal a la luz de la santidad divina, vemos no solo el acto, sino el principio, y si el principio no es bueno, sea cual fuere el resultado, no tenemos nada que ver con él. Pero para actuar así con el mal se requiere un ejercicio importante de alma delante de Dios; mucha espiritualidad, juicio de sí mismo, oración y vigilancia. Quiera el Señor concedernos estas cosas, así como una conciencia más sensible y delicada en su presencia.

No nos imaginamos las tristes consecuencias que resultan de un desliz en la marcha de un hijo de Dios. No siempre los resultados aparecen ante nosotros en toda su extensión; pero el enemigo se encargará de manejar el asunto, no solo para perjudicar al que cometió la falta, sino también a los que son testigos de esa falta y se ven afectados por ella. Josafat no solo cayó él en la trampa, sino que arrastró a todo su pueblo. «Yo soy como tú», le dice a Acab, y añade: «Y mi pueblo como tu pueblo» (2 Crón. 18:3). ¡Qué terreno bajo y despreciable para un hombre de Dios! ¡Qué lugar para introducir al pueblo de Dios! «Yo soy como tú». Esto es lo que había dicho Josafat, y qué bueno que sus palabras no se hayan cumplido durante su vida. Dios no lo juzgó a él de la misma forma que juzgó a Acab. Allí estaba su verdadera seguridad, aun en medio de las terribles consecuencias de su irreflexiva conducta. Si bien había contraído parentesco con Acab para llevar a cabo sus planes, no se hizo con él de la misma forma que con Acab al final de su carrera; no terminó perforado por una flecha, ni tampoco los perros lamieron su sangre, como sí sucedió con Acab. Jehová había establecido entre Acab y él una diferencia.

Pero debemos recordar que cuando un cristiano se une al mundo para cualquier propósito o fin, ya sea religioso o filantrópico, es como si dijese lo mismo que Josafat le dijo a Acab: «Yo soy como tú». Que el lector cristiano se pregunte: “¿Es esto justo?”; “¿Está preparado para decir esto?”. De nada servirá decir que no debemos juzgar a los demás. Josafat debió haber juzgado, como lo demuestra el lenguaje utilizado por el profeta Jehú, cuando le salió al encuentro a su regreso de Ramot: «¿Al impío das ayuda, y amas a los que aborrecen a Jehová?» (2 Crón. 19:2). ¿Cómo habría podido saber, sin juzgar, quién era impío o quién aborrecía a Jehová? No tenemos ciertamente ningún derecho a juzgar «a los de afuera» (1 Cor. 5:12), pero tenemos el deber de ejercer nuestro juicio respecto a aquellos con los que entramos en comunión. Esto no implica en absoluto la idea de una superioridad personal sobre nadie en particular. No quiere decir: «Estate en tu lugar, no te acerques a mí, porque soy más santo que tú» (Is. 65:5). No; sino: “Debo apartarme, porque Dios es santo. Este es el verdadero principio. Nos separamos del mal conocido y manifiesto, sobre el fundamento de lo que Dios es, y no de lo que somos nosotros: «Sed santos, porque yo soy santo» (1 Pe. 1:16).

Pero Josafat no mantuvo esta separación del mal, y, como lo señalamos, en su caída arrastró a otros. Debemos aprender de esto una importante lección. Josafat, podemos suponer, había ganado una considerable influencia sobre su pueblo por la devoción que previamente había demostrado hacia Jehová; la confianza y el afecto de los corazones le pertenecían, y, hasta cierto punto, esto era justo. Está bien que se ame a aquellos que andan con devoción y se tenga confianza en ellos; pero debemos guardarnos celosamente de la peligrosa tendencia de la influencia personal. Solo una persona de considerable influencia habría podido decir: «Mi pueblo [es] como tu pueblo». Podía decir: «Yo soy como tú», pero no más. Cuando esta gran influencia se utiliza fuera de la comunión con Dios, solo puede hacer del hombre un instrumento de mal más eficaz. Satanás sabía esto; conocía la posición de Josafat; no se fijó en un hombre ordinario de Judá, sino en el hombre más prominente e influyente que pudiera hallar, sabiendo muy bien que, si lograba desviarlo del camino recto, otros lo seguirían.

Y no se equivocó. Muchos sin duda dirán: “¿Qué mal puede haber en que nos unamos a la expedición de Acab? Si hubiera algo malo, seguramente un hombre tan piadoso como Josafat no participaría de ella. Mientras lo veamos allí, podemos estar tranquilos sobre ese asunto”. Y aunque este no fuera el lenguaje que algunos pudieron haber usado en los días de Josafat, ciertamente es el que muchos emplean hoy día. ¡Cuán a menudo oímos decir a los cristianos: “¿Cómo podrían estar mal estas o aquellas cosas, cuando vemos a hombres de bien, piadosos, asociados a ellas y ocupados en ellas?”! Razonar de esta manera es absolutamente falso y malo de un extremo al otro; es comenzar por el lado equivocado. Que los demás hagan lo que quieran según su propio juicio. Nosotros somos responsables ante Dios de actuar según sus principios. Debemos ser capaces, por gracia, humildemente, pero con determinación, de dar razones sanas e inteligentes de por qué adoptamos tal o cual curso de acción, independientemente de lo que hagan los demás. Sabemos además que los mejores hombres pueden equivocarse y actuar mal. No son, pues, ni pueden ser nuestros guías. «Para con su propio señor está en pie o cae» (Rom. 14:4). Una mente espiritual, una conciencia iluminada por la Palabra de Dios, un sentimiento real de nuestra responsabilidad personal, al mismo tiempo que honestidad e integridad en la conducta, son las cosas que necesitamos especialmente. Si nos faltan estas cosas, nuestra marcha será defectuosa.

Pero se puede decir que hay pocos, por no decir ninguno, que ocupan una posición tal que su conducta pueda ejercer una influencia tan amplia como la de rey Josafat. Para responder a esta objeción, es necesario detenernos un momento en una verdad tristemente descuidada en nuestros días: la de la unidad del Cuerpo de Cristo, y del consiguiente efecto que produce en todo el Cuerpo la conducta de cada miembro, por oscuro que sea.

La gran doctrina de la unidad de la Iglesia en la tierra es, lamentablemente, débilmente comprendida y puesta en práctica, aun por los cristianos más inteligentes y espirituales. La razón de ello es evidente: Esta doctrina es considerada a la luz de la condición actual de la Iglesia, y no tal como el Nuevo Testamento la presenta; por ello, la unidad jamás puede ser comprendida. Si simplemente tomamos la Escritura como nuestra guía, no tendremos ninguna dificultad a este respecto. Allí leemos: «Si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él» (1 Cor. 12:26). Este principio no tenía ninguna aplicación en el tiempo del rey Josafat, porque el Cuerpo de Cristo efectivamente no existía. Todos los miembros estaban inscritos en el libro de Dios; pero «fueron luego formados, sin faltar uno de ellos» (Sal. 139:16). Existían en el propósito de Dios, pero este propósito aún no se había cumplido. Por eso, aunque un número importante fue arrastrado por la influencia de Josafat, no lo fue de ninguna manera según el principio indicado en el pasaje citado más arriba. No se trata aquí de que, a causa de uno, todos sufren por el hecho de ser un cuerpo, sino de que muchos se dejaron extraviar por uno al seguir su ejemplo. La distinción es muy importante. No hay un solo miembro de la Iglesia, por oscuro que sea, cuya senda y conducta no afecten, en alguna medida, a todos los miembros. «Fuimos bautizados en un mismo Espíritu para constituir un solo cuerpo, seamos judíos o griegos, seamos esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un solo Espíritu» (1 Cor. 12:13). Por eso, si un creyente se conduce de una manera relajada y negligente, si no está en comunión con Dios, si no ora, si descuida la vigilancia y el juicio de sí mismo, perjudica realmente a todo el Cuerpo; pero si, en cambio marcha lleno de salud y vigor espiritual, promueve el bien de todos.

Josafat tuvo una lucha interior cuando cedió a la solicitud de Acab. Podemos ver la acción de la conciencia en las palabras que le dirige al rey de Israel: «Te ruego que consultes hoy la palabra de Jehová» (2 Crón. 18:4). Pero ¡cuán vano era pedir la guía de Dios, después de haber dicho: «Yo soy como tú, y mi pueblo como tu pueblo; iremos contigo a la guerra» (v. 3)! Es una verdadera burla pedir la dirección de Dios cuando las decisiones ya han sido tomadas; y, sin embargo, ¡cuán a menudo actuamos así! ¡Cuán a menudo decidimos lo que haremos, y luego vamos al Señor para pedirle que nos dirija! Todo esto es deplorable; es honrar a Dios de labios solamente, mientras el corazón está en positiva rebelión contra él (véase Is. 29:13). En vez de obtener la dirección solicitada, ¿no deberíamos más bien temer ser decepcionados por un espíritu de mentira? (2 Crón. 18:21). A Acab no le faltaban consejeros. Rápidamente «reunió a cuatrocientos profetas» (v. 5), todos dispuestos a aconsejarle según el deseo de su corazón. «Sube» –dijeron– «porque Dios los entregará en mano del rey». Esto es lo que él quería. No ha de asombrarnos que Acab estuviera totalmente satisfecho con tales profetas: todos ellos le convenían.

Pero seguramente Josafat ni siquiera debió haber aparentado que los reconocía como profetas de Jehová, como evidentemente lo hizo, cuando dijo: «¿Hay aún aquí algún profeta de Jehová?» (v. 6). Si hubiese sido fiel a Jehová, inmediatamente habría negado el derecho a estos falsos profetas de dar consejos. Pero, lamentablemente, fomenta plenamente la religión del mundo y sus ministros. No se decidió a herir los sentimientos de Acab actuando fielmente respecto a sus profetas. Todos ellos parecían ser hombres correctos.

¡Qué terrible es caer en una condición de alma en la que somos incapaces de dar un testimonio claro y fiel contra los ministros de Satanás! “Debemos ser tolerantes, de mentalidad abierta” –se dice– “debemos evitar herir los sentimientos de la gente”; “Hay gente honesta en todas partes”. Pero la verdad es la verdad; no podemos poner el error por la verdad, ni la verdad por el error. El secreto deseo de estar bien con el mundo es lo que conducirá siempre a esta despreocupada manera de actuar respecto del mal. Si queremos estar bien con el mundo, que sea al menos a costa de nosotros, y no a expensas de la verdad de Dios. A menudo se dice: “Debemos presentar la verdad de una manera tal que resulte atractiva”, cuando en realidad lo que se quiere decir es que hay que hacer de la verdad una especie de cosa variable y elástica, que pueda tomar todas las dimensiones y formas posibles para adaptarse a los gustos y costumbres de aquellos que de buena gana querrían hacerla desaparecer del mundo.

Pero no se puede tratar así a la verdad; no se la puede hacer descender al nivel del mundo. Los que profesan guardarla pueden procurar utilizarla de esta manera, pero ella seguirá siendo siempre el mismo testigo fiel, puro y santo, contra el mundo y todos sus caminos. Hablará claramente, si su voz no es silenciada por la práctica de sus infieles seguidores. Josafat cayó tan bajo al reconocer a los falsos profetas para complacer a Acab, que ya no se podía hallar un testimonio claro para Dios. Todo parecía descender al mismo nivel, y el enemigo parecía tener el campo libre. La voz de la verdad fue silenciada, los profetas predecían mentiras y Dios fue olvidado.

El intento de acomodar la verdad a los pensamientos de los hombres del mundo, solo puede terminar en un completo fracaso. No hay adaptación posible. Que la verdad permanezca en su correspondiente altura celestial, que los santos se aferren plena y tenazmente a ella y que inviten a los pecadores a tomar lugar con ellos; pero que no desciendan hasta las costumbres y objetivos bajos y viles del mundo, privando así a la verdad de su filo y poder. Es mucho mejor dejar ver el contraste entre la verdad de Dios y nuestros caminos, que intentar identificarlos en apariencia, cuando en realidad no concuerdan entre sí. Nos imaginamos encomendar la verdad a las mentes de las personas del mundo, haciendo un esfuerzo por conformarla a sus gustos y costumbres; pero muy lejos de encomendarla, en realidad la exponemos al desprecio. Ciertamente, Josafat no defendía la causa de la verdad acomodándose a los caminos de Acab y reconociendo los derechos de los falsos profetas. El hombre que se conforma al mundo, será enemigo de Cristo y de sus discípulos. No podría ser de otro modo. «¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad con Dios? Aquel que quiere ser amigo del mundo, se hace enemigo de Dios» (Sant. 4:4).

¡Cuán demostrado está todo lo que acabamos de decir en el caso del rey Josafat! Se hizo amigo y compañero de Acab, quien aborrecía a Micaías, el siervo de Dios; y notemos la consecuencia de esto: sin perseguir directamente al testigo fiel y justo, actúa igualmente mal, porque se sienta al lado de Acab y ve al profeta de Jehová golpeado primero, y luego encarcelado, simplemente porque no quiso decir una mentira para complacer a un rey malvado y estar de acuerdo con 400 falsos profetas. ¡Qué habrá sentido Josafat al contemplar a su hermano maltratado y encarcelado a causa de su fidelidad al testificar en contra de una expedición de la que él mismo participaría! Pero tal era la posición en la que forzosamente lo había colocado su alianza con Acab; de modo que no podía evitar ser testigo de estos procedimientos malvados, y peor aún, ser también partícipe de ellos. Cuando uno se asocia con el mundo, deberá ir hasta el fin. El enemigo no se dará por satisfecho con medias tintas; al contrario, hará todos sus esfuerzos para arrastrar a un santo que está fuera de la comunión con Dios, hasta los últimos límites del mal.

El comienzo del mal es como cuando se dejan correr las aguas. Los pequeños comienzos conducen a los más terribles resultados. Primero, solo tocamos el mal ligeramente y como a la distancia; después, por grados, nos acercamos más a él; luego nos asimos de él más firmemente y, por último, nos sumimos resueltamente en él, de donde nada, salvo una positiva intervención de Dios, nos puede rescatar. Josafat primero «contrajo parentesco con Acab»; luego aceptó su hospitalidad; después se dejó “persuadir” a entrar en una abierta asociación con él, y, finalmente, toma el lugar de Acab en la batalla de Ramot de Galaad. Le había dicho: «Yo soy como tú», y Acab le toma la palabra, porque le dice: «Yo me disfrazaré para entrar en la batalla, pero tú vístete tus ropas reales» (2 Crón. 18:29).

Y tan completamente renunció Josafat a su identidad personal a los ojos de los hombres del mundo, que «cuando los capitanes de los carros vieron a Josafat, dijeron: Este es el rey de Israel» (v. 31). ¡Terrible posición para Josafat! Verse allí, representando al peor de los reyes de Israel y siendo confundido con él, ¡qué prueba triste del peligro de asociarse con los hombres del mundo! Dichoso de Josafat que Jehová no le haya tomado la palabra cuando le dijo a Acab: «Yo soy como tú». Jehová sabía que Josafat no era Acab, por más que haya tomado su lugar y haya sido confundido con él. La gracia había hecho entre ellos una diferencia y, con su conducta, Josafat debió haber demostrado lo que la gracia había hecho de él. Pero el Señor –bendito sea su nombre–, sabe «librar de la tentación a los piadosos» (2 Pe. 2:9), y, en su misericordia, libró a su pobre siervo del mal en el que se había sumergido y en el que habría perecido si Dios no hubiese extendido su poderosa mano para socorrerlo. «Josafat clamó, y Jehová lo ayudó, y los apartó Dios de él» (2 Crón. 18:31) [1].

[1] El lector observará que en este versículo el inspirado escritor presenta a Dios bajo 2 nombres diferentes: «Jehová» es el nombre que expresa su relación con su siervo afligido, relación en gracia; mientras que la expresión «Dios», muestra el supremo control que ejercía sobre los capitanes sirios. ¡Distinción divinamente perfecta! Como Jehová, actúa hacia su pueblo redimido, atento a todas sus debilidades y supliendo todas sus necesidades; pero como Dios, tiene en su poderosa mano los corazones de todos los hombres y «a todo lo que quiere los inclina» (Prov. 21:1). Ahora bien, generalmente las personas inconversas emplean la expresión «Dios» y no «Jehová» «el Señor». Piensan en Dios como alguien que ejerce una influencia desde larga distancia, más bien que alguien con quien se mantiene una relación cercana. Josafat sabía quién era el que «lo ayudó». Los capitanes sirios no sabían quién era el que «los apartó» de él (2 Crón. 18:31).

Llegamos al momento decisivo de este período de la vida de Josafat. Sus ojos fueron abiertos para ver la posición en que él mismo se había colocado; si bien no percibió el mal moral de su conducta, al menos vio el peligro al que fue expuesto. Cercado por los capitanes sirios, sintió lo que era haber tomado el lugar de Acab. Felizmente para él, podía sin embargo mirar a Jehová desde el fondo de su aflicción; podía clamar a él en los momentos de mayor angustia. De no haber sido así, la aguda flecha del enemigo, que hubiera traspasado su corazón, le habría hecho saber el doloroso resultado de su impía asociación.

Josafat clamó, y su clamor subió a Jehová, cuyos oídos siempre están atentos al clamor de los que le buscan en su necesidad. Pedro, «saliendo de allí, lloró amargamente» (Lucas 22:62). El hijo pródigo dijo: «Me levantaré, e iré a mi padre» y «su padre… Corrió, se echó a su cuello y lo besó efusivamente» (Lucas 15:18, 20). Así es como el Dios de gracia actúa siempre hacia aquellos que, sintiendo que «cavaron para sí cisternas, cisternas rotas que no retienen agua», se vuelven a él, «fuente de agua viva» (Jer. 2:13).

Quiera Dios que todos aquellos que sientan que en alguna medida se han apartado de Cristo, y se han dejado llevar por la corriente de este mundo, puedan volver, con verdadera humildad y contrición de espíritu, a Aquel que dice: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apoc. 3:20).

¡Cuán diferente fue la suerte de Acab! Aunque alcanzado por una herida mortal, se mantuvo en pie en su carro hasta la tarde, deseando ardientemente esconder su debilidad y ver cumplido el deseo de su corazón. Ningún clamor de humillación, ninguna lágrima de arrepentimiento, ninguna mirada hacia arriba, no encontramos nada que no sea plenamente consecuente con lo que mostró en toda su carrera. Muere como había vivido, haciendo lo malo a los ojos de Jehová. ¡Cuán vanos fueron sus esfuerzos para mantenerse en pie! La muerte se apoderó de él, y, aunque luchó durante algunas horas para conservar buena apariencia, «murió al ponerse el sol» (2 Crón. 18:34). Tal fue el terrible fin de este hombre que «se vendió para hacer lo malo ante los ojos de Jehová» (1 Reyes 21:25) ¿Quién querría ser un fiel seguidor y adorador del mundo? ¿Quién de aquellos que conocen el valor de una vida de sencillez y pureza, querría asociarse con el mundo en sus deseos, aspiraciones y manera de vivir? ¿Quién de aquellos que estiman un fin apacible y feliz de su carrera, querría unirse al destino del mundo?

Querido lector cristiano, esforcémonos, con la ayuda del Señor, por librarnos de la influencia del mundo y por purificarnos de sus caminos. No tenemos idea de cuán insidiosamente este se desliza en nosotros. El enemigo procura primero apartarnos de costumbres verdaderamente simples y cristianas, y, gradualmente, caemos y estamos arrastrados por la corriente de los pensamientos del mundo. ¡Quiera Dios que, con un más santo celo y una mayor delicadeza de conciencia, velemos para que el mal no se acerque a nosotros, y para que no se nos apliquen las solemnes palabras del profeta: «Sus nobles fueron más puros que la nieve, más blancos que la leche; más rubios eran sus cuerpos que el coral, su talle más hermoso que el zafiro». Pero el cambio fue tal que: «Oscuro más que la negrura es su aspecto; no los conocen por las calles; su piel está pegada a sus huesos, seca como un palo» (Lam. 4:7-8)!

3 - 2 Crónicas 19

Echaremos un vistazo ahora al capítulo 19 de 2 Crónicas. Vemos aquí algunos resultados preciosos de todas las experiencias por las que Josafat había pasado: «Volvió en paz a su casa en Jerusalén» (v. 1). ¡Qué salida feliz! Jehová intervino y lo liberó «del lazo del cazador» (Sal. 91:3), y sin duda, su corazón estaba lleno de gratitud a Aquel que había hecho una diferencia entre él y Acab, por más que haya dicho: «Yo soy como tú». Acab descendió a la tumba en la vergüenza y degradación, mientras que Josafat regresó en paz a su casa. Pero ¡qué lección aprendió! ¡Qué solemne habrá sido para él recordar que estuvo tan cerca del borde del precipicio! Sin embargo, Jehová tenía algo que decirle en cuanto a lo que había hecho. Aunque le permitió regresar en paz a Jerusalén, sin preocuparse por el enemigo, Jehová quería hablar a su conciencia con respecto a su pecado. Lo condujo lejos del campo de batalla para dirigirse a él en privado. «Y le salió al encuentro el vidente Jehú hijo de Hanani, y dijo al rey Josafat: ¿Al impío das ayuda, y amas a los que aborrecen a Jehová? Pues ha salido de la presencia de Jehová ira contra ti por esto» (v. 2). Era un llamamiento solemne que produjo su efecto. Josafat «daba vuelta y salía al pueblo, desde Beerseba hasta el monte de Efraín, y los conducía a Jehová el Dios de sus padres» (v. 4). «Y tú, cuando hayas vuelto a mí, fortalece a tus hermanos», le dice el Señor a Pedro (Lucas 22:32). Pedro lo hizo, y así hizo también el rey Josafat; y es una gran bendición cuando, por la tierna misericordia del Señor, las faltas y traspiés conducen a semejante resultado. Nada sino la gracia divina puede producirlo.

Cuando, después de haber visto a Josafat rodeado de los capitanes sirios, lo hallamos recorriendo a lo largo y a lo ancho el país para instruir a sus hermanos en el temor de Jehová, solo podemos exclamar: «¡Lo que ha hecho Dios!» (Núm. 23:23). Pero Josafat era el hombre indicado para esta obra. Él mismo experimentó las terribles consecuencias de la negligencia de espíritu, de manera que puede efectivamente decir: «Mirad lo que hacéis» (v. 6). Un Pedro restaurado a la comunión del Señor, después de haberlo negado, fue el instrumento escogido para acusar a los judíos de haber hecho la misma cosa, y para presentarles la sangre preciosa que había limpiado su conciencia de la culpa de su pecado. Asimismo, el Josafat restaurado volvió de la batalla de Ramot de Galaad para hacer resonar a los oídos de sus hermanos esta solemne advertencia: «Mirad lo que hacéis». El que acababa de escapar de la trampa era la persona mejor calificada para decir en qué consistía, y para mostrar cómo escapar de ella.

Y notemos el rasgo particular del carácter de Jehová en el que Josafat centró la atención: «Con Jehová nuestro Dios no hay injusticia, ni acepción de personas, ni admisión de cohecho» (v. 7). Ahora bien, la trampa para él parece haber sido el obsequio que le hizo Acab. «Acab mató muchas ovejas y bueyes para él y para la gente que con él venía, y le persuadió que fuese con él contra Ramot de Galaad» (2 Crón. 18:2). Dejó que su corazón ardiera de entusiasmo por las dádivas de Acab, y así pudo ser arrastrado más fácilmente por los argumentos del rey de Israel. Lo mismo sucedió con Pedro cuando aceptó el cumplido de poder entrar al patio del sumo sacerdote: allí, calentándose al fuego, negó a su Señor. Jamás podremos discutir con calma espiritual los argumentos y sugerencias del mundo, mientras respiremos su atmósfera o aceptemos sus cumplidos y cortesía. Debemos permanecer fuera de la influencia del mundo y ser independientes de él; entonces estaremos en la mejor posición para rechazar sus propuestas y triunfar sobre sus seducciones.

Es instructivo observar cómo Josafat, después de su restauración, insiste en ese rasgo del carácter de Dios cuyo olvido le hizo cometer un desliz tan grave. La comunión con Dios es la salvaguardia más poderosa contra toda tentación, porque no hay pecado por el cual podamos ser tentados, que no encuentre su lado opuesto en Dios; y solo podemos evitar el mal por la comunión con el bien. Esta es una verdad muy simple, pero profundamente práctica. Si Josafat hubiera estado en comunión con Dios, no habría podido estar en comunión con Acab.

¿Y no podemos decir que este es el único medio divino de considerar la cuestión de las asociaciones mundanas? Preguntémonos esto: Nuestra asociación con el mundo, cualquiera que sea, ¿puede ir acompañada de nuestra comunión con Dios? Tal es, en realidad, el fondo de la cuestión. Miserable cosa es preguntarse: ¿Acaso no puedo participar de todos los beneficios del nombre de Cristo, y sin embargo deshonrar este nombre mezclándome con la gente del mundo y colocándome en el mismo terreno que ellos? El asunto se resuelve fácilmente cuando presentamos todas estas cosas en la presencia divina y bajo el penetrante poder de la verdad de Dios: «¿Al impío das ayuda, y amas a los que aborrecen a Jehová?» (2 Crón. 19:2). La verdad arranca todos los velos de mentira que el corazón, que perdió la comunión con Dios, tiene por costumbre echar sobre las cosas. Solo cuando ella arroja sus rayos infalibles sobre nuestro camino, vemos las cosas bajo su verdadero carácter.

Observemos la manera en que la verdad divina pone al desnudo los actos de Acab y Jezabel. Ella puso gustosa un bello manto sobre su abominable maldad: «Levántate», le dice a Acab, «y toma la viña de Nabot de Jezreel, que no te la quiso dar por dinero; porque Nabot no vive, sino que ha muerto» (1 Reyes 21:15). Así es como ella presenta el asunto, pero ¿cómo lo considera Jehová? «Así ha dicho Jehová: ¿No mataste, y también has despojado?» (1 Reyes 21:19). En otros términos: “¿No cometiste homicidio y robo?”. Dios tiene que ver con realidades. Ante sus ojos, hombres y cosas toman su verdadero lugar y valor; la apariencia exterior, la afectación, las pretensiones, no son nada: todo es real. Así fue con Josafat. Su objetivo que, a los ojos de los hombres, podía parecer religioso, para Dios era simplemente dar ayuda al impío y amar a los que aborrecen a Jehová. Y aunque los hombres podían aplaudirlo, la ira había «salido de la presencia de Jehová» y estaba sobre él (2 Crón. 19:2).

Pero Josafat debía estar agradecido por la saludable lección que su caída le había enseñado. Le había enseñado a caminar más en el temor de Jehová, e inculcarlo también en los demás. Esto no era poca cosa. A la verdad, era un modo de aprender triste y doloroso, pero es bueno cuando nuestras propias caídas nos instruyen, y cuando podemos decir, por una penosa experiencia, el terrible mal que se encuentra en la mezcla con el mundo. ¡Quiera Dios que todos lo sintamos en mayor medida, y que caminemos más en un serio temor de la naturaleza corruptora de toda asociación mundana, y de nuestra tendencia a dejarnos manchar por ellas! Podremos entonces enseñar a otros con mayor eficacia; y estar en condiciones de decirles con alguna autoridad: «Mirad lo que hacéis», y también: «Esforzaos, pues, para hacerlo, y Jehová estará con el bueno» (2 Crón. 19:6, 11).

4 - 2 Crónicas 20

El capítulo 20 nos muestra a Josafat en circunstancias mucho más felices que el capítulo 18. Lo vemos bajo prueba a causa de los ataques de los enemigos de Judá: «Pasadas estas cosas, aconteció que los hijos de Moab y de Amón, y con ellos otros de los amonitas, vinieron contra Josafat a la guerra» (v. 1). Tenemos infinitamente menos temor por Josafat al verlo expuesto a las hostilidades del enemigo, que al verlo como objeto de la amabilidad y hospitalidad de Acab, porque, en el primer caso, va a contar simplemente con el Dios de Israel, mientras que, en el otro, estuvo cerca de caer en la trampa de Satanás. El verdadero lugar de un hombre de Dios, es estar en positiva oposición a los enemigos del Señor, y no en relación con ellos.

No podemos contar de ninguna manera con la simpatía y dirección divinas cuando nos unimos con los enemigos del Señor. Por eso observamos cuán vano era para Josafat tomar consejo de Jehová, en un asunto que sabía que era malo. Pero no ocurre lo mismo en la presente ocasión. Obró realmente con toda seriedad cuando «humilló su rostro para consultar a Jehová, e hizo pregonar ayuno a todo Judá» (v. 3). Se trataba de una auténtica obra. No hay nada como la prueba que viene de parte del mundo, para impulsar a un creyente a separarse de él. Cuando el mundo nos sonríe, corremos el peligro de ser atraídos por él; pero cuando nos amenaza, nos alejamos de su seno y nos recluimos en nuestra fortaleza; y esto es bueno y saludable. Josafat no dijo a los moabitas ni a los amonitas: «Yo soy como tú». No; sabía muy bien que no era así, porque ellos no le habrían dejado pensar eso. Y es mucho mejor conocer nuestra verdadera posición con respecto al mundo.

Hay 3 puntos particulares en las palabras que Josafat dirige a Jehová (v. 6-12):

  1. La grandeza de Dios.
  2. El juramento hecho a Abraham en cuanto a la tierra.
  3. El esfuerzo del enemigo por expulsar a la simiente de Abraham de esa tierra.

La oración del rey es preciosa e instructiva, llena de inteligencia divina. Hace de este ataque una cuestión enteramente entre el Dios de Abraham y los hijos de Amón, Moab y los del monte de Seir. Es lo que la fe hace siempre, y la salida será siempre la misma. Ellos vienen, dice, «a arrojarnos de la heredad que tú nos diste en posesión» (v. 11). ¡Qué simple es esto!

¡Ellos quieren tomar lo que nos diste! Era, por decirlo así, como poner en manos de Dios el mantenimiento de Su pacto. «¡Oh Dios nuestro! ¿no los juzgarás tú? Porque en nosotros no hay fuerza contra tan grande multitud que viene contra nosotros; no sabemos que hacer, y a ti volvemos nuestros ojos» (v. 12). Podemos afirmar con toda seguridad, que aquel que hablaba así a Dios tenía la victoria asegurada. Y así lo sentía Josafat. Porque habiendo consultado con el pueblo, «puso a algunos que cantasen y alabasen a Jehová, vestidos de ornamentos sagrados, mientras salía la gente armada, y que dijesen: Glorificad a Jehová, porque su misericordia es para siempre» (v. 21). Solo la fe podía hacer oír un cántico de alabanza incluso antes de que comenzara la batalla.

“La fe considera la promesa segura”. La fe hizo a Abraham capaz de creer que Dios pondría a su simiente en posesión de la tierra de Canaán, y también hizo capaz a Josafat de creer que Dios los guardaría allí; de modo que no necesitaba esperar la victoria para poder alabar: ya gozaba de los plenos resultados de la victoria. La fe podía decir: «Lo llevaste con tu poder a tu santa morada» (Éx. 15:13), aunque el pueblo no hizo sino entrar en el desierto.

¡Qué extraño espectáculo habrá sido para los enemigos de Josafat ver una tropa de hombres llevando en sus manos instrumentos de música en vez de armas! Vemos otra aplicación del mismo principio de combatir, cuando, más tarde, Ezequías se vistió de cilicio en vez de vestirse de la armadura (Is. 37:1) [2]. Era, en efecto, el mismo principio, porque ambos habían sido formados en la misma escuela y combatían bajo la misma bandera. ¡Ojalá que nuestro combate con el siglo presente –con sus hábitos, comportamientos y máximas– se vea guiado más por el mismo principio!

[2] El orgulloso rey de Asiria estaba a las puertas de Jerusalén con un ejército poderoso y conquistador, y naturalmente habríamos esperado encontrar a Ezequías en medio de sus hombres de guerra, poniéndose su armadura, ciñendo su espada y subiendo sobre su carro; pero no, Ezequías difería de la inmensa mayoría de los reyes y capitanes. Había encontrado una fortaleza y una fuente de fuerza desconocidas a Senaquerib; había descubierto un campo de batalla donde vencería sin dar un solo golpe. Y observemos de qué armadura se reviste: «Aconteció, pues, que cuando el rey Ezequías oyó esto, rasgó sus vestidos, y cubierto de cilicio vino a la casa de Jehová» (Is. 37:1). Tal era la armadura con la cual el rey de Judá iba a luchar contra el rey de Asiria. ¡Extraña armadura! Pero era la armadura del santuario. ¿Qué habría dicho Senaquerib si hubiera visto esto? Nunca antes había encontrado semejante antagonista; jamás había estado en contacto con un hombre que, en lugar de una cota de malla, se había vestido de cilicio, y que, en lugar de precipitarse al campo de batalla en su carro, cayó de rodillas en el templo. Esto, a los ojos del rey de Asiria, habría parecido una manera nueva y singular de combatir. Él había enfrentado a los reyes de Hamat, de Arfad y de otros; los había combatido a su manera, pero jamás había encontrado a un adversario como Ezequías. Lo que daba a este un poder tan extraordinario en la lucha era el sentimiento de que no era nada, de que un «brazo de carne» no servía de nada; en una palabra, de que era Jehová o nada. Esto se ve reflejado sobre todo en el hecho de que Ezequías despliega la carta de Senaquerib delante de Jehová. La fe de Ezequías lo hacía capaz de retirarse de la escena y de hacer, de todo, una cuestión entre Jehová y el rey de Asiria. No era Senaquerib y Ezequías, sino Senaquerib y Jehová. Tenemos así el significado del cilicio con el que Ezequías se cubre. Se sentía absolutamente impotente, y tomaba el lugar que convenía a su incapacidad. Le dice a Jehová que es a Él a quien el rey de Asiria ultrajó; se dirige a Él para que vengue el oprobio arrojado sobre su glorioso nombre; de esta manera, Ezequías se siente seguro de que Jehová liberará a su pueblo. Observemos esta maravillosa escena. Dirijámonos al santuario, y veamos allí a un pobre hombre, débil y solitario, de rodillas, derramando su alma ante Aquel que vive entre los querubines. No hay preparativos militares, ni revista de tropas, sino ancianos de los sacerdotes, cubiertos de cilicio, que van y vienen de Ezequías al profeta Isaías (véase Is. 37:2). Todo parece indicar gran debilidad. Por otra parte, vemos a un poderoso conquistador a la cabeza de un numeroso ejército envalentonados por sus victorias y ávidos por el botín. Ciertamente, hablando a la manera de los hombres, diríamos: “¡Todo está acabado para Ezequías y Jerusalén; Senaquerib y su orgulloso ejército van a destruir en un instante a esta débil banda de hombres indefensos!”. Observemos también el terreno sobre el cual Senaquerib se sitúa en todo esto. Dice: «¿Qué confianza es esta en que te apoyas? Yo digo que el consejo y poderío para la guerra, de que tú hablas, no son más que palabras vacías. Ahora bien, ¿en quién confías para que te rebeles contra mí? He aquí que confías en este báculo de caña frágil, en Egipto, en el cual si alguien se apoyare, se le entrará por la mano, y la atravesará. Tal es Faraón rey de Egipto para con todos los que en él confían. Y si me decís: En Jehová nuestro Dios confiamos; ¿no es este aquel cuyos lugares altos y cuyos altares hizo quitar Ezequías, y dijo a Judá y a Jerusalén: Delante de este altar adoraréis?» (Is. 36:4-7). Senaquerib hace de la misma reforma efectuada por Ezequías un tema de reproche, no dejándole así, como vanamente pensaba, ningún fundamento para su confianza. Luego dice: «¿Acaso vine yo ahora a esta tierra para destruirla sin Jehová? Jehová me dijo: Sube a esta tierra y destrúyela» (v. 10). Esto verdaderamente era poner la fe de Ezequías a prueba. La fe debe pasar por el horno. De nada sirve decir que confiamos en el Señor; hace falta probarlo, y más aún cuando todo parece estar contra nosotros. ¿Cómo pues responde Ezequías a todas estas palabras altivas?: Por la dignidad silenciosa de la fe: «Porque el rey así lo había mandado, diciendo: No le respondáis» (v. 21). Tal era la conducta del rey a los ojos del pueblo; tal es siempre la manera de actuar de la fe: calma, con dominio de sí misma y digna en la presencia del hombre; mientras que al mismo tiempo está dispuesta a postrarse en el polvo en presencia de Dios. El hombre de fe puede decirles a sus compañeros: «Estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará hoy con vosotros», y, al mismo tiempo, elevar a Dios el clamor de la debilidad de que es consciente (véase Éx. 14:13-15). Así sucedió con el rey de Judá en estos momentos de crisis suprema. Escuchémoslo mientras, en el secreto del santuario, a solas con Dios, vierte las ansiedades de su alma en los oídos de Aquel que está dispuesto a escuchar y que es poderoso para socorrer: «Jehová de los ejércitos, Dios de Israel, que moras entre los querubines, solo tú eres Dios de todos los reinos de la tierra; tú hiciste los cielos y la tierra. Inclina, oh Jehová, tu oído, y oye; abre, oh Jehová, tus ojos, y mira; y oye todas las palabras de Senaquerib, que ha enviado a blasfemar al Dios viviente. Ciertamente, oh Jehová, los reyes de Asiria destruyeron todas las tierras y sus comarcas, y entregaron los dioses de ellos al fuego; porque no eran dioses, sino obra de manos de hombre, madera y piedra; por eso los destruyeron. Ahora pues, Jehová Dios nuestro, líbranos de su mano, para que todos los reinos de la tierra conozcan que solo tú eres Jehová» (Is. 37:15-20). Reflexiones prácticas sobre los tiempos y la vida de Ezequías.

«Sobre todo, tomando el escudo de la fe, con el que podréis apagar todos los dardos encendidos del maligno» (Efe. 6:16).

¡Qué contraste entre el Josafat que se hace pasar por Acab en Ramot de Galaad, y el Josafat que está en comunión con su Dios en contra de sus enemigos los moabitas! En efecto, el contraste era grande en todo respecto. Su manera de buscar la ayuda y dirección de Jehová era diferente, su modo de proceder respecto al combate también lo era; y ¡qué diferencia vemos también en la salida! En vez de encontrarse casi agobiado por el enemigo, y de clamar desde el fondo de su aflicción y del peligro, lo vemos tomando parte en un coro que celebra a viva voz las alabanzas del Dios de sus padres, quien le había dado la victoria sin necesidad de dar un solo golpe, que había hecho que sus enemigos se destruyesen entre sí, y que, en su gracia, lo había conducido desde el sombrío valle de Acor (de la desgracia, de la tribulación) hasta el valle de Beraca (de la bendición). ¡Feliz contraste! ¡Quiera Dios que podamos ser conducidos por este ejemplo a buscar una senda de separación más decidida, en una permanente dependencia de la gracia y fidelidad del Señor! El valle de Beraca, o de alabanza, de bendición «porque allí bendijeron a Jehová» (2 Crón. 20:26)– es siempre el lugar adonde el Espíritu de Dios nos quiere conducir, pero no podrá hacerlo si nosotros nos unimos a los Acab de este mundo para contribuir a sus planes e intereses. La palabra del Señor es: «¡Salid de en medio de ellos y separaos!, dice el Señor, y ¡no toquéis cosa inmunda; y yo os recibiré!, y seré vuestro padre, y vosotros seréis mis hijos y mis hijas, dice el Señor Todopoderoso» (2 Cor. 6:17-18).

Es una cosa notable ver cómo la mundanidad perturba y hasta destruye el espíritu de alabanza. Es positivamente hostil hacia ese espíritu, y si uno se entrega a ella, el alma será conducida o bien a una profunda angustia o al completo y abierto abandono de toda apariencia de piedad. En el caso de Josafat, felizmente fue el primer estado el que se manifestó. Fue humillado, restaurado y llevado luego a una bendición más abundante.

Pero sería verdaderamente triste si alguien se zambullera en la mundanidad con la esperanza de ser conducido a una salida semejante a la de Josafat. ¡Vana y presuntuosa esperanza! ¡Culpable espera! ¿Quién de aquellos que aprecia el valor de una marcha pura, calma y apacible, podría, por un momento, abrigar tal pensamiento? «Sabe el Señor librar de tentación a los piadosos» (2 Pe. 2:9), pero ¿acaso por esto iríamos a sumergirnos deliberadamente en la tentación? ¡Dios nos guarde!

Pero ¿quién puede sondear las profundidades del corazón humano, las profundidades de su maldad? ¿Quién puede desentrañar el laberinto de sus astucias? ¿Alguien se habría imaginado que después de tan importantes lecciones, Josafat todavía se hubiese juntado con los impíos para contribuir con sus planes de ambición o más bien de avaricia? Nadie lo creería, salvo aquel que aprendió a conocer un poco su propio corazón. Josafat lo hizo. «Josafat rey de Judá trabó amistad con Ocozías rey de Israel, el cual era dado a la impiedad, e hizo con él compañía para construir naves que fuesen a Tarsis; y construyeron las naves en Ezión-geber. Entonces Eliezer hijo de Dodava, de Maresa, profetizó contra Josafat, diciendo: Por cuanto has hecho compañía con Ocozías, Jehová destruirá tus obras. Y las naves se rompieron, y no pudieron ir a Tarsis» (v. 35-37).

¡Cómo es el hombre! Una pobre criatura que tropieza, tambalea y cae, precipitándose siempre en alguna nueva locura o mal. Apenas Josafat se recuperó, por decirlo así, de los funestos efectos de su asociación con Acab, en seguida se unió con Ocozías. Con dificultad, o más bien por la gracia especial e intervención directa de Jehová, había escapado de las flechas de los sirios, y lo vemos de nuevo ligado con los reyes de Israel y Edom para combatir a los moabitas (2 Reyes 3).

Tal fue Josafat; tal fue su notable carrera. Algunas «buenas cosas» se hallaron en él (cap. 19:3), pero la trampa para Josafat eran las asociaciones mundanas, y la lección que aprendemos de su historia, es guardarnos de este mal. Sí, necesitamos que, sin cesar, resuene en nuestros oídos y corazones, la solemne advertencia: «¡Salid de en medio de ellos y separaos!» (2 Cor. 6:17).

No podemos caminar por el fango sin mancharnos los pies, y no podemos, de ninguna manera, mezclarnos con el mundo y dejarnos gobernar y conducir por sus máximas y principios, sin sufrir en nuestras almas y empañar nuestro testimonio.

Solo quisiera señalar, para terminar, que encontramos como un alivio para el espíritu en estas palabras: «Durmió Josafat con sus padres» (2 Crón. 21:1), y estamos seguros de que por fin se halla fuera del alcance de las trampas y artificios del enemigo, y de que está también incluido en la bendición que pronuncia el Espíritu:

«¡Dichosos los muertos que desde ahora mueren en el Señor! Sí, dice el Espíritu, para que descansen de sus trabajos» (Apoc. 14:13), sí, en un descanso lejos de todo combate, de toda trampa y de toda tentación también.


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