La Iglesia o Asamblea de Dios


person Autor: André GIBERT 10

flag Tema: ¿Qué es la Asamblea?


Los dos términos «iglesia» y «asamblea» son equivalentes. Serán usados en estas páginas indiferentemente. El de «asamblea» tiene la ventaja de que su forma recuerda sin cesar su significación, más frecuentemente perdida de vista con la palabra «iglesia». Por otra parte, este último término puede prestarse a equívoco, por cuanto es reivindicado por denominaciones religiosas particulares.

1 - Introducción

Las páginas que siguen tienen por objeto recor­dar las enseñanzas de las Sagradas Escrituras sobre el importante asunto de la Iglesia o Asamblea de Dios.

El estado actual del mundo cristianizado no es precisamente el mismo que el del tiempo en que el Señor ponía de nuevo en luz, por medio de siervos calificados, muchas verdades olvidadas. Estas verdades han sido difundidas quizás mucho más de lo que ellos pudieron sospechar. Pero el enemigo las ha mezclado artificiosamente con innúmeros y perniciosos errores, por lo cual no es siempre fácil separar lo que se halla fundado en la Palabra de Dios de lo que es inaceptable para todo aquel que desee obedecer a la Palabra. En vano estamos ad­vertidos del peligro de estas “novedades”; a me­nudo tienen tan atractivas apariencias, y nos asaltan por tantos lados, en las conversaciones, las lec­turas, las predicaciones, que nunca mostraremos demasiado celo en exhortarnos mutuamente a guardar «el buen depósito por el Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tim. 1:14).

Creemos necesario considerar una vez más lo que es la congregación de los creyentes de acuerdo con la Palabra, ya que los que fueron llamados al privilegio de realizarla han dejado al enemigo desarrollar en medio de ellos su obra de destrucción y dispersión. Reconozcamos, humillándonos de ello, nuestras inconsecuencias y su causa, nuestra falta de amor y fidelidad. Mas la verdad permanece. Pero es preciso que nos apliquemos en buscarla y la obedezcamos, constreñidos nuestros corazones por el amor de Cristo.

En fin, ¿cómo no sorprenderse viendo cuán a menudo se insiste únicamente en la «práctica» de una marcha, olvidándose de asegurar el terreno sobre el cual ha de manifestarse? Sin duda alguna, el peligro es más grande de lo que creemos, al limitarnos a una observancia más o menos satisfactoria de costumbres consideradas como ortodoxas porque ellas eran observadas por nuestros antecesores, y de contentarnos, sin manifestarlo, con una especie de código de los hermanos. Lo importante no es copiar esos conductores, sino volver a la fuente donde bebieron. Es «su fe» que debemos imitar, considerando «el final de su conducta» (Hebr. 13:7). Esta provenía de su fe. Se oye decir, en una u otra circunstancia: “nuestros antiguos hermanos hubieran obrado de tal manera”, o más generalmente: “los hermanos hacen esto o aquello”. Bien, pero ¿podríamos decir el porqué y justificar por la Palabra –en su Espíritu y no solo en la letra– esas maneras de obrar, las cuales, por más buenas que fuesen, no tendrían otra autoridad que la tradición, conduciéndonos a la rutina?

2 - Primera parte: Principios de la congregación de los cristianos

Las instrucciones y exhortaciones del Nuevo Testamento raramente consideran al cristiano en un estado aislado, sino como formando parte de un conjunto, el de los a santos» (Rom. 1:7; 1 Cor. 1:2; 14:33; 16:1; Judas 4, etc.). Esta cualidad de «santos» no es el resultado de algún mérito en ellos; son santos por la vocación de Dios, en virtud de la obra perfecta de Cristo. Son llamados «hermanos santos, participantes del llamamiento celestial» (Hebr. 3:1). El alcance de estas enseñanzas es generalmente colectivo. Aun cuando el apóstol Pablo ordena a aquel que invoca el nombre del Señor, retirarse de la iniquidad, o cuando estimula a Timoteo repitiéndole: «Pero tú…», dirige el pensamiento del creyente fiel hacia una compañía con la cual este creyente puede y debe servir al Señor: los términos de la orden expresa de 1 Timoteo 6:11: «huye… sigue…» se hallan de nuevo en 2 Timoteo 2:22, pero acompañados, para un tiempo de ruina más acentuada, de esta preciosa indicación: «… con los que de puro corazón invocan al Señor».

Así es de suma importancia saber por qué, dónde, cómo y con quién debemos reunirnos según Dios.

Demasiado a menudo se sigue simplemente, respecto a ello, las costumbres de familia, de ambiente, o del país. El mundo cristianizado se compone de numerosísimos grupos los cuales se califican todos de cristianos, y algunos de ellos llevan expresamente, hasta oficialmente, el nombre de Iglesias (o Asambleas), con una denominación que las diferencia: Iglesias católicas diversas, Iglesias anglicana, reformada, luterana, presbiteriana, metodista, libre, bautista, etc. La enumeración de todas las diversas denominaciones sería harto larga.

Muchos espíritus sinceros, contristados por esta dispersión, trabajan en estos momentos desde diferentes campos, al objeto de constituir lo que han dado en llamar la unidad de la Iglesia. Esto consiste, según ellos, en reunir miembros de diferentes «iglesias» para ponerse de acuerdo sobre algunos puntos comunes. Desgraciadamente estos no siempre son los puntos esenciales, es decir los verdaderos puntos de doctrina. Los promotores más convencidos de este movimiento ecuménico (es decir universal) ¿podrían, siquiera, ponerse enteramente de acuerdo sobre la definición del «cristiano»? ¿Cómo definir, entonces, esa «iglesia universal» que tantas liturgias pretenden representar? ¿Qué diremos de las divergencias de opinión sobre la inspiración de las Escrituras, sobre la divinidad de Jesús, sobre la realidad de su resurrección? ¿Tendrían acaso una concepción de Dios aceptable para todos? Entonces, ¿qué queda?

Ciertamente, queremos gozarnos de todo lo que tiende a unir pacíficamente a los hombres. Reconocemos que es, humanamente, muy estimable proclamar un común afecto de las enseñanzas de Cristo con la esperanza de mejorar al mundo, en el supuesto de que pueda ser ello posible. Aun somos más dichosos al considerar que muchos de los que se ocupan en esta obra con una incontestable buena voluntad, son verdaderos y queridos hijos de Dios. Pero en esta materia no basta la buena voluntad. Lo menos que se puede decir de estos esfuerzos generosos es que, estando aplicados a elaborar compromisos que permitan conservar las profundas convicciones de los que las poseen y a edificar una iglesia dejando subsistentes iglesias con disparidad de doctrina, no se sujetan resueltamente a las enseñanzas de la Palabra de Dios sobre la verdadera unidad cristiana y la congregación de los santos según Él.

Es a la Palabra a la cual debemos atenernos

La primera y esencial consideración que hemos de hacer es que nunca la Palabra considera la existencia de «iglesias» diferentes entre las cuales los creyentes se hallasen separados y que precisaría unir. Habla de ellos como formando parte de una sola e invariable Iglesia, de la cual, sin duda alguna, puede haber numerosas manifestaciones locales, pero cada una de estas iglesias o asambleas locales no es más que una expresión del conjunto de la Iglesia. La Palabra no reconoce de modo alguno otra iglesia que esta.

Graves confusiones se producen del hecho de mezclar sin cesar dos puntos de vista muy diferentes: de una parte, la Iglesia tal como es a los ojos de Dios, y de otra, la forma que los hombres han dado sobre la tierra a esta Iglesia. De un lado el propósito y el pensamiento de Dios; del otro la responsabilidad del hombre y los resultados de su propia obra. Pero para saber cómo hemos de conducirnos en el seno de la Iglesia tal como existe sobre la tierra, es preciso tener primeramente una idea exacta de lo que ella es a los ojos de Dios.

2.1 - La Iglesia según el pensamiento de Dios

2.1.1 - Su precio

Por mucho que sea nuestro recogimiento, este no será tan hondo como debiera al considerar lo que la Palabra nos dice del precio que la Iglesia tiene para Cristo y para Dios.

Cristo la llama mi Iglesia (Mat. 16:18), y esto solo revela ya la presunción de los hombres que quieren construir su iglesia para ellos. Ella es la Iglesia de Cristo, él la edifica. Tiene derechos sobre ella; es suya. El versículo muy conocido de Efesios 5:25 nos define esos derechos, los cuales son los del amor; nos dice a qué precio él la ha adquirido: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó sí mismo por ella». El mercader de la parábola vendió todo lo que tenía para comprar la perla de gran precio, pero Cristo ha satisfecho un precio mucho mayor: ha dado su vida por la Iglesia.

No obstante, la Palabra emplea menos el calificativo de Iglesia de Cristo que el de Iglesia de Dios, y si ello fuese posible, esto realzaría más el sitio que los pensamientos y los afectos de Dios le asignan, pues «la cabeza de Cristo es Dios» (1 Cor. 11:3). Pablo recomendaba a los ancianos de Éfeso el «pastorear la Iglesia de Dios» y seguidamente añade: «la que adquirió con su propia sangre» (Hec. 20:28). [1]

[1] Nuevo Testamento versión francesa de Darby. Edición comentada. 1872

¡Que cada uno de nosotros aprecie en todo su valor dichas expresiones! El concepto substantivo de la Iglesia no ha sido dejado a nuestra propia apreciación, ni es asunto de controversia sin importancia. Considerad a qué precio la Iglesia es estimada por Cristo y por Dios. ¿Y no pondríamos todos nuestros cuidados en inquirir lo que ella es, de qué manera debemos conducirnos respecto a ella, el papel y el sitio que la Palabra le asigna aquí abajo, su esperanza y su porvenir? ¿Tendrán los hombres que edificarla presuntuosamente a su antojo?

Es grave despreciar «la Iglesia de Dios» (1 Cor. 11:22; Apoc. 3:9). Toda ligereza, toda indiferencia a este respecto demostraría que no nos hallamos interesados por lo que Dios ama, por lo que Cristo ama. La sangre del Hijo de Dios, el sacrificio de Cristo, el amor de Cristo, ¿no nos conmoverían? O ¿nos contentaríamos, egoístamente, con saber que somos salvos, sin que lo que es caro al corazón de nuestro Salvador tenga valor para nosotros?

2.1.2 - El propósito de Dios a su respecto

No temamos extendernos más sobre este asunto. No podremos tener una idea justa de todo lo que concierne a la Iglesia si no fijamos nuestra atención en lo que la Escritura revela acerca del propósito de Dios respecto a ella, en vista de Su propia gloria.

Desde la eternidad, la Iglesia aparece destinada a participar de la gloria de Cristo, aquel Hombre que el Hijo de Dios vino a ser, para morir por nosotros, y que habiendo resucitado de entre los muertos, está ahora sentado en el cielo, a la derecha de Dios. En breve, conforme al «misterio de su voluntad», Dios reunirá «todas las cosas en Cristo, las que están en los cielos como las que están en la tierra, en él» (Efe. 1:9-11). La Iglesia será asociada a este Vencedor, el cual le es dado «por cabeza sobre todas las cosas», y para que ella le sea unida como su propio cuerpo, «la plenitud del que todo lo llena en todo» (v. 22-23). Adán no hubiera sido completo, en un orden fundacional, sin Eva. El glorioso Resucitado tampoco lo sería sin la Iglesia. Es para tal destino que ella ha sido formada.

2.1.3 - Su sitio distinto

De ello deriva el sitio distinto que es asignado aquí abajo a la Iglesia. El creyente no es del mundo porque Cristo no es del mundo (Juan 17:14); por lo tanto ella tampoco lo es. Esta separación es claramente efectuada, en la práctica, en los Hechos 2:47, y en el capítulo 5:17 con referencia a Jerusalén; después en los capítulos 18:7 y 19:9 en lo que se refiere a los judíos en general; en cuanto a la separación de los paganos, quedaba hecha por sí misma (Gál. 1:4: 1 Cor. 12:2, etc.). En 1 Corintios 10:32, hallamos esta separación de manera muy evidente: «No deis ocasión de tropiezo, ni a judíos, ni a griegos, ni a la iglesia de Dios». Los judíos eran el pueblo terrestre de Dios, en vías de ser rechazado; los gentiles representaban el resto de los hombres; la «iglesia de Dios» es formada, evidentemente, con aquellos que ya no son gentiles ni judíos, sino «uno en Cristo Jesús» (Gál. 3:28).

2.1.4 - Su composición

En efecto, la Iglesia está integrada por aquellos que poseen la nueva vida en Cristo, la vida de Dios, y únicamente por aquellos. «Porque todos nosotros fuimos bautizados en un mismo Espíritu para constituir un solo cuerpo, seamos judíos o griegos, seamos esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un solo Espíritu» (1 Cor. 12:13). Este «fuimos» representa evidentemente, con el apóstol, aquellos a los cuales dirige su epístola, es decir los «santificados en Cristo Jesús, llamados santos» (1 Cor. 1:2). Pertenecen a Cristo, y él es «Señor de ellos y nuestro». Los ha adquirido para Dios por su sangre, y su Espíritu habita en ellos. Son «de Cristo» (Gál. 3:29). Por la misma consideración, todos son aceptados por Dios como hijos. Su posición ante Él, es la misma que tiene Cristo; ¿cómo aceptaría Dios a alguien fuera de Cristo?

Todos los creyentes, sin excepción, forman parte para siempre de la Iglesia, y su posición a este respecto es tan firme como su salvación. Pero cuando los inconversos pretenden pertenecer a la Iglesia cristiana, o cuando una «iglesia», llamándose cristiana, admite entre sus miembros, y asocia a su vida, a inconversos notorios, esto es, con seguridad, de una responsabilidad muy grave. No son los ritos, ni los formalismos exteriores, tales como el bautismo, los que salvan, sino la fe individual en Jesucristo. El Espíritu Santo pone su sello sobre esta fe, y la manifiesta.

Hemos dicho que la Iglesia se halla integrada por todos los creyentes. Así, pues, podemos considerarla, en su plenitud, como comprendiendo el conjunto de todos los creyentes, desde el momento en el que empezó a ser edificada hasta la venida del Señor; es este conjunto completo al que Cristo se presentará a Sí mismo como la Iglesia gloriosa, no teniendo «mancha, ni arruga, ni nada semejante» (Efe. 5:27). Pero hasta que llegue este momento las enseñanzas que da la Palabra conciernen a la Iglesia en su manifestación sobre la tierra, formada por cristianos que viven aquí abajo, pero de los cuales Cristo se ocupa (v. 26); la Iglesia así considerada es, evidentemente, el conjunto de los creyentes que existen sobre la tierra en un momento dado. No podrán todos conocerse mutuamente, pero Dios, sí, conoce a sus hijos; y todos, en un mismo grado, forman parte de su Iglesia o Asamblea. La unidad de esta deriva de que todos tienen la misma vida, la de Cristo resucitado.

2.1.5 - Comparaciones que expresan esta unidad bajo diversos aspectos

El Nuevo Testamento emplea diferentes figuras para presentarnos la Asamblea. Ellas expresan, aunque colocándose bajo diferentes puntos de vista, la unidad de todos los «nacidos de nuevo».

1.La Esposa, una con el Esposo, del cual ella procede como Eva de Adán, «hueso de sus huesos y carne de su carne», es objeto de su tierno afecto. Ninguna relación es más intima y más dulce. El marido y la esposa no son más que una pálida imagen de ella; se es marido y mujer sobre la tierra solamente, pero para Cristo la Iglesia será su Esposa eterna en el mundo nuevo, como lo muestran con vigoroso relieve los últimos capítulos del Apocalipsis. Los cuidados actuales de Cristo por la Asamblea son los del Esposo que espera el momento de venir a buscar a su Esposa, con un santo afecto al cual Él desea que ella corresponda. «Y el que oye, diga: ¡Ven!»

2. – Aun más, los maridos son exhortados a amar a sus mujeres, porque son «su propio cuerpo», como la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Esta expresión, usada de modo tan conmovedor en el capítulo 1 de la epístola a los Efesios, versículo 23, luego en el capítulo 4, versículo 12, y en el capítulo 5, es también repetida en 1 Corintios 12, versículos. 12-27 y, aunque menos significativamente, en Romanos 12, versículo 5. Sabemos que esta expresión es característica en la enseñanza del apóstol Pablo; este había sido escogido especialmente para proclamar este punto, tan grande es su importancia. En efecto, nada es comparable a la fuerza de esta expresión: el Cuerpo de Cristo. Hay en ella más que la expresión de una relación, por íntima que sea; hay la proclamación de una unidad vital, asegurada por un mismo espíritu que une Cabeza y Cuerpo. Hay «un solo cuerpo y un solo Espíritu, como también fuisteis llamados a una sola esperanza de vuestro llamamiento» (Efe. 4:4). Esto supone la vida: los que forman parte del Cuerpo tienen la vida de Dios, la vida de Jesús en los suyos, y tienen por esperanza el momento en que lo que todavía es mortal en ellos será absorbido por la vida. Ya cuando Cristo glorificado apareció al apóstol, evidenció esta unidad al decirle: «¡Yo soy Jesús, a quien tú persigues!», al perseguir a los míos. «Vosotros sois cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular» (1 Cor. 12:27). No se habla en la Palabra de miembros «de la Iglesia», menos aún, de «una Iglesia», sino de miembros del «cuerpo de Cristo». «Este misterio es grande» (Efe. 5:32).

3. – El mismo Espíritu asegura y sustenta la unidad vital de Cristo glorificado y de su Cuerpo todavía sobre la tierra, en cada uno de sus miembros como en su conjunto: así es como el Espíritu habita sobre la tierra. Cada creyente es el «templo del Espíritu Santo», que está en él y el cual tiene de Dios (1 Cor. 6:19). Y la Iglesia entera es «templo de Dios» (1 Cor. 3:16). Ella es «morada de Dios en el Espíritu» (Efe. 2:22). Es la Casa de Dios (1 Tim. 3:15). Edificada sobre un cimiento sólido –la Roca de la Persona gloriosa confesada por Pedro como el Cristo, el Hijo del Dios viviente (Mat. 16:16-18)– y edificada por Él mismo, se halla formada de piedras vivas, comenzando por Pedro, pero con él todos los creyentes (1 Pe. 2:5). Tanto cuando se trata de la Casa de Dios, como cuando se trata del Cuerpo de Cristo, la realidad de la vida divina en los que forman parte de la Iglesia de Dios no puede ser puesta en duda ni olvidada.

La palabra edificio representa algo estable, y la solidez de la Iglesia es tal que «las puertas del hades no prevalecerán contra ella». Puesto que es él quien la edifica, ningún daño hay que temer.

Pero es la Casa de Dios, el templo santo en el Señor. En ella todo debe, pues, corresponder a su carácter divino; en ella el nombre de Dios es conocido, honrado y alabado, y Dios cuida de que la manera de vivir de aquellos que están en esta casa se halle en correspondencia con la santidad de su nombre. Es el lugar del servicio divino, un santo sacerdocio.

4. – Esposa, Cuerpo, Casa, la Iglesia es todo esto desde el momento en que existe. Pero, de la misma manera que el cristiano, considerado individualmente, es ya desde aquí abajo, del todo «completo en Cristo», propio pues para la gloria y formado progresivamente durante el curso de su carrera para su manifestación en el día de Cristo, de igual manera la Iglesia, conjunto de los creyentes, es vista ya en Cristo en su perfección, y al mismo tiempo formada, poco a poco, para su destino celestial, por la obra en ella del Espíritu Santo, durante el tiempo de la gracia. Cristo purifica a la Iglesia por el lavado del agua por la palabra (Efe. 5:26); el Cuerpo de Cristo crece, por las gracias espirituales que vienen de su Jefe y, «de quien todo el cuerpo, bien coordinado y unido mediante todo ligamento de apoyo, según la actividad de cada miembro, lleva a cabo el crecimiento del cuerpo para su edificación en amor» (Efe. 4:16); y en suma «todo el edificio bien coordinado crece hasta ser un templo santo en el Señor» (2:21). La terminación del edificio será vista en el cielo, pero ya se puede considerar como terminado aquí. Así un buen obrero contempla ya anticipadamente con su mente tal como será su trabajo una vez realizado, y al mismo tiempo considera todo lo que será necesario para conducirlo a su término.

Cuando la Iglesia ocupe efectivamente su sitio en los lugares celestiales con Cristo, habiendo revestido cada uno de los que la componen un cuerpo semejante a Cristo, aparecerá como su Esposa unida a Él, como su Cuerpo, plenitud de Aquel que llena todas las cosas en todos (Efe. 1:23). Entonces el edificio, habitación de Dios por el Espíritu, viene a constituir la «santa ciudad», la nueva Jerusalén, la cual toma el título de Esposa, de mujer del Cordero. Así serán manifestadas sus eternas perfecciones, fruto del trabajo y del amor de Cristo, a ojos de la tierra milenaria, y luego de los nuevos cielos y de la nueva tierra (Apoc. 21:2-6, 9-27).

Entretanto, en medio del mundo actual, el cual ha rechazado y rechaza a Cristo, ella no puede ser más que una extranjera. La nueva creación a la cual pertenece es una anomalía en la antigua. Contrariamente a lo que algunos parecen creer, la Iglesia no es una parte –la más noble, piensan– de este mundo; ha sido sacada de él, y se halla normalmente opuesta al mundo, por su carácter celestial, como lo estuvo Cristo cuando anduvo aquí abajo.

En definitiva, ella no es la iglesia de los hombres, sino la Iglesia o Asamblea de Dios.

2.1.6 - ¿Por qué la Iglesia en la tierra?

Nos sentimos llevados a interrogarnos por qué ella ha sido dejada aquí abajo, y qué funciones es llamada a ejercer en la tierra.

Concretamente, puede decirse que la Iglesia o Asamblea ha sido dejada en la tierra para glorificar a Dios glorificando a Cristo. Tal es la vocación individual del cristiano, templo del Espíritu Santo, y tal es la de la Iglesia, habitación de Dios por el Espíritu. Ella está aquí «para que ahora sea dada a conocer a los principados y a las potestades, en los lugares celestiales, la multiforme sabiduría de Dios por medio de la iglesia» (Efe. 3:10); ella anticipa la eternidad. «¡Y al que es poderoso para hacer infinitamente más de todo lo que pedimos o pensamos, según el poder que actúa en nosotros, a él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús, por todas las generaciones, por los siglos de los siglos! Amén» (v. 20-21).

Las atribuciones de la Asamblea, con el fin de realizar este gran objetivo, son múltiples.

1. – En primer lugar, manifestar esta unidad de esencia divina, sin equivalencia en las cosas humanas. La existencia misma de la Iglesia debe por sí mismo manifestar la gracia y el poder de Dios.

El Señor Jesús tuvo en vista este testimonio, cuando, en su oración del capítulo 17 de Juan, pedía: «que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti; que ellos también estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste» (v. 21). Tal es la suma eficacia que el Señor atribuía a la manifestación de esta unidad por los suyos: el mundo creería. Cuando Él mismo la manifieste en gloria, el mundo la conocerá (v. 23), será aún evidenciada a los enemigos; pero hasta que todos vengamos a ser «uno», nos constituye en medio del mundo –para que este vea la vida nueva en su prueba más evidente, a saber, la unidad de la familia de Dios– para que busque su origen y crea. No hay predicación del evangelio más potente.

Pero no es solamente la unidad de la familia que debe ser manifestada, sino también la unidad del Cuerpo; ella se manifiesta cuando los creyentes guardan «la unidad del Espíritu» (Efe. 4:3) en el vínculo de la paz. Tal es el papel que todos deben desempeñar, porque todos han sido llamados a una misma vocación, forman parte del mismo Cuerpo y son animados por el mismo Espíritu.

Este testimonio dado en el amor (Efe. 4:2), solo puede serlo en la santa separación del mal. Esta santidad práctica es exigida a todo lo que lleva el nombre de Dios: «Sed santos, porque yo soy santo» (1 Pe. 1:16); es figurada, a propósito de la Asamblea, por la «masa nueva, sin levadura» de 1 Corintios 5:7.

2. – La Iglesia o Asamblea, testimonio del poder y de la gracia de Dios para unirnos en la santidad, es aquí en la tierra la depositaria de la verdad, «la Iglesia del Dios vivo, columna y cimiento de la verdad» (1 Tim. 3:15). Como tal se halla establecida. No que sea ella fuente de la verdad, la verdad no procede de la Iglesia: la Palabra de Dios es la verdad, Jesús es la verdad, el Espíritu Santo es la verdad; pero no la Iglesia o Asamblea. Ella la ha recibido, y le corresponde publicarla y mantenerla intacta. Dios mora en la Asamblea que es su casa, pero la verdad debe ser vista en ella, sostenida por ella como por una columna, sin que la deje debilitar, alterar ni olvidar.

3. – La casa de Dios es una Casa de oración. Así lo era para el pueblo terrestre, así lo es también para la Asamblea de Dios. Mateo 18:19 así lo establece, al dar la seguridad, a los dos o tres fieles congregados al nombre del Señor, de ser asistidos por él, porque él mismo se halla en medio de ellos.

4. – La Asamblea, como santo sacerdocio, tiene el servicio de la alabanza. Ella adora a su Señor como conviene a la Esposa del Rey de gloria (Sal. 45), pero él mismo, resucitado, canta en medio de ella las alabanzas del Padre. Por él, alaba a Dios el Padre, y le rinde culto: «A él sea gloria en la Iglesia en Cristo Jesús…» (Efe. 3:21). Las relaciones individuales del alma con Dios para celebrarle y darle gracias, por preciosas que sean, se eclipsan fundiéndose en este servicio colectivo sin precio.

En el centro de este culto colectivo toma un lugar predominante el recuerdo de la muerte del Señor. Es en la Asamblea donde es levantada la Mesa del Señor, en la cual se celebra la Cena (1 Cor. 10:16-21; 11:20-34). Habla de su obra, proclama el valor de esta para salvar y para reunir. Ella lo hace, recordando de manera manifiesta al Señor dando su vida, en un memorial ordenado por Él: «haced esto en memoria de mí…». Y aun esto es en testimonio: la muerte del Señor es anunciada.

5. – Al volver su pensamiento hacia el pasado para conmemorar el sacrificio único, lo dirige también hacia el futuro para esperar la venida del Señor. A ella le corresponde decir con amor, por el Espíritu que habita en medio de ella y con ella: «¡Ven, Señor Jesús!» (Apoc. 22:20).

Tales son algunas de las preciosas funciones para cuyo cumplimiento la Iglesia se encuentra aquí abajo. Sin duda alguna, existen otras. Podríamos considerar el consolador aliento y la preciosa ayuda que las almas pueden encontrar en ella, en una comunión fraternal cuyo manantial se encuentra en el amor del Señor para los suyos. La Iglesia es el refugio para cualquiera que, desengañado de este mundo, va en busca de la paz cerca del Salvador; ella reconoce, aprueba y sostiene los obreros que el Señor envía. Todas las epístolas de Pablo nos indican hasta qué punto este poderoso servidor de Dios, que no dependía de nadie, contaba con el apoyo espiritual de la Asamblea en todas partes, y cuán agradecido estaba por los cuidados materiales que le dispensaban. ¡Con qué acentos se gozaba del interés que los filipenses tenían por el Evangelio, o reconocía cómo la conducta de los tesalonicenses reforzaba en todo lugar su propia predicación!

2.1.7 - Excelencia de sus prerrogativas

Cuando hablamos de funciones, y de los deberes que dimanan de ellas, debiéramos decir más bien “privilegios”. Los santos del Antiguo Testamento no los conocieron, porque, para que fuese manifestado este tesoro, era menester que Cristo hubiese sido ya glorificado. No tuvieron participación, ni en el «un solo cuerpo», ni en el «un solo Espíritu», ni en la «una sola esperanza de vuestro llamamiento». Mas ahora, «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo» (Efe. 1:3).

La Iglesia ha sido fundada con el fin de que, gozando de estas bendiciones celestiales, refleje aquí abajo su resplandor y perfume, en un testimonio colectivo que honre a su jefe, conocido y amado de ella, autor de la salvación y único centro de la unión de todos.

2.1.8 - Recursos y medios

Para ejercer realmente tales prerrogativas y dar este testimonio, la Iglesia aquí abajo se halla provista de todos los recursos, así como el creyente no es abandonado a sí mismo, por la gracia de Dios.

Estos recursos son infinitos e inagotables. Son «la multiforme gracia de Dios» (1 Pe. 4:10). Reconocer efectivamente la autoridad del Señor, dejar obrar libremente al Espíritu Santo, cuya misión es glorificar a Jesús exaltado, obedecer a la Palabra, es lo que debe sernos suficiente en todo tiempo.

Cristo glorificado «da» en gracia todo lo necesario (Efe. 4:7), todos los ministerios indispensables para formar y sustentar la Iglesia (v. 8-16); el Espíritu reparte en ella con sabiduría los diversos dones, operaciones y ministerios (1 Cor. 12). Así habrá sido durante toda la historia de la Iglesia. Cristo manifestará, para gloria suya, cuán fiel habrá sido, ocupándose de Aquella que ha amado.

Frente a la acción divina se despliegan, desgraciadamente, todas las ofensivas de Satanás y del mundo, su instrumento favorito para dispersar, destruir y corromper. Es para el cristiano una lucha constante. La Asamblea dispone, para preservarse, de un arma particular: la autoridad que le es conferida.

Es lo que encontramos ya en Mateo 18:17-20 con el propósito de asegurar el orden y la paz entre los hermanos, los hijos de Dios. La presencia del Señor en medio de los suyos se halla afirmada en dicho texto, en relación con la oración de dos o tres, pero esta misma oración se halla en relación con el poder de “atar y desatar” en materia de relaciones fraternales. El objeto es, evidentemente, de «habitar los hermanos juntos en armonía» (unidos entre sí) (Sal. 133:1), lo que es «bueno y delicioso», manantial de bendición y testimonio rendido a la unidad de la familia de Dios.

Pero la autoridad de la Asamblea es presentada, de manera más amplia y más solemne, en 1 Corintios 5. Se trata de quitar la vieja levadura, la levadura del pecado, para ser una nueva masa. Es decir, que la Asamblea, obligada a purificarse del mal, debe ejercer la disciplina, que puede llegar hasta la exclusión del «malvado». Pero, lo mismo que en Mateo 18, la autoridad dada a la Asamblea está ligada a la presencia del Señor (v. 4), y al poder de su nombre. Ella es ejercida de parte del Señor y en nombre del Señor, nunca a la manera de un tribunal humano, sino en vista del bien de todos, y particularmente del que haya desfallecido o caído (2 Cor. 2:5-9).

2.1.9 - Responsabilidad

La grandeza de tales privilegios, la realidad de esos recursos, excediendo a lo que los antiguos testigos de la fe poseían, hacen pesar sobre la Iglesia una responsabilidad más grande que ninguna otra.

Ella no ha correspondido a lo que le había sido pedido. No ha sabido emplear esos recursos. Ha demostrado una vez más que el hombre no es capaz de guardar intacto lo que Dios le confía. El depósito que la Iglesia tenía era más precioso que ningún otro, y lo ha dejado caer de sus manos. Se trataba del nombre de Cristo glorificado. Y sin duda ha ocurrido así para que, al final, toda gloria sea dada a Dios, el cual, a pesar de nuestra infidelidad, cumplirá sus designios por Cristo, el único en el cual habrá sido hallado su «buena voluntad [de Dios] para con los hombres» (Lucas 2:14). Pero mientras que la historia de la Iglesia sobre la tierra no haya terminado, cualquiera que lleva en su corazón los verdaderos intereses de Cristo debe buscar dónde está, para él, el camino de la fidelidad.

2.2 - Lo que los hombres han hecho de la Iglesia

2.2.1 - Los comienzos

La formación de la Iglesia empezó el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo, descendiendo sobre la tierra, llenó de sí mismo a los apóstoles. Pedro, el primero, recibió poder para anunciar el Evangelio proclamando la resurrección y la gloria de Jesús. Pero la Iglesia no aparece en su esencia hasta las revelaciones hechas a Pablo, a medida que, los judíos “rechazaban para sí mismos el consejo de Dios”, la buena nueva es esparcida entre las naciones y los discípulos son puestos aparte. El misterio de un solo Cuerpo comprendiendo a todos los que estaban lejos, así como a los que estaban cerca, gentiles y judíos, teniendo todos acceso al Padre por un solo Espíritu no había sido revelado en el Antiguo Testamento. Algunas alusiones proféticas, algunos tipos o figuras, mudos hasta Cristo, escondían en la misma Escritura el secreto cuya revelación era reservada al apóstol Pablo.

Nuestro propósito no es rememorar la historia de la Iglesia sobre la tierra. Lo que de ella nos dice la Palabra es suficiente para introducir y hacernos prever su desarrollo. El libro de los Hechos, y las epístolas, tanto de Pablo, como las de Pedro, Santiago, Juan y Judas, no solamente anuncian su decadencia, sino que la presentan ya como ampliamente iniciada.

Todos los caracteres de los males que seguidamente fueron desarrollándose, y que deploramos hoy, aparecieron visibles desde entonces. En los primeros días, la Asamblea en Jerusalén reflejó el pensamiento de Cristo: los que habían creído manifestaban la unidad del Espíritu, y perseveraban juntos en la doctrina y la comunión de los apóstoles, el partimiento del pan y las oraciones. El amor en el Espíritu obraba poderosamente entre ellos, y hacía que tuvieran todas las cosas en común (Hec. 2:44), eran «de un corazón y un alma» (4:32). Pero esos felices comienzos fueron pronto turbados. La avaricia y la mentira, las negligencias hacia las viudas y las murmuraciones que siguieron, fueron sin duda alguna reprimidas, pues el Espíritu Santo obraba con poder, pero lo fueron solamente por un tiempo, como lo demuestra la Epístola de Santiago. Después, la dificultad que los creyentes judíos tenían para admitir a las naciones en el mismo pie de igualdad que ellos, estuvo a punto de suscitar un cisma. Falsos hermanos se introdujeron en las asambleas (epístolas a los Gálatas, de Judas, de Juan). Los falsos doctores, judaizantes, gnósticos o racionalistas hicieron sus estragos. Hubo cristianos que se apartaron de la cruz para seguir sus propios intereses (epístolas a los Filipenses, a Timoteo). Pablo prisionero fue abandonado por casi todos. Este apóstol pudo anunciar los tiempos malos de los últimos días, los cuales se manifestaban ya. Juan declaró que el espíritu del Anticristo se hallaba ya presente, lo que indicaba que era la última hora.

2.2.2 - Desde los apóstoles hasta nuestros días

Desde entonces, en los veinte siglos transcurridos, desgraciadamente, se ha comprobado de todas las formas posibles el hecho constante de que el hombre corrompe lo que Dios le confía.

Es cierto que Dios, en medio de este estado de debilidad, ha mantenido sus testigos fieles, unos después de otros, que ha permitido felices restauraciones, que ha magnificado por todas partes su gracia y ha manifestado su fidelidad. Él sigue obrando, la Palabra se halla intacta y continúa esparciéndose, el Evangelio es anunciado y hay almas que se convierten.

Pero los hijos de Dios han sido dispersados por los lobos rapaces que pastores negligentes han dejado entrar. De entre esos mismos pastores se han levantado hombres de perversas doctrinas, arrastrando discípulos tras sí. La autoridad del Maestro ha sido hollada, y se ha renegado de Él. Es más, «teniendo comezón por oír», no solamente han desconocido la voz del buen pastor, sino que «se amontonarán para sí maestros, conforme a sus concupiscencias» (2 Tim. 4:3).

La apariencia de la cristiandad puede, hoy más que nunca en ciertos puntos, crear una ilusión, pero la «casa grande» (es decir la cristiandad profesa) ha dejado entrar con largueza el mundo, y ha permitido que se instale en ella como dueño. Los materiales aportados por los hombres (véase 1 Cor. 3:12-15) han sido mezclados por todas partes a las «piedras vivas», y los corruptores del templo de Dios se han multiplicado grandemente. Se llama «cristianos» a numerosas personas que no manifiestan ningún destello de vida. Creyentes e incrédulos asociados, se hallan organizados de acuerdo con los principios de congregaciones humanas. La cizaña se ha mezclado cada vez más íntimamente con el trigo.

Todo esto fue anunciado anticipadamente, por lo cual no debe sorprendernos. Las siete epístolas del Apocalipsis (cap. 2-3) nos trazan un cuadro profético al cual, desgraciadamente, la realidad corresponde con mucha fidelidad. Pero, ¿hemos de resignarnos a ello? ¡No lo quiera Dios! Hasta el final, el Señor quiere llamar y despertar «vencedores». Y eso porque Él es victorioso, y se guardará testigos fieles hasta el fin. La acción del hombre hubiera arruinado, desde hace tiempo, total e irremediablemente, la obra de Dios, si no hubiera sido precisamente Su obra.

2.2.3 - Cristiandad e Iglesia

Cualquiera que sea la confusión actual, una certidumbre nos conforta: Dios tiene sobre la tierra, hoy como antiguamente, gran número de hijos Suyos, redimidos de Cristo, y hoy como antes constituyen todos juntos lo que es y sigue siendo la Iglesia o Asamblea de Dios. Hay un Cuerpo de Cristo sobre la tierra, el conjunto de aquellos que, habiendo nacido de nuevo, le están unidos vitalmente por el Espíritu Santo.

Nada ha cambiado, ni en la manera en que se llega a ser un hijo de Dios «a los que creen en su nombre, les ha dado potestad de ser hechos hijos de Dios» (Juan 1:12), ni en la manera con que Cristo alimenta y cuida la Asamblea que es su Cuerpo. No permitamos que se oscurezca el pensamiento que, exactamente como en tiempo de los apóstoles, la Iglesia o Asamblea de Dios sigue siendo formada por todos los verdaderos creyentes, llámense católicos, protestantes o cualquier otra denominación. Son más numerosos que los que podamos conocer y aun de lo que pensemos; para Cristo y delante de Dios, su unidad es tan real como lo fue siempre. No los separemos en nuestros corazones, ni empleemos el nombre de Iglesia sin evocar a todos los redimidos de Cristo.

Pero, ¿dónde contemplar aquí abajo esta Iglesia o Asamblea de Dios? Es evidente que, si buscamos una expresión completa de ella, no la encontraremos; no existe desde hace tiempo. Muy pronto, desde el principio, no ha sido ya posible hacer el censo de los que formaban realmente parte de la Iglesia de Dios: es precisamente lo que dice Pablo en 2 Timoteo 2:19: «Conoce el Señor a los que son suyos». Millones de personas han recibido el bautismo sin haber manifestado nunca la vida, y los verdaderos creyentes se hallan diseminados en numerosas y diversas denominaciones.

La pretensión de llamarse cristianos no falta, ni la de ser la Iglesia o una iglesia cristiana, aunque en ella se considere como cristianos incluso a personas no convertidas. Tal hecho constituye la más odiosa profanación para Dios. No se debe tomar su nombre en vano. Si declaramos formar la Iglesia de Cristo o pertenecerle, Dios atribuye a esta profesión, sin remisión posible, toda la responsabilidad que lleva en sí. Al mundo que se llama cristiano, a sus organizaciones que se llaman iglesias cristianas, el Señor dice: “yo te consideraré como mi Iglesia, pero veamos lo que esto implica: yo conozco tus obras, ¿qué es lo que las ha inspirado? ¿Dónde está la fe, el amor, la esperanza? ¿Qué has hecho de mi Palabra? ¿Qué has hecho de mi nombre al cual llamas? ¿Qué has hecho de mi gracia? ¿Qué has hecho de mi memorial? ¿Qué es lo que has buscado aquí abajo?”

Su paciencia todavía espera. ¿Cómo no conmoverse al mirar con qué longanimidad habla a Sardis y a Laodicea?: «Yo reprendo y disciplino a todos los que amo…» (Apoc. 3:19). Él continúa considerando a esta cristiandad tal como pretende ser, es decir, como la portadora de la profesión cristiana, sin que ella se de cuenta de lo solemne que es esto. Mas él es el Testigo fiel y verdadero. Pronto va a vomitarla de su boca. Se ha ocupado de ella durante su historia, castigándola, reprendiéndola, ensalzando lo que era bueno, animando a los fieles, pero denunciando lo que no podía aprobar. El gobierno divino no ha cesado nunca, es: «tiempo de comenzar el juicio por la casa de Dios» (1 Pe. 4:17). Pero pronto este juicio será completo y definitivo. El Señor dejará de llamar «Iglesia» a la que Le abandonó y Le puso fuera. Cuando haya tomado consigo a los suyos, cuando el Esposo haya arrebatado a la Esposa al cielo donde se celebrarán las bodas, sobre la tierra no habrá a considerar más que la «gran ramera», usurpadora de este hermoso nombre de Esposa. Hasta entonces soporta aún cosas terribles, pero, puesto que Su gracia habrá sido menospreciada, atraerá un juicio más severo. En la parábola de los talentos, el dueño no discute el título de siervo al siervo malo, pero le aplica todo el rigor del trato debido al «siervo inútil».

Así pues, por una parte, la verdadera Iglesia o Asamblea de Dios, obra de sus manos, no es ya discernible, y por otra, la Iglesia profesa, obra de los hombres, no ha sido todavía desposeída de su título.

No nos dejemos turbar por esta aparente contradicción. Siempre, y todavía hoy, las dos caras del «sello», en 2 Timoteo 2:19, nos confirman y enseñan referente a ambos puntos. En cuanto al primer aspecto tenemos: «Conoce el Señor a los que son suyos»; la fe confía a Dios el cuidado de su obra. En cuanto al segundo, hallamos: «apártese de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor»; la fe obedece y se aparta del mal. Sí, «el sólido fundamento de Dios está firme».

Ahora bien, ¿hemos de apartarnos para quedarnos solos? Ciertamente no. Si debemos apartarnos, es para unirnos con los que invocan al Señor con corazón puro, es decir, sin aliarnos con lo que deshonra su Nombre. Todo aquel que ama al Señor hallará un camino preparado por Él para encontrar a otros creyentes animados del mismo deseo. Esto también es la obra de Dios. En todo tiempo, Dios sabe reservarse un remanente; Elías lo experimentó cuando se creía solo (1 Reyes 19:10-18). A los que lo forman les pide –y, en consecuencia, les da los medios para hacerlo– que gocen de los privilegios de asumir todos juntos las preciosas funciones que son propias de la Iglesia de Dios. La solemne promesa permanece, a pesar de toda la infidelidad de los hombres: allí donde dos o tres se hallan reunidos a su nombre, el Señor está en medio de ellos (Mat. 18:20). La reunión de los suyos puede reducirse literalmente a este pequeño número; estará lejos de representar la totalidad de la Iglesia en la tierra, pero será una expresión de ella, aprobada por Aquel que está siempre con «un pueblo humilde y pobre, el cual confiará en el nombre de Jehová» (Sof. 3:12).

Era necesario establecer con claridad estas consideraciones generales antes de considerar de más cerca el estado presente de las cosas.

2.3 - ¿Qué hemos de hacer en la presente situación?

2.3.1 - Diferentes categorías de agrupaciones cristianas

Las agrupaciones de la cristiandad actual pueden considerarse divididas en tres categorías.

Las dos primeras comprenden todo lo que se denomina oficialmente «iglesias». Estas son sociedades organizadas, con leyes y reglamentos, cada una con su clero, distinto de los feligreses. Estas sociedades son efectivamente de dos clases:

2.3.1.1 - Iglesias de afirmación católica

La iglesia romana afirma ser «la Iglesia», la única, y monopoliza el título de católica, es decir universal. Pero, en diversos grados, reivindican también el mismo titulo las grandes Iglesias orientales que no reconocen al Papa romano. Los que no pertenecen a ellas son considerados como herejes; a lo sumo admiten que, si son de buena fe, participan del alma de la Iglesia, pero se les niega el formar parte de su cuerpo. Estas iglesias, de afirmación católica, pretenden formar, ellas solas, toda la Iglesia cristiana, y los que se extraviaron deben volver a ellas. En efecto, ellas afirman –y esto es un punto de capital importancia– ser necesario que cada uno recurra a ellas para alcanzar la salvación; la administración de sus sacramentos dispensa la gracia divina, y para esto, se necesita un clero investido de un poder sobrenatural, el cual viene transmitido desde los apóstoles por ordenación eclesiástica. No se trata aquí de exponer sus doctrinas, ni menos aún de suscitar controversias. No nos costaría mucho probar que esta unidad tan altaneramente afirmada encubre en realidad una multitud de interpretaciones y de formas. Pero, ante todo, destaquemos que la enseñanza de la Escritura no considera de ningún modo a la Iglesia como una organización que asegura la salvación, sino como un organismo formado por personas salvas, lo que es en absoluto diferente.

2.3.1.2 - Iglesias parciales

Las otras iglesias son organizaciones religiosas que se han separado de las precedentes principalmente desde la Reforma, para constituir Iglesias independientes, expresamente parciales, distintas del resto de la cristiandad. Sean o no nacionales, nada cambia con referencia a su principio. La mayor parte de ellas reconocen lo que es llamado «Iglesia invisible», edificada por Cristo, y de la cual solo Dios conoce todos los miembros, pero se consideran ellas mismas como sociedades necesarias, constituidas de la mejor manera, según las épocas y los países, para agrupar el mayor número posible de adeptos, enseñarlos y conducirlos a celebrar oficios religiosos. La base de su unión corresponde a una determinada confesión de fe particular. Los fieles son inscritos en registros al efecto. Puede decirse que estas iglesias evidencian el estado de división. Cada una hace vida aparte, aunque reconozcan que hay verdaderos cristianos fuera de ellas. Cualquiera que sea la conducta individual de sus sacerdotes, de sus pastores o de los fieles, conducta a menudo íntegra, su principio eclesiástico, o de «sistema», niega de hecho la unidad de todos los cristianos.

Las dos categorías que hemos considerado, la una pretendiendo asumir la unidad, y la otra rompiéndola, mezclan en sus filas a cristianos verdaderos y simples profesos. El bautismo tiene el valor de introducción en la cristiandad, y la “primera comunión” introduce, efectivamente, en una iglesia determinada.

2.3.1.3 - Fuera del real (o del campamento religioso), Hebreos 13:13

La tercera categoría se halla constituida por los agrupamientos, mucho menos numerosos, de cristianos salidos de las dos primeras, para reunirse de acuerdo únicamente con la enseñanza de la Palabra, sin clero ni reglamentos particulares, pero sí en el nombre del Señor Jesús. Es probable que hayan existido en todo tiempo, pero cuando –hará poco más de un siglo– el Espíritu de Dios despertó la Iglesia a la esperanza de la próxima venida del Esposo, numerosas almas fueron llevadas a formularse la pregunta: ¿dónde se halla la Iglesia en la presente confusión?, y han sido conducidas a salir hacia Cristo fuera de todo campamento eclesiástico. [2]

[2] Este despertar ha sido debido, en parte, a una publicación titulada: “La Venida del Mesías en gloria y majestad” cuyo autor, Lacunza, era un sacerdote católico de América del Sur. Dios se sirvió de ella para despertar a creyentes de varios países y exhortarles a esperar la venida del Señor, preciosa verdad que se había olvidado, Entonces, Dios despertó en muchas almas la profunda necesidad de «escudriñar las Escrituras», las llevó a separarse de todas las iglesias profesas y les enseñó los verdaderos principios de la Iglesia o Asamblea de Dios, y de la reunión de los creyentes.

Desgraciadamente, también entre estas últimas agrupaciones el enemigo ha sido activo, y ha logrado sembrar tanta confusión y producir tantas divisiones que, al cabo de cuatro generaciones, inclinamos la cabeza con el corazón oprimido. Muchas almas sinceras se preguntan: ¿Qué hacer? ¿Dónde está el camino?

A pesar de todo esto, tengamos la seguridad de que siempre existe un camino, el que ojo no vio, ni ha sentido el corazón del hombre, pero que Dios prepara para aquellos que Le aman.

2.3.2 - Una quimera: el retorno de la cristiandad a su estado primitivo

¿Qué hacer? Ya no es caso de reedificar la Iglesia tal como la vemos en los primeros capítulos del libro de los Hechos de los Apóstoles. Ello es imposible. Es un hecho general, comprobado en toda la Escritura, que Dios no restaura integralmente lo que el hombre ha arruinado. Da algo mejor para sustituir la situación que ha sido dejada de lado, después de haber soportado la infidelidad con suma paciencia.

Dios soporta todavía a la cristiandad; hemos de andar con los recursos y bajo las direcciones que Él nos proporciona, y no debemos soñar con una restauración que iría en contra de la enseñanza misma de los apóstoles, como ha sido recordado más arriba. Además, nos faltarían los elementos esenciales de entonces: los apóstoles y las señales que acompañaban su predicación. Los apóstoles, puesto el fundamento, cumplieron su obra; no han sido reemplazados, y nunca fue el pensamiento de Dios hacerlo. A la Iglesia le correspondía permanecer fiel. Son hechos pasados que no han de volver. Cuando afirmamos que nos reunimos como los primeros cristianos, esto no es, pues, enteramente justo.

2.3.3 - Lo que permanece

Lo que tienen que hacer los creyentes de hoy es obedecer a la Palabra, como hicieron los primeros cristianos, aquella Palabra que los apóstoles, ya desaparecidos desde hace mucho tiempo, dejaron transmitida fielmente según la inspiración divina que habían recibido. El fundamento puesto por ellos: Cristo, es inmutable, por lo tanto, debemos afirmarnos sobre él, a saber, el Cristo de los evangelios y de las epístolas, y no sobre un fundamento hecho de pensamientos humanos, de doctrinas teológicas o de sistemas filosóficos. «Porque nadie puede poner otra base diferente de la que ya está puesta, la cual es Jesucristo» (1 Cor. 3:11).

Dios no ha cesado nunca de obrar. Cristo sigue edificando, y la casa espiritual de 1 Pedro 2:5, continúa edificándose en su perfección. Y al mismo tiempo, la casa visible sobre la tierra es confiada a la responsabilidad del hombre (1 Cor. 3:12). Querámoslo o no, como cristianos, “nosotros edificamos encima”. Tengamos pues mucho cuidado con nuestra manera de edificar. ¿Con qué materiales con qué direcciones, con qué fuerzas lo hacemos? ¿Qué parte de nuestra obra soportará la prueba del fuego?

¿Nos desanimaremos ante lo que nos es pedido?

Recordemos que siempre tenemos a nuestra disposición los tres grandes recursos:

la Persona de Jesús, centro de unión,

la Palabra de Dios,

el Espíritu Santo, Espíritu de fortaleza, de amor y de sensatez (2 Tim. 1:7).

A menudo se ha recordado que el profeta Hageo fue a animar a los fieles para que reedificasen la casa de Jehová –no ciertamente idéntica a la de Salomón, pero con el altar en el mismo sitio– diciéndoles: «esforzáos… porque yo soy con vosotros… el pacto (o la Palabra) que concerté… así mi Espíritu estará en medio de vosotros» (Hag. 2:4-5). ¡Cuánto más están con los cristianos que quieren obedecer! Esas divinas presencias están aquí como el primer día, y no faltarán jamás mientras la Iglesia esté sobre la tierra.

2.3.4 - Características permanentes de una asamblea de Dios

En lo que concierne a la congregación de los creyentes, nos es prescrito no dejarla, «y tanto más cuanto veis que el día se acerca» (Hebr. 10:25).

No podemos pretender rehacer la Iglesia, o ser la Iglesia. Pero hemos de estar firmemente convencidos de lo que en todo tiempo el Señor ha pedido a la Iglesia, es decir, de las funciones que hemos mencionado anteriormente, y de los privilegios que le confiere. Aunque ella no haya cumplido fielmente la misión que le ha sido confiada, no ha sido relevada de esta misión: glorificar a Cristo, dar testimonio de la unidad que Cristo ha hecho, esperar al Señor.

Para que la reunión de dos o tres al nombre del Señor exprese bien los caracteres de la Asamblea de Dios, es preciso que cada uno de ellos se halle individualmente convencido de lo que el Señor pide a este efecto. Si no expresa esos caracteres, ¿a qué reunirse? Pero si los expresa, entonces esta Iglesia o Asamblea de Dios que ha venido a ser invisible, en su conjunto, por culpa del hombre, será hecha visible allí donde estos dos o tres se hallen reunidos. Esta reunión es una asamblea de Dios. Lo importante no es el número de personas reunidas, sino el carácter de su reunión. No es cuestión de número, sino de espíritu.

¿Por cuáles caracteres una agrupación de creyentes puede y debe ser reconocida como Asamblea de Dios? Creemos poder resumir de la manera siguiente los que son indispensables:

1. – debe estar integrado por creyentes (2 Cor. 6:14-18);

2. – reunirse al nombre del Señor Jesús (Mat. 18:20);

3. – reconocer la sola autoridad del Señor (Apoc. 1);

4. – no admitir otra dirección que la del Espíritu Santo (1 Cor. 12:13);

5. – estar sometido a la enseñanza de la Palabra, plenamente recibida;

6. – no tolerar conscientemente que el nombre del Señor sea asociado al mal (2 Tim. 2:19).

Dichos caracteres serán solamente mantenidos si los corazones están llenos de la caridad «que procede de corazón puro, de buena conciencia y de una fe no fingida» (1 Tim. 1:5). De nada serviría que tales caracteres fueran solo de externa apariencia.

2.3.5 - Toma de posición que deriva de tales caracteres

La posición que implican esos caracteres no puede dejar de ser mal comprendida y mal juzgada por los otros cristianos. Ella no tiene valor si no es dictada por la obediencia, en humildad, y en un profundo amor para la Iglesia entera.

Esta posición se encuentra, necesariamente, fuera de las dos primeras categorías eclesiásticas que hemos considerado, puesto que la una pretende injustamente monopolizar la Iglesia y la otra la fracciona deliberadamente. Ahora bien, se trata, a la vez, de expresar la unidad de la Iglesia entera, y de separarse de lo que, a pesar de todo, comprende todavía miembros del Cuerpo de Cristo.

El principio de semejante reunión siendo aquel de la unidad del Cuerpo, el único conforme a la Palabra, la expresión de esta unidad es dada en la Mesa del Señor, según 1 Corintios 10:16-17. En ella se participa de un solo pan, porque todos los creyentes son un solo pan, un solo Cuerpo. Que todos estén, efectivamente, presentes o no, no resta nada al privilegio de aquellos que se hallan reunidos, de poder pensar en todos. La Mesa del Señor no pertenece a aquellos que la rodean realmente, mas es levantada para todos, si, verdaderamente, ha sido levantada por el Señor. En caso contrario, sería la Mesa de una secta, o de una confesión particular, que negaría la unidad del Cuerpo. Todos deberían estar allí, y los que se hallan reunidos deberían sentir dolorosamente el vacío de los sitios de los que no se hallan con ellos. Cuando hablamos de un convertido que “pide su sitio”, la expresión es muy justa, mientras que no tendría fundamento escriturario el decir que pertenecemos a tal o cual asamblea, entendiendo por ello un grupo independiente de las demás asambleas locales. No ponemos en duda que numerosos creyentes gocen de la Cena como memorial de la muerte del Señor en cualquiera confesión que sea celebrada, pero la «Mesa del Señor» no puede ser levantada más que sobre la base de la unidad del Cuerpo de Cristo, del cual todos los hijos de Dios son miembros por el mismo privilegio.

Se sigue de esto que las congregaciones formadas en diversos lugares, donde la Mesa del Señor es levantada sobre este principio, son solidarias, porque se hallan colocadas en la misma «comunión» del cuerpo y de la sangre de Cristo (1 Cor. 10:16). Cada una de ellas es la expresión de la Iglesia o Asamblea local, incluida ella misma en la gran unidad de la Iglesia universal. El apóstol se dirigía a la iglesia en Corinto, en Éfeso, como si hubiese hablado a la Iglesia o Asamblea de Dios entera.

La Asamblea tiene el deber de preservar la Mesa del Señor de toda impureza. Para ello, ha recibido la autoridad del Señor, la cual ejerce porque Él está allí presente.

Entonces, tal vez se diga: ¿es que pretendéis ser una reunión de individuos perfectos en la práctica? No, por cierto. Mas, de acuerdo con la enseñanza de 1 Corintios 11:28-34, aquellos que se acercan a la Mesa del Señor tienen el deber de juzgarse a sí mismos, y la Asamblea tiene la responsabilidad de quitar «la vieja levadura» cuando, habiendo alguien descuidado este juicio individual, un estado de pecado es manifestado y subsiste a pesar de las advertencias y de la disciplina fraternal. No se trata de ejercer un derecho cualquiera para juzgar (¡cuán triste sería!), sino de dar al Señor lo que Le es debido, celosos del honor de su nombre y del bien de su Asamblea.

Por otra parte, el mismo principio de la unidad del Cuerpo, que implica que lo que la Asamblea hace en una localidad sea reconocido en todas las demás localidades, impide que se pueda reconocer a las reuniones de creyentes en las cuales esta disciplina no es observada, o en las cuales un mal moral o doctrinal es tolerado conscientemente. Aquí está el origen de las «divisiones» que se han producido entre aquellos que inicialmente se habían congregado fuera de los sistemas religiosos. «Un poco de levadura hace fermentar toda la masa» (1 Cor. 5:6). Sin duda alguna, somos demasiado fáciles a la impaciencia, y difícilmente nos soportamos unos a otros; sin cesar corremos el riesgo de sustituir nuestros pareceres personales al pensamiento del Señor, y de dejar obrar a nuestra propia voluntad; con todo, Él no puede tolerar que el mal se asocie con su Nombre, unido a su Mesa.

2.3.6 - Para resumir

1. – Si no queremos ser una secta, no debemos nunca perder de vista la «unidad del Cuerpo» de Cristo, proclamada en la Mesa del Señor y, al mismo tiempo que sintamos con dolor el estado actual de la cristiandad –a la cual pertenecemos, no lo olvidemos nunca– debemos aprovecharnos con reconocimiento de las prerrogativas que hasta el fin quedan unidas a la Iglesia según Dios.

2. – Si no queremos ser culpables «del cuerpo y de la sangre del Señor» (1 Cor. 11:27), hemos de velar en juicio individual y colectivo, para que la comunión con Él y entre nosotros sea mantenida con verdad. Tal es guardar la «unidad del Espíritu».

¿Quién está capacitado para estas cosas? El secreto está en corazones consagrados a los intereses del Señor y que aman a aquellos que son de Él; está en la humildad de espíritu y la fidelidad bajo todos los aspectos.

El testimonio que el Señor suscitó para los últimos días, también está declinando. Él ha sido el único Testigo fiel y verdadero. Pero las promesas hechas a Filadelfia subsisten. Pidamos, y nos será concedido, el estado de espíritu y de corazón de aquél al cual el Señor puede decir: «tienes poca fuerza, has guardado mi Palabra, y no has negado mi nombre» (Apoc. 3:8).

3 - Segunda parte: Práctica de la congregación de los fieles según Dios

Reunirse de manera diferente a como nos enseña la Palabra de Dios no puede ser más que una forma religiosa. No queremos suponer que un alma sincera, aunque mal enseñada, no encuentre nada en tal reunión, y que Dios no se pueda agradar en ella. Mas será ajena al testimonio dado a la unidad del Cuerpo de Cristo, e ignorará la bendición «que allí es enviada», como lo era en Sion, para el pueblo terrestre (Sal. 133), el rocío que descendía del Hermón, el óleo precioso descendiendo de la cabeza del verdadero Aarón. No conocerá, pues, la libre acción del Espíritu Santo que dice: «cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía», añadiéndolos a Cristo resucitado.

Pero, reunirse fuera de las múltiples organizaciones humanas de la cristiandad, ¿no será aumentar el fraccionamiento de esta? Es lo que se reprocha continuamente a aquellos que se creyeron obligados, por obediencia al Señor a salir hacia Él «fuera del real», es decir del campamento religioso, para reunirse únicamente alrededor de Él.

No nos es posible impedir esta acusación. Pero hemos de tener cuidado de no merecerla, y para esto proscribir de nuestros corazones todo espíritu sectario. El Señor nos llama, no a ser una fracción de la Iglesia con la pretensión de obrar mejor que las otras, sino a andar por los caminos en los cuales debería andar la Iglesia entera, y como si, en su conjunto, estuviese toda ella congregada alrededor de Cristo.

3.1 - La cuestión del nombre

Empecemos por un punto muy a menudo considerado a la ligera, estableciendo que debemos repudiar todo apelativo mediante el cual sancionaríamos una división más de la Iglesia. Cuando otros cristianos se llaman católicos, protestantes, calvinistas, luteranos, metodistas, bautistas, etc., se muestran lógicos, pues llevan el nombre de su iglesia. Pero nosotros no conocemos otra iglesia que la sola Iglesia o Asamblea de Dios. No podemos llevar un nombre que no puedan llevar todos los hijos de Dios. Que el mundo, religioso o no, nos llame como lo hace, darbystas, hermanos estrechos o exclusivos, o por cualquier otro nombre, es cosa suya; los apodos no han faltado nunca en la historia del pueblo de Dios. Pero reconocer cualquier apelativo distinto sería negar el principio de la unidad que es el de la reunión cristiana. Cuando el apóstol reprochaba a los corintios al llamarse, el uno de Pablo, otro de Apolos, otro de Cefas, otro de Cristo, protestaba, diciendo: «¿está dividido Cristo?» (1 Cor. 1:12-13).

El Nuevo Testamento habla de cristianos. Aun este nombre les era dado por los de fuera, quizás por escarnio. ¡Ojalá nuestro testimonio sea tal que con toda naturalidad nos llamen de este nombre el de aquellos que siguen a Cristo!

Repetidas veces, en los Hechos de los Apóstoles. se habla de discípulos. Seamos fieles discípulos de la Palabra, «habéis venido a ser obedientes de corazón a la forma de doctrina en la que habéis sido instruidos» (Rom. 6:17), la «enseñanza de Cristo» (2 Juan 9).

Las epístolas hablan de santos. Nos atreveríamos apenas a emplear este nombre que el apóstol inspirado aplica a los cristianos de Corinto y de las otras asambleas locales, las «iglesias de los santos» (1 Cor. 14:33; Rom. 1:7; 1 Cor. 1:2; 2 Cor. 1:1; Efe. 1:1; Fil. 1:1, etc.). Ocurre que algunos llegan a abusar de este término sin comprenderlo bien; en particular, cuando es empleado ante el mundo, puede llevar a la confusión, y aun dar pretexto al «escándalo». Recordemos cómo nuestro Maestro obró en Mateo 17:27. Sin embargo, son tales, por gracia, todos los rescatados de Cristo: santos por la vocación de Dios y en virtud de la obra de Cristo; por eso, somos exhortados a vivir «como conviene a santos» (Efe. 5:3).

Pero, a lo largo de la historia referida en los Hechos de los Apóstoles, y sin cesar en las epístolas, es el nombre de hermanos que es repetido. Cristo no se avergüenza de llamar así a los que Él santifica: son «hermanos santos, participantes del llamamiento celestial» (Hebr. 2:11; 3:1). Este nombre de hermanos conviene en la familia de Dios, su empleo debe ser corriente entre los hijos de Dios. No hemos de buscar otro nombre. Aun menos el reivindicar su uso exclusivo: usándolo no olvidaremos el gran número de los que, hijos de Dios igual que nosotros, nos son desconocidos por hallarse dispersos dentro del mundo cristianizado, y experimentaremos en nuestros corazones el doloroso pero necesario sentimiento de la familia actualmente incompleta. No somos “los hermanos”, sino simplemente hermanos que la gracia congrega en una época en que los hijos de Dios se hallan dispersos.

3.2 - La «obra del servicio»

3.2.1 - La cuestión del sacerdocio

Lo que más llama la atención en las congregaciones de creyentes constituidas fuera de las diversas organizaciones eclesiásticas es, sin duda alguna, la ausencia de todo “clero”. Esto asombra y hasta turba a menudo almas sinceras que se hallan acostumbradas a sus formas religiosas, pues, ¿no habla el Nuevo Testamento de obispos, de ancianos, de siervos y de pastores, de evangelistas, de doctores, como también de apóstoles y profetas?

Esto está fuera de duda. Pero, antes de seguir adelante, démonos cuenta de que en ninguna parte del Nuevo Testamento vemos a estos hombres, en cualquiera de tales categorías, formar un cuerpo distinto del resto de los fieles para ejercer funciones sacerdotales, celebrar el culto, o cumplir ellos solos ciertas ceremonias. Al contrario, todos los cristianos son considerados por igual como sacerdotes. El apóstol Pedro no hace ninguna distinción entre ellos cuando escribe: «vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual, un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo» (1 Pe. 2:5). La misma noción de clero es extraña a las enseñanzas cristianas.

Tampoco la Escritura presenta o prevé, en el cristianismo, una sucesión de sacerdotes o de ministros garantizada por cualquier consagración u ordenación, que las diferentes “iglesias” se atribuyen, aunque muchas de ellas, particularmente las iglesias disidentes, rechacen la idea de un clero al estilo católico. Si se trata de los apóstoles, está claro que es el Señor quien los ha designado, y que después no han establecido ningún otro apóstol. Si otro ocupó el cargo, «tomó el ministerio» de Judas, no fueron los once quienes lo escogieron (Hec. 1:24). En cuanto a Pablo, insiste siempre sobre el hecho de que recibió su apostolado de Dios y no de los hombres, y no nombró ningún sucesor. El principio es el mismo para todos los ministerios o servicios. En vano se buscará otra cosa en el Nuevo Testamento.

Vemos en él que, antes de que la Palabra fuese completa, y hallándose en formación la Iglesia, los apóstoles juzgaron bueno designar ellos mismos algunos siervos en la asamblea de Jerusalén (Hec. 6:1-3), y ancianos en las asambleas de las naciones (Hec. 14:23), a imagen de lo que había existido siempre en Israel (véase Hec. 11:30; Sant. 5:14-16). El apóstol Pablo, en uso de su autoridad apostólica, dio facultad a Tito para hacer lo mismo en Creta (Tito 1:5), y quizás, aunque no expresamente, a Timoteo en Éfeso (1 Tim. 3). Leemos asimismo en Hechos 13:1-4, que los profetas y doctores de la iglesia en Antioquía impusieron las manos a Pablo y a Bernabé, mas no para confiarles un servicio, puesto que era el Espíritu Santo el que los llamaba; de modo que, únicamente, testificaban su comunión y su plena aprobación. Notemos también que Timoteo, objeto de profecías particulares (1 Tim. 1:18), recibió un don de gracia «con imposición de las manos del consejo de ancianos» (4:14) y «por la imposición de las manos» del apóstol Pablo (2 Tim. 1:6); los ancianos reconocen lo que solo el apóstol era competente para conferir, y que no confirió sino por mandamiento formal del Espíritu Santo, expresado por profecía. Tales hechos son incontestables; en vano se intentaría sacar de esto una regla o indicación permanente en favor de una investidura oficial. No solamente los apóstoles no han tenido sucesores, y la Palabra silencia en absoluto toda indicación sobre la transmisión eventual de la autoridad apostólica, sino que tampoco habla del nombramiento de hombres revestidos de un cargo oficial. Nadie puede hoy hacer prevalecer una autoridad dada por Dios para tal objeto.

Al contrario, la Palabra insiste sobre la acción del Espíritu Santo para distribuir dones y servicios (Hec. 13:2; 1 Cor. 12). Ocurre precisamente que es esta acción la que generalmente no se reconoce en el mundo cristiano ¿Cómo la dejarían libre y soberana, cuando en la mayor parte de los casos ni siquiera es admitida la presencia del Espíritu Santo como persona aquí abajo? Necesariamente por esto las reglas de una organización humana pretenden sustituirla, y por ello se hace precisa una investidura para ejercer una función en la iglesia. Aun cuando se declare no consagrar a tales funciones más que a hombres llamados por Dios, tal consagración es el ejercicio de una autoridad oficial y exclusiva, de la cual no hallamos ninguna traza en la Palabra de Dios. En cambio, en la Palabra, no faltan direcciones precisas sobre el orden y la edificación en la Asamblea. Ella dice: «Todas estas cosas las hace el único y mismo Espíritu, repartiendo a cada en particular como él quiere» (1 Cor. 12:11). No incumbe, ni a la Iglesia o Asamblea, ni menos aún a un clero nombrado por ella, el «repartirlas».

Tenemos mucha necesidad de ser guardados, no solamente de las formas, sino también de ese espíritu clerical, el cual, suprimiendo el ejercicio colectivo, deja a algunos el cargo exclusivo de la marcha de la asamblea. Seremos preservados de ello creyendo simplemente en la presencia del Espíritu Santo en la Asamblea. Él obra en ella por los «dones espirituales».

3.2.2 - Los «dones de gracia»

La Iglesia o Asamblea no podría, en efecto, vivir sin el ejercicio de lo que la Palabra llama los «dones espirituales». El «don» es propiamente una facultad, o una capacidad, que Dios da a una persona determinada para obrar con respecto a los hombres [3]. Cristo no deja que la Iglesia carezca de ellos. Ha dado, da y dará a este fin, por el Espíritu Santo, todo lo que sea necesario y suficiente, mientras ella esté sobre la tierra, para alimentarla y edificarla.

[3] La Escritura identifica a menudo el don con aquel que lo posee (Efe. 4: 8-11).

Hay varias clases de dones. Los diversos pasajes de la Escritura que hablan de ellos dan enumeraciones diferentes, cada uno con una intención particular, y sin que, notablemente, ninguno sea limitativo.

Hay, para la Iglesia entera, los dones «a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo» (Efe. 4:11-12). Él mismo, glorificado como Cabeza de este Cuerpo, ha dado «a unos apóstoles; a otros profetas; a otros evangelistas; y a otros pastores y maestros». Se ve que se trata esen­cialmente aquí del «servicio de la Palabra», y esto es lo que debe entenderse cuando se emplea, de manera absoluta, el término «ministerio». El de los apóstoles continúa, pues sus enseñanzas, habiendo ocupado lugar en los escritos inspirados, completan la Palabra de Dios. Los profetas, a través de los tiempos, aplican la Palabra a las necesidades que Dios les hace discernir en la Iglesia, con la respuesta que quiere dar a ellas; ponen a las almas en contacto con Dios. Los evangelistas trabajan en el mundo para sacar de él a los que Dios conduce a la Iglesia o Asamblea. Los pastores cuidan de dar el alimento espiritual conveniente, y vigilan el rebaño que el mundo y Satanás amenazan sin cesar. Los doctores exponen sana y claramente la verdad [4].

[4] El ministerio de los apóstoles continua, acabamos de decir, por los escritos inspirados del Nuevo Testamento. Llamamos aquí la atención sobre los medios de edificación que Dios pone a nuestra disposición por los escritos, no inspirados sin duda, que conservan el ministerio de los hermanos que han sido verdaderos profetas y doctores para aplicar y exponer fielmente la Palabra en vista del actual testimonio. Han dado, no su propio pensamiento, sino lo que el Espíritu Santo ponía ante ellos comunicarnos para nuestros tiempos, según lo revelado en la Palabra de Dios. Fácilmente nos apartamos de este sólido alimento, dispen­sado por un ministerio según Dios (la ración de trigo dada «al tiempo conveniente»), para leer todo y no importa qué. La pérdida es grande al descuidar la lectura de este “ministerio escrito” de tan inestimable valor.

El capítulo 12 de la Primera Epístola a los Corintios, el cual insiste principalmente sobre la soberanía del Espíritu Santo en la distribución de los dones, nos dice que «Dios los ha puesto en la iglesia: primero a los apóstoles, segundo a los profetas, tercero a los maestros, luego a los que hacen milagros, después los dones de curar, de ayudar, de gobernar, y diversidad de lenguas» (v. 28). Si los dones que tanto apreciaban los corintios: milagros, lenguas, etc., los cuales constituían «señales» para los incrédulos, ya no se manifiestan entre nosotros, los otros subsisten. No es cuestión aquí de evan­gelistas porque este capítulo nos ocupa de “manifes­taciones espirituales” en el seno de una asamblea local, en su vida propia, dirigida por el Espíritu.

En Romanos 12, no solamente encontramos el ministerio de la Palabra, sino el conjunto de los «servicios» cristianos, los cuales nos son todos presentados como «dones espirituales». Van desde la profecía, la cual es propia de algunos solamente, hasta el ejercicio de la misericordia que, sin duda alguna, ninguno de los fieles, hermano o hermana, se halla dispensado de ejercer. Cada uno de ellos ha recibido; cada uno es exhortado a dar. Pero al mismo tiempo cada uno se halla limitado a «la medida de la fe que Dios ha repartido a cada uno», para no excederla, de manera que el Cuerpo entero funcione armoniosamente.

En 1 Pedro 4:10-11, la diversidad de dones de «la multiforme gracia de Dios» se reparte, dice el apóstol, entre «cada cual» de vosotros, llamados a ser «buenos administradores» de ellos. De manera que «si alguno habla, sea como oráculo de Dios; si alguno sirve, sea como por la fuerza que Dios da». El amor ferviente al que todos los fieles son llamados, hace que usen los unos para con los otros los dones de gracia, de los cuales cada uno, hermano o hermana, ha recibido alguno.

Estas enseñanzas de la Palabra no deben ser para nosotros simples consideraciones teóricas. Su alcance práctico es extremo.

Hay una gran diversidad de dones. Tenemos la tendencia a no llamar por este nombre sino solamente a aquellos que ofrecen algún relieve, particularmente al ministerio de la Palabra, y aun de apreciarlos en la medida que se ejercen de manera más cautivadora. Ante los ojos de Dios no existen tales distinciones. Al contrario, los dones que externamente más llaman la atención corresponden a aquello que, siendo lo menos importante y lo menos precioso en sí mismo, ha tenido que ser vestido más honrosamente (1 Cor. 12:23-24). El ministro de la Palabra no es más que un canal o conducto por el cual nos es dado el alimento espiritual, en tanto que aquel que ejerce la misericordia es, en sí mismo, un centro de amor. El más humilde servicio dentro de la asamblea a menudo tiene mucho más valor que cualquier otro que llama más la atención.

Estos «dones espirituales» para la «obra del ministerio» otorgan, en todos sus grados, no una autoridad oficial, sino una responsabilidad, a los que son investidos de ellos. «Siervo», es lo que ha sido Cristo. ¿Habrá alguien que pretenda ser más que su Maestro? «¿Por qué te glorías como si no lo hubieses recibido?» nos dice la Palabra (1 Cor. 4:7). Aun «el que preside» (Rom. 12:8) no es un jefe en el sentido que dan los hombres a esta palabra; es igual que sus hermanos, si bien colocado en un sitio de responsabilidad particular. El peligro, para el que ha recibido un don propicio a hacerle resaltar, especialmente el de presentar la Palabra, es de erigirse en jefe y apartar las almas de Cristo, atrayéndolas, conscientemente o no, a sí mismo. A la inversa, el peligro no es menor para los otros de confiarse pasivamente en algunos que Dios ha dado, y de adormecerse en la rutina, dando lugar así, sin darse cuenta quizás, al nacimiento y la existencia de un clero.

Cada uno tiene un «don de gracia». Cada uno debe saber lo que ha recibido del Señor y obedecerle, en la dependencia del Espíritu Santo. Para que el Cuerpo crezca y funcione, es necesario que cada miembro cumpla su función; ni que sea más ni que sea menos, como nos lo enseña 1 Corintios 12. Somos miembros los unos de los otros, y es para el bien común, no para nuestra satisfacción personal que hemos de «anhelad los dones más grandes» (v. 31). Pero delante de nosotros se halla abierto «un camino todavía más excelente», el del capítulo 13, el del amor.

Debe alegrarnos el pensar que es el Señor quien da los dones, en vista de las necesidades de la Asamblea, a la cual ama. No dejará de proveerla de los dones necesarios. Pero ¿cómo son ejercidos, y cómo su ministerio es recibido por los que son el objeto de ellos? En la situación actual, muchos dones se hallan perdidos, porque son inutilizados, aunque existan. Es este aspecto del empleo de los dones que nos presenta Romanos 12. Obremos según lo que nos ha sido dado. Si no lo hacemos, ¡qué pérdida para nosotros! El actual estado de la Iglesia pone de manifiesto, no la ausencia de los dones, sino su no empleo o su mal uso. Timoteo es exhortado a avivar «el don de Dios» que está en él (2 Tim. 1:6), y Arquipo a cumplir el ministerio que ha recibido del Señor (Col. 4:17). El Señor puede decirnos a todos: “Qué habéis hecho de lo que os he dado?”

Lejos esté de nosotros el pensamiento de que todos los dones actualmente suscitados por Dios se encuentran exclusivamente entre los hermanos con los cuales nos reunimos; ni tengamos tampoco la pretensión de conocerlos a todos. Pero que no haya, entre nosotros, otra acción que la del Espíritu Santo, ejerciéndose por los «dones», y cada uno obre bajo su dependencia, según haya recibido del Señor.

3.2.3 - Los “cargos”

Además, el Nuevo Testamento habla repetidas veces de hermanos llamados a ocuparse de la iglesia o asamblea local como «ancianos» o «supervisor», y como «ministros» o «diáconos» (Hec. 11:30; 14:23; 20:17-28; Fil. 1:1; 1 Tim. 3; Tito 1; 1 Pe. 5:1; Sant. 5:14, y también Hebr. 13:17). Estos “cargos”, como se les llama, no son, en manera alguna, incompatibles con el ejercicio de un don de presentación de la Palabra, como enseñan los casos de Esteban y Felipe, pero ellos no le están forzosamente ligados. El orden debe ser mantenido en la asamblea, los desordenados deben ser advertidos, las almas cuidadas y alentadas. Es necesario también que hombres y mujeres [5] devotos se ocupen de las cosas materiales, cada una de las cuales, aun la más insignificante, tiene su importancia; los siervos instituidos en el capítulo o de los Hechos se ocupaban de los pobres y servían a las mesas. Que creyentes fieles aspiren a tal servicio, desea «buena obra» (1 Tim. 3:1).

[5] Febe servía a la iglesia en Cencrea.

Las cualidades requeridas, para uno y otro cargo, son enumeradas por el apóstol Pablo en el capítulo 3 de la primera epístola a Timoteo, y en la epístola a Tito (1:7). Ellas exigen creyentes firmes, experimentados y piadosos. Es por no tener aquellas cualidades que, en nuestros días, en la vida de las asambleas locales, sentimos tan penosamente la falta de vigilantes y ministros (siervos). Allí donde ellos existen, sepamos reconocerlos y tenerlos en honra.

Mas repitamos que la Palabra no da ninguna directiva en cuanto a una investidura oficial y reglamentada para estos cargos. «el Espíritu Santo os ha puesto por supervisores, para pastorear la iglesia» dice Pablo a los ancianos de Éfeso (Hec. 20:28). Históricamente, los ancianos (presbuteroi: presbíteros) o vigilantes (episkopoi: obispos) y los siervos (diakonoi: diáconos) se han puesto poco a poco aparte de los fieles para formar el clero. Se han considerado ellos mismos y han sido considerados, en las iglesias católicas, como los únicos investidos de los «dones» y encargados de todo ministerio, enseñanza, culto, servicio divino. Finalmente se seleccionan a sí mismos, su cuerpo especial siendo el único calificado para reconocer a los nuevos sacerdotes, según un poder que, dicen, han recibido de los apóstoles y se ha transmitido sin interrupción. Basta leer el Nuevo Testamento para darse cuenta que ninguna de estas tres pretensiones se justifica en la Escritura, y que ellas se oponen a la soberanía del Espíritu Santo en la Iglesia. En la mayor parte de las denominaciones protestantes, los “ancianos” no constituyen, propiamente hablando, un clero de este género, pero no obstante forman una categoría oficial y son elegidos por el conjunto de los fieles, lo que tampoco es conforme a la Escritura. Si, cuando la designación de los siete diáconos en Hechos 6:1-6, el conjunto de los discípulos los «elige» y los presenta a los apóstoles, estos los establecen según su autoridad irreemplazable. De hecho, no existe hoy, sobre la tierra, ninguna autoridad competente para establecer ancianos o ministros.

Mas sería también funesto pretender que no tienen ya razón de existir, y sería dudar del amor del Señor para su Iglesia pensar que haya retirado lo que es indispensable para la bendición de las asambleas locales. Son igualmente necesarios que los dones. Y –tal como lo requiere el ejercicio del ministerio por los «dones»–, la administración de estos «cargos» exige, además cualidades morales que la Palabra define en 1 Timoteo 3: 8-13 como en Hechos 6:3, y que se resumen en la piedad, una sabiduría, un amor a los santos y un amor para el Señor muy particulares. Es el cumplimiento de un santo deber, en la obediencia, nunca la posesión de un sitio eminente o de dominación (1 Pe. 5:1-14).

3.2.4 - Libertad y dependencia

Séanos aún permitido insistir sobre este punto. La ausencia de clero y de ministerio oficial no significa, de ninguna manera, una especie de democracia religiosa donde cada uno tiene todos los derechos. Nadie tiene derechos sobre sus hermanos, pero cada uno tiene los deberes que el Señor le asigna. Se trata de dejar al Espíritu Santo su libre acción para que cada componente del organismo funcione para el bien del conjunto y según la voluntad de Dios. Los “sistemas” religiosos no conciben ninguna reunión de creyentes sin directores designados, un orden establecido, una liturgia, porque no comprenden la presencia efectiva del Espíritu Santo en la Iglesia. Los hombres, aun los mejor intencionados, ¿son acaso más sabios y más poderosos que el Espíritu Santo?

Pero guardémonos, bajo el pretexto de que estamos libres de dominación humana, de obrar en independencia respecto a Aquel que toma de lo que es de Cristo para comunicárnoslo (Juan 16:14; 14:26), y pone los corazones y las conciencias en la presencia de Cristo. Sin él, la Iglesia no podría existir. Cuando es contristado o apagado, ella pierde su carácter. Como se ha repetido muchas veces, la Iglesia o Asamblea, ¿será el único lugar donde la carne puede manifestarse sin ser reprimida?

Un «don» no tiene, para ser ejercido, que esperar a ser sancionado por la Iglesia; esta debe reconocer su ejercicio, discerniendo si es de Dios por la manera en que contribuye a la edificación (véase 1 Cor. 14:29; 1 Tes. 5:19-21; 1 Juan 2:20; 4:1). Un evangelista puede ser necesario aquí; uno, dos pastores, allá; un doctor acullá; Dios los suscitará según las necesidades que solo él conoce. Y el don es enteramente libre frente a los hombres.

Pero, desgraciadamente, la carne tiene siempre la tendencia de usar de la libertad para hacerse valer. Puede haber hombres que pretendan ejercer un don sin poseerlo, que ejerzan fuera de tiempo el que poseen, u obren en una mayor medida de la que han recibido. ¿Quién señalará exactamente el perjuicio que nuestras constantes faltas a este respecto infligen a la Iglesia de Dios? Ocupados de nosotros mismos más que de Cristo y de los suyos, unas veces rehusamos hacer valer el don que hemos recibido, y así es como muchos hermanos que hubieran podido edificar la asamblea nunca han despegado los labios en ella; otras veces –limitándonos solamente al ejercicio del ministerio de la Palabra– una profusión de discursos, fuera de propósito, reemplazan a la verdadera palabra, propia para edificar. Lo anotamos con mucha tristeza, las cosas pasan a veces como si la característica de las reuniones sin presidente oficial fuese que todo el mundo tiene libre derecho de obrar. No hay nada, pues, que sea más contrario a la Palabra ni que denote un desconocimiento más completo de la Iglesia, de los derechos de Cristo y del puesto del Espíritu Santo. Por lo menos, el conocimiento del santo Libro, la capacidad de comunicarlo a otro, el sobrio buen sentido, son indispensables; son, por así decirlo, la evidencia del don, lo mismo que no haríamos de un incapacitado un mensajero, ni de un ciego un vigía. Luego, aquel que ha recibido el don no puede ejercerlo útilmente sin la diligencia, el amor por Cristo y la Iglesia, y la dependencia

Pero no es la facilidad de palabra, ni la instrucción o la ciencia humana que confieren un don, y cualquiera que puede expresarse claramente, aun elocuentemente, no es por ello un don calificado por el Señor; no obstante, todo creyente que ha recibido tales facultades debe preguntarse por qué las ha recibido, y si hace bien en emplearlas para el mundo y no para el Señor. Las facultades del hombre no tienen ninguna parte con la verdad de Dios, pero el Espíritu Santo puede servirse de ellas, emplearlas en aquellos que llama, lo que es muy diferente. Si los que suelen tener la tendencia a adelantarse han de tener cuidado de no “aportillar el vallado” al cual el Dios de medida ha limitado su don (Ec. 10:8), es bueno también exhortar a los “tímidos” a no retroceder cuando se sienten llamados por el Señor a un servicio. Entréguense a este servicio con «mucha confianza en la fe que es en Cristo Jesús» (1 Tim. 3:13), dada por Dios, de la cual el libro de los Hechos habla repetidas veces. Busquen, pues, la comunión de los santos, y no las aprobaciones halagadoras, a veces sospechosas, y de temer siempre; busquen la “sana crítica”, siempre reconocible porque es inspirada por la obediencia a la Palabra y por el amor. [6]

[6] Entre los escritos que hablan del “Ministerio” en la Iglesia, citemos la conclusión del prefacio de “Sobre el culto y el ministerio por el Espíritu” de G. T.: «Lo que necesitamos es paciencia, fe en el Dios vivo, amor para Cristo, verdadera sumisión al Espíritu, estudio diligente de la Palabra, y una verdadera dependencia de los unos para con los otros, en el temor del Señor”.

3.2.5 - El ministerio de las mujeres

Como lo vemos en el Nuevo Testamento, este ministerio es extremadamente precioso en su lugar, sea para la enseñanza en la familia, en pláticas privadas, como vemos a Priscila al lado de Aquila para enseñar a Apolos (Hec. 18:26), o a las cuatro hijas de Felipe profetizando (Hec. 21:9), sea en todos los «servicios», como el de Febe, «diaconisa de la iglesia que está en Cencreas» (Rom. 16:1), en los cuales la mujer es irreemplazable: hospitalidad, cuidados a los enfermos, etc. Pero si se trata del servicio público de la Palabra en la asamblea, la enseñanza bíblica es tan formal, que basta transcribirla: «Es indecoroso que una mujer hable en la iglesia… Que las mujeres se callen en las iglesias; porque no les es permitido hablar… no permito a la mujer enseñar… sino estar en silencio» (1 Cor. 14:34-35; 1 Tim. 2:11-14). No es cuestión de capacidad, de conocimiento, ni de devoción: se trata simplemente de honrar al Señor en la Asamblea respetando el orden deseado por Dios.

Así es que la igualdad de todos los hijos de Dios como sacerdotes no significa uniformidad. El «sacerdocio universal» no significa ministerio universal e intercambiable. Hay diversidad de dones, pero un solo Espíritu.

3.3 - Las reuniones

Una misma y preciosa exhortación domina por entero la vida práctica de la asamblea: «Todas vuestras cosas se hagan con amor» (1 Cor. 16:14). Este amor, inseparable de la verdad (2 Juan 3), cierra su «vínculo», el de la «perfección» (Col. 3:14); alrededor de los creyentes, y esto, particularmente, en las ocasiones en que la iglesia se halla reunida. En este caso, en efecto, se recomienda que «todo se haga para edificación»; ahora bien, es el amor el que edifica (1 Cor. 14:26; 8:1). Por otra parte, puesto que Dios no es un Dios de desorden, sino de paz, es necesario que «todo se haga decorosamente y con orden» (1 Cor. 14:40)

La iglesia se reúne en el nombre del Señor. Él es la fuente de la bendición. Si él no está en medio de ella, ¿por qué reunirnos? Pero si nos reunimos a su nombre, fiel a su promesa, él estará presente.

Somos exhortados a no dejar dicha congregación (Hebr. 10:25). No es una ley impuesta, sino la reiteración de una condición indispensable a la vida del Cuerpo. Desertar esta reunión «como algunos acostumbran», es privarse a sí mismo y privar a los otros, con los cuales somos solidarios, de lo que tanto importa para el crecimiento común.

Pero tengamos mucho cuidado en no privarnos, aun cuando estemos reunidos, de la bendición que el Señor quiere darnos, frustrándole a él mismo de aquello que le es debido. El apóstol deploraba que los corintios se reunían «no para lo mejor, sino para lo peor» (1 Cor. 11:17). Es triste pensar que podemos reunirnos en perjuicio nuestro, hasta reunirse «para juicio» (v. 34), tan cierto es que «Las moscas muertas hacen heder y dar mal olor al perfume del perfumista; así una pequeña locura, al que es estimado como sabio y honorable» (Ec. 10:1).

Como entre los corintios, la primera causa de tal pérdida se halla en las «divisiones» (1 Cor. 11:18-19): los disentimientos tolerados y mantenidos, las envidias, los rencores más o menos declarados, ¡cuántas cosas estorban la acción del Espíritu Santo en la reunión de los creyentes, e impiden la libertad ante el Señor! Recordemos la exhortación, siempre actual, de Jesús en Mateo 5:23-24, y reconciliémonos con nuestro hermano antes de venir a presencia del altar y de encontrarnos con él. Otra causa de grave daño es el desconocimiento, en nuestra reunión, de la dignidad del Señor. Él se halla presente allí, y es siempre una tierra santa donde debemos quitarnos los zapatos de nuestros pies. Por cuanto los corintios celebraban «indignamente» la cena, muchos entre ellos estaban enfermos, y algunos dormían. Finalmente, otra causa de perjuicio es la falta de discernimiento respecto a los «asuntos espirituales» en la asamblea (1 Cor. 12:1), manifestaciones diversas, como lo son las mismas reuniones.

3.3.1 - Reuniones convocadas y reuniones de asamblea

La asamblea puede reunirse a la iniciativa de un hermano, o de varios que el Señor llama a dispensarle una enseñanza, sea por medio de una predicación, o de estudios, o de pláticas (Hec. 11:26), pero que pueden también darle de parte del Señor un mensaje de advertencia, de consuelo, o cualquier otro (Hec. 15:30), o que desean dar cuenta de la obra del Señor, como lo vemos en Hechos 14:26-27: Pablo y Bernabé regresando a Antioquía «desde donde habían sido encomendados a la gracia de Dios para la obra que habían cumplido» reunieron a la iglesia para relatarle «todo lo que Dios había hecho con ellos»; semejante comunión en el servicio es preciosa, y demasiado poco frecuente.

Nos parece que nos equivocamos a veces sobre el carácter de dichas reuniones, al vacilar en decir que son “en nombre del Señor”, o efectuadas alrededor de Él. De esta manera, limitamos, por rutina o por puntos de vista particulares y estrechos, las ocasiones en que la Iglesia puede hallarse reunida en el nombre de Jesús y contar con su presencia. Sin duda alguna, el siervo de Dios que convoca una reunión, o la deja convocar bajo su responsabilidad, lo hace para ejercer en ella el ministerio que tiene que cumplir. Es de desear que él considere siempre esta responsabilidad delante del Señor, y sienta que dicha convocación es verdaderamente de parte de Él; eso destaca la seriedad del servicio de todo hermano que visita las asambleas locales. Mas siempre permanece el principio de que es el Señor quien obra por medio de los «dones» que se emplean de esta manera, bajo la dirección del Espíritu Santo.

En una reunión de este género, la asamblea se muestra agradecida a Aquel que quiere edificarla por medio de tal siervo. Es a Él que la Asamblea se atiene. Cada uno debe desear en su corazón, y pedir anticipadamente, y en silencio mientras dure la reunión, que nada sea dado que no venga de Él. El que habla no es más que un conducto, y se intercede para que siga unido a la fuente, a fin de darnos agua pura. Un examen constante ha de tener lugar, gracias a esta «unción del Santo» que todo creyente posee, para que todo lo que se diga sea en un todo conforme a la Palabra, y que la iglesia o asamblea, «columna y cimiento de la verdad», reciba con gozo el «alimento espiritual», no corriendo el riesgo de acoger y aprobar una enseñanza adulterada (véase Hec. 17:11; 1 Tes. 5:19-21; 2 Juan 9-10).

Está claro de que se trata aquí de la obra de edificación en la asamblea. Es evidente que no se puede llamar reunión de asamblea a una reunión de evangelización celebrada entre la gente del mundo, donde está el terreno normal del evangelista. Efectivamente la obra de evangelización puede tener lugar en cualquier reunión, incluso en la reunión «de asamblea», sobre todo en nuestra época en que, como en la de Timoteo, hay que predicar «a tiempo y fuera de tiempo» y hacer la obra de un evangelista, aun poseyendo otros dones u otras funciones. Pero la asamblea no se reúne con el propósito especial de evangelizar. Cuando Cornelio dijo a Pedro: «Ahora, pues, todos nosotros estamos aquí en presencia de Dios, para oír todo lo que el Señor te ha mandado decirnos» (Hec. 10:33), ciertamente el Espíritu Santo obraba con poder; no obstante, no podía tratarse todavía de asamblea, puesto que excepto Pedro y los hermanos que le acompañaban, los oyentes no habían recibido todavía el Espíritu Santo.

Diferentemente a las reuniones así convocadas por ministros de la Palabra, el Nuevo Testamento nos habla explícitamente de “reuniones de asamblea” normales, regulares, en las cuales se manifiesta de manera habitual la vida de una asamblea local. Estas tienen una actividad colectiva, desde el principio hasta el fin. Todos sus miembros son llamados, no simplemente a asistir, sino también a participar en ellas. «Cuando, pues, os reunís», o: «la iglesia se reúne en un mismo lugar», dice el apóstol a los corintios (1 Cor. 11:18-20; 14:23-26). No se trata entonces del ejercicio particular de un «don», aunque los dones tengan allí su sitio.

Son las reuniones fundamentales de la asamblea. Esta viene en busca de la presencia del Señor para ejercer con plenitud las funciones colectivas que le son conferidas. Ella mira solo a Él, con fe, sin saber de antemano a quién el Espíritu Santo llevará a la acción. No que tengamos que esperar a que surjan impulsos repentinos e incoherentes, lo cual manifestaría una actividad insensata de la carne (1 Cor. 14:23), sino, al contrario, esta progresión apacible y equilibrada, sin esfuerzo aparente, que caracteriza el funcionamiento de un cuerpo en buena salud, impulsado desde su interior por el poder invisible de un solo espíritu.

3.3.1.1 - La Iglesia dirigiéndose a Dios

En el ejercicio de esas funciones colectivas, entre las preciosas prerrogativas de la Iglesia o Asamblea de Dios que hemos considerado precedentemente, la oración colectiva y la adoración colectiva representan las actividades por las cuales la asamblea se dirige a Dios, habla a Dios.

Para hablar a Dios, es decir, cuando le pedimos (servicio de la oración), o cuando le ofrecemos (servicio de adoración), todos los hermanos se hallan en una misma condición, tienen un mismo título, el de sacerdotes, y su sacerdocio se halla unido, para la intercesión, así como para la adoración, al de Cristo glorificado. Cada uno puede orar, indicar un himno que todos cantan, dar gracias en nombre de todos, con tal que se haga bajo la dependencia del Espíritu que obra en la asamblea. Aquel que abre la boca es entonces la boca de la asamblea.

Las oraciones y acciones de gracias de la asamblea tienen de cierto su lugar en todas las reuniones. No obstante, el orden que conviene a la casa de Dios implica que ciertas reuniones sean más especialmente consagradas, unas a la oración, otras a la adoración.

3.3.1.2 - La oración

Es la oración en común o colectiva la que, en Mateo 18, se halla asociada a la promesa de la presencia de Jesús, y esto le da su valor. Por esto, no se concibe una asamblea local sin reunión de oraciones, lo mismo que un creyente que no orase individualmente. Sería negarse a venir a la fuente. Y nunca repetiremos bastante cuán desastroso es que las reuniones de oración no sean más frecuentadas, hasta el punto que, en muchas asambleas, la mayoría de los hermanos y hermanas parecen desinteresarse de ellas, dejando la práctica a solo algunos.

También ocurre, en verdad, desgraciadamente, que aquellos que toman parte en ellas llegan a falsear su carácter, con el riesgo de que las almas sean alejadas de ellas, en vez de ser atraídas. Perdemos más de lo que podamos calcular, cuando reducimos la oración colectiva a vagas repeticiones, donde abundan fórmulas usadas hasta la insipidez, o cuando nos complacemos en incluir en la oración exposiciones de doctrina, recordando a Dios las verdades de la Palabra, como si pretendiésemos hacérselas aprender. Discursos interminables y pesados, aunque sean sinceros, impiden orar a jóvenes hermanos o a hermanos tímidos, sea que no les dejen tiempo, sea que esta abundancia, de la cual se juzgan incapaces, les desanime. Oremos más largamente en nuestra intimidad, y más sucintamente en la asamblea. Mucho se ha dicho sobre este asunto, pero parece ser que lo olvidamos fácilmente, cayendo de nuevo en este hábito cada vez que nos arrodillamos en asamblea. ¡Qué refrigerio experimenta nuestra alma por la expresión precisa, breve pero ferviente, de necesidades verdaderas, sentidas en realidad por todos los corazones!

Ciertamente, la reunión de oración no se improvisa. Supone corazones preparados, motivos de súplicas considerados de antemano, concertados en tanto que sea posible. Digamos más aún: ella supone una vida habitualmente adicta al  Señor, el amor hacia Él y los suyos, y aquel discernimiento que solo se adquiere por los que «tienen sus sentidos ejercitados» (Hebr. 5:14). Además, ella implica que los hermanos estén de acuerdo (Mat. 18: 19), y, precisamente, ¿no debería ser la ocasión de poner en regla cuanto puede faltar a este respecto?

Por encima de todo, requiere la libre acción del Espíritu Santo. «Orando en el Espíritu Santo» dice Judas (v. 20); véase también Efesios 6:16. No solo nos ayuda en nuestra debilidad, sino que nos enseña a pedir lo que conviene, y da ánimo para hacerlo en el nombre del Señor Jesús.

La indiferencia respecto a las reuniones de oración y su deformación son, pues, una de las señales más reveladoras del declive. Reuniones de oración pobres o artificialmente hinchadas de largas oraciones, ¿no prueban una falta de vida espiritual? Pero de nada serviría limitarnos solo en lamentar, complacidamente, lo que no está bien. Más vale que nos exhortemos mutuamente en hallar el remedio, tan sencillo como eficaz: «Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia, para que recibamos misericordia y hallemos gracia para el oportuno socorro» (Hebr. 4:16). ¿Quién de nosotros no puede dar gracias a Dios por haber hallado, en momentos difíciles, el más poderoso aliento en una reunión de oración, humilde y quizá menospreciable a ojo de los hombres, a los propios de Dios marcada de toda nuestra debilidad, pero en la cual su gracia nos ha hecho gozar su paz? (Fil. 4:7). «Él es fiel» (1 Juan 1:9).

3.3.1.3 - El culto

Si la casa de Dios es una «casa de oración», es también una casa de «sacrificios espirituales». Adorar es, sin que se pueda decir lo contrario, la mas alta función de la Iglesia o Asamblea. Es el culto en el propio sentido de la palabra. Lo mismo que todos los hijos de Dios son sacerdotes para interceder, lo son también para ofrecer el incienso y presentar el holocausto, como adoradores en Espíritu y en verdad que busca el Padre (Juan 4:23). La alabanza es ofrecida a Dios por Jesucristo, el cual purifica el pecado, la iniquidad de nuestras santas ofrendas (Éx. 28:38). Sus temas son los maravillosos motivos de adoración que el Espíritu Santo propone a los creyentes: el amor de Dios, la Persona de Cristo en su divinidad y su humanidad, sus sufrimientos, sus glorias infinitas… Dios es el objeto de este culto, Jesucristo la substancia, y el Espíritu Santo el poder.

Cada uno de nosotros es llamado a bendecir «a Jehová en todo tiempo» como el salmista (Sal. 34:1). Pero existe una alabanza colectiva, cuyo centro y promotor es Cristo (Hebr. 2:12). Él mismo toma sitio «en medio de la congregación» para cantar las alabanzas de su Dios, el nombre del cual anuncia «a sus hermanos». La Asamblea es el lugar del «santo sacerdocio», la solemnidad de estos «sacrificios de alabanza» iguala al apacible gozo que proporcionan. No hay otro sitio donde poder ofrecerlos con mayor fervor y realidad.

En cuanto al momento en el cual la asamblea debe reunirse para el culto, no tenemos sobre ello mandamiento formal, como tampoco para otras reuniones. Pero en el Nuevo Testamento, el hecho de guardar el día del Señor se impone a todo espíritu cuyo entendimiento ha sido renovado, y a toda conciencia sensible a lo que el Señor espera. Este día, el primero de la semana, es el de la resurrección, en el cual el Señor se apareció en medio de los suyos reunidos. Versículos como Hechos 20:7, 1 Corintios 16:2, indican que los cristianos del tiempo del apóstol Pablo guardaban este día para reunirse y en particular para partir el pan. Todo concurre a darnos del domingo un concepto que nada tiene que ver con el sábado judaico, sino que, a semejanza de este, el día del Señor debe ser respetado (Is. 58:13)

El culto inteligente se desenvuelve en la libertad del Espíritu. Toda acción de la carne desentona en él más que en ninguna otra parte, sea organización previa, sea dirección humana, sean impulsos desordenados. El Espíritu produce una corriente sensible para todo fiel, manifestada por himnos, cánticos, acciones de gracias, lecturas de la Palabra, todo ello dado en una viva armonía, y de un nivel más o menos elevado según el estado espiritual del conjunto de los fieles reunidos. Es un concierto de múltiples notas, las cuales concurren a una expresión de unidad, bajo su invisible, pero siempre presente Director.

Nadie debería permanecer inerte en el culto. Cada uno debe tener algo que traer, a no ser que su corazón tan solo haya sido ocupado de las cosas del mundo, y entonces la propia pobreza de su «cesta» debe llevarle a juzgarse de manera saludable. En un verdadero culto, los silencios no son intervalos vacíos, en los cuales uno se impacienta, sino que –así como la casa se llenó del olor del perfume que María derramó sobre los pies del Señor sin pronunciar palabra– el ambiente se halla, por ellos, lleno de una callada adoración. No constituyen pausas destinadas a tomar aliento entre manifestaciones verbales; son más bien aquellas las que lo rompen, para expresar lo que el Espíritu viene a formar en los corazones, a la gloria de Dios el Padre y de Dios el Hijo. Si la Palabra es presentada, es para estimular la alabanza y darle la orientación del Espíritu. No habrá sino provecho en poner de lado toda rutina y confianza en el hombre. «Nosotros… los que damos culto por el Espíritu de Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne», dice el apóstol (Fil. 3:3). No es aquí el lugar donde los dones, aun los más calificados para el ministerio de la Palabra, deban emplearse, a no ser para «servir» como levitas y ayudar a la asamblea en la adoración. Es la asamblea quien habla por uno de sus miembros, el cual destruiría la corriente del Espíritu si expresara otra cosa de lo que ella siente, aun si se tratara de altas verdades. Hacer dejación sobre algunos y mucho más sobre uno solo –del grave cargo de «conducir» el culto, o bien pretender conducirlo, es ciertamente privar a la asamblea de su bendición. Nadie, tampoco, se halla «consagrado» para dar gracias en la distribución de la Cena; es natural que este servicio incumba más particularmente a un hermano de edad, pero sin que ello establezca válidamente una costumbre o una regla.

Un culto puede tener lugar sin la celebración de la Cena. Pero no se puede concebir la Cena sin culto. Ella va acompañada de alabanzas y acciones de gracias, y se celebra en la adoración. Se sitúa en el punto culminante del culto. En efecto, con él se relacionan todos los resultados de la muerte de Cristo, y hay lugar para el gozo de Pentecostés y aun de la fiesta de los Tabernáculos, pero la Cena habla de la muerte de Cristo, corresponde a la Pascua; y nada hay más solemne. Reunidos el primer día de la semana para «partir el pan», como antaño los santos de Troas (Hec. 20:7), conmemoramos en la Mesa del Señor la más alta manifestación del amor divino. Si lo sintiésemos más, temeríamos pronunciar demasiadas palabras, y las acciones de gracias serían más breves. Es la misma Cena, en sí misma, la que habla.

Allí, en efecto, se halla el memorial de la muerte de Cristo, y empleamos el lenguaje inigualable e irreemplazable de los propios símbolos instituidos por Él. Por ellos, no solamente nos recuerda su muerte, sino que él mismo se rememora a nosotros como Aquel que ha muerto, y nosotros, hacemos esto «en memoria» de él.

He aquí el testimonio más potente dado a Cristo en este mundo por los que no pertenecen más a este, y que esperan solo a su Maestro: «la muerte del Señor proclamáis hasta que él venga». Por lo tanto, nunca celebraremos esta Cena con bastante dignidad: «que cada uno se examine a sí mismo» (1 Cor. 11:28), juzgándose a sí mismo (y no solamente sus actos), y asegurándose la asamblea, para reunirse alrededor del Señor, en su Mesa, de una plena libertad en el Espíritu.

Es la Mesa del Señor. No la nuestra. Es lamentable que todos los suyos no se unan para responder a su invitación. Ninguno de los que Le pertenecen tiene excusa valedera para permanecer lejos de ella; si algo, en la vida de un creyente, le retrae, ¿puede soportar que este “algo” supere al más puro gozo, y podrá negarse a rechazarlo para obedecer a su Salvador? «Que cada uno se examine a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa» –pero no dice el apóstol: “que se abstenga”.

Allí, al mismo tiempo, se goza de la comunión, en la expresión del «un solo cuerpo»: «siendo muchos, somos un solo cuerpo», según 1 Corintios 10:15-17. Pensamos en todos los hijos de Dios, lavados en esta sangre, miembros de este Cuerpo. Presentes o ausentes, conocidos o desconocidos, los vemos uno en él. Pero el hecho de que podemos estar reunidos solamente según la unidad del Cuerpo, nos obliga a guardar la unidad del Espíritu. ¡Cuán mezquinas nos parecen a esta luz tantas discusiones que descuidamos juzgar, y turban la comunión! De otra parte, el sentimiento de la Santa presencia, ¿no constreñirá a la asamblea a purificarse de la «vieja levadura», llegando hasta «quitar al malvado» de en medio de ella, una vez agotados todos los recursos para hacerle volver a la buena posición? Esta purificación práctica, tanto individual como colectiva, es indispensable para el ejercicio del «santo sacerdocio». Ahí tenemos la fuente de metal, donde Aarón y sus hijos se lavaban «Cuando entraban en el tabernáculo de reunión, y cuando se acercaban al altar» (Éx. 40:31-32).

3.3.1.4 - La Iglesia recibiendo de Dios

El Señor da a la Asamblea, cuando ella se halla reunida como tal. Obra para la edificación de los suyos, por medio de los «dones» calificados para ello. Son llamados a ser, no la boca de la asamblea, con igual privilegio que los demás, para hablar a Dios, sino la de Dios para hablar a la Asamblea (1 Pe. 4:11). Esta acción puede ejercerse en todas las reuniones: tanto en las de oración como en las de culto, el Espíritu se sirve de la Palabra para despertar los corazones, estimular las conciencias, o elevar las almas al nivel deseado, y por ello suscitará a alguien para ejercer el ministerio de un «profeta».

3.3.1.5 - Reuniones de edificación

Pero esta acción es propiamente destinada a caracterizar de modo especial las reuniones que solemos llamar “reuniones de edificación”, tal como las presenta 1 Corintios 14. De todos modos, es bueno notar que, según la propia enseñanza de este capítulo, las oraciones, los himnos, las acciones de gracias, intervienen en tales reuniones y concurren a la edificación con idéntico privilegio que la actividad de los «dones». Por lo demás, habría ciertamente un cierto peligro en querer sistematizar demasiado las diferentes clases de reuniones; ello sería pretender limitar la acción del Espíritu.

El hecho es que no conocemos bastantes reuniones de la asamblea contando con el Señor para recibir de él. Lo cual es, a la vez, origen y consecuencia de una gran debilidad espiritual.

O bien, tales reuniones no existen del todo. Hay asambleas que no celebran, fuera del culto, otras reuniones que las que se convocan con motivo de hallarse ocasionalmente de paso algún hermano. Tales asambleas se privan de alimento hasta desfallecer de inanición. ¿Qué diríamos de un cuerpo que no se nutriera?

O en otro caso esas reuniones han sido de hecho reemplazadas, en la vida de la asamblea local, por algo muy diferente, a saber, por una reunión de la cual se encarga tal o cual hermano. Se cuenta con uno de ellos. Así es como, bajo formas más o menos acusadas, en la mayoría de los casos se presenta la reunión llamada “de edificación”. Tales reuniones quedarían clasificadas más bien en la categoría de reuniones convocadas, con la diferencia que lo son de manera habitual y fija. Ellas pueden ser muy útiles. Sin embargo, la asamblea corre, no solo el riesgo de ser alimentada de manera demasiado uniforme lo que acaba de ser insuficiente, aun si la enseñanza es de calidad, sino también el de caer en una peligrosa apatía, llevada, sin darse cuenta, a contar más con un hombre que con el Señor; en una palabra, incurre en el peligro de dar principio a un clero. No funciona como un cuerpo, y un cuerpo que no funciona se atrofia. La actividad de los hermanos calificados no sería empequeñecida si ella se ejerciese en reuniones en las cuales la plena libertad sería dejada al Espíritu; muy al contrario, ella sería ciertamente más fructífera, sin correr el riesgo de ahogar los otros medios de edificación.

Haya o no dones señalados, basta que nos reunamos contando con el Señor, y él nos colmará. Dará lo necesario para consolar, para exhortar, para «edificar». Los dones ya reconocidos se emplearán oportunamente, y no se verán obligados a hablar cuando no tienen nada que decir. El Señor suscitará, según su voluntad, tales «profetas» que hablarán de parte suya de manera inteligible y substanciosa para la edificación. Dos, tres, pueden ser llamados a hablar en una misma reunión (1 Cor. 14:26-29): ¡qué bendición cuando varios hermanos presentan, uno tras otro, aspectos diferentes de un mismo asunto! Se ha dicho muchas veces que, a igual que los cinco panes de cebada que hartaron una multitud, cinco palabras tendrán a menudo más efecto que ciertos discursos largos. Y ¡cuántos dones se hallan inutilizados, rezagados, sea por una falsa humildad de los que los poseen, o por la demasiada desbordante actividad de otros hermanos dotados!

El obstáculo es evidentemente que, bajo el principio de la libertad del Espíritu, demos ocasión a que se exteriorice la carne, y que todo se haga como si cada uno tuviese derecho de hablar. Es lo que, desgraciadamente, ocurre algunas veces. Este asunto lo hemos abordado anteriormente, al hablar del ministerio. Si alguien, en la asamblea, se complace en lo que dice, es sin provecho para sus oyentes, y diserta fuera de tiempo y lugar. Cada uno debe comprender si verdaderamente recibe del Señor, por el Espíritu, lo que presenta, o si son sus propios pensamientos los que pone por delante; pues «los espíritus de los profetas están sometidos a los profetas» (1 Cor. 14:32). Pero la sensibilidad espiritual de la asamblea debe siempre estar alerta. Si ella se halla en un estado normal, aquel que habla sin edificar será avisado de ello, y si se obstina, se le impondrá el silencio, para el bien de la asamblea. La libertad cristiana no significa que debamos abstenernos de la crítica sana y oportuna; es necesario hacerla cuando no hay edificación. Sin duda, hemos de tener consideración, las cosas deben decirse con amor fraternal y suavidad, después de haber orado mucho a propósito de lo que es causa de sufrimiento para el rebaño, y que el Señor puede disipar sin que nos veamos obligados a intervenir; mas todo debe hacerse para el bien común, a la gloria de Dios. Hartas veces las críticas son expresadas desconsideradamente, fuera, en las familias, sin caridad ni discernimiento, y eso es una fuente de perturbación.

Basta subrayar una vez más el hecho que, tanto en esas reuniones como en las de culto, el silencio no siempre está acompañado por la inactividad, y que el Espíritu Santo puede obrar poderosamente durante los silencios; mas cuando ellos nos oprimen por hallarse manifiestamente vacíos, ello debe despertar nuestras conciencias y hacernos clamar al Señor para que nos abra su Palabra.

Lo esencial es sentir la presencia del Señor. Él es quien reúne. Poco importa que se hable o no, si las almas se sienten reunidas a Él. No habrá ni precipitación ni retraso, no se sentirá la necesidad de una intervención humana para organizar de antemano cualquier cosa, o para mantener un orden cualquiera. Es muy de notar que la enseñanza de 1 Corintios 14 nos haya sido dada a causa de que había en Corinto mucho desorden, por abuso de los dones de gracia, utilizados, no para la edificación de la asamblea, sino para satisfacción d e sus poseedores; y no hay en este capítulo una sola palabra sobre una organización destinada a prevenir este desorden, ni sobre la necesidad de un presidente visible. Todo es dejado a la autoridad del Espíritu bajo la dependencia del cual deben sentirse todos. Los corintios salían del paganismo donde las manifestaciones religiosas eran exuberantes, ellos anhelaban dones brillantes; el Dios de orden y de paz les prescribe solamente: «Que todo se haga para edificación».

Y nosotros también, que tan a menudo usamos con puerilidad de los preciosos recursos asegurados a la Iglesia o Asamblea de Dios, seamos perfectos.

Que Dios nos dé, cada vez que nos reunimos, retener enérgicamente por la fe los dos grandes privilegios que forman la base de la reunión de los creyentes congregados según Él: la presencia personal del Señor Jesús, y la operación del Espíritu Santo en la Asamblea. Todos los detalles prácticos de las reuniones, que no era cuestión de plantear en esas páginas, se encuentran regulados de antemano, si esos hechos deciden todo para nosotros. [7]

[7] Por ejemplo, la puntualidad: ¿quisiéramos hacer esperar al Señor? O la manera de vestirse: ¿estamos reunidos para los hombres o para el Señor? O la disposición del local: ¿hospedaríamos al Señor menos decentemente que a nosotros mismos?, o, al contrario, (¿admite su presencia una decoración o un lujo que solo dan satisfacción a la carne? Y de esta manera para todos los detalles.

3.4 - La conducta de la asamblea

3.4.1 - «Siguiendo la verdad en amor»

La vida de la asamblea no queda limitada a las reuniones, aunque sea en estas, y por encima de todo en la Mesa del Señor, que ella se manifieste. Pero en realidad, su funcionamiento comprende la vida cristiana entera de todos los creyentes. Nos demos cuenta o no, todos los detalles de la vida espiritual de cada uno de ellos repercuten sobre el conjunto del Cuerpo, e inversamente. La extrema dispersión de los hijos de Dios en la hora presente y la confusión general entre mundo y cristiandad nos son más manifiestamente penosas y humillantes por este solo pensamiento. Ha llegado a ser casi imposible, desde hace mucho tiempo, realizar esta solidaridad vital con todos, si no es simplemente de pensamiento, por la oración, y cuando al participar en la Cena del Señor, proclamamos que somos «un cuerpo». Ciertamente, somos dichosos al gozar del amor cristiano con todos aquellos que podemos encontrar e identificar como auténticos cristianos. Pero, aun así, la práctica de las relaciones fraternales, por bendita y regocijante que sea, se encuentra, sin embargo, limitada por la imposibilidad de seguir el mismo camino que otros, cuando este camino se aparta de la verdad; mas, por lo menos, andemos con ellos el mayor tiempo que podamos “andar juntos” en la misma senda (Amós 3:3).

Si tuviésemos bien presentes en nuestros corazones los intereses de Cristo en la Asamblea, y si la solicitud por «todas las iglesias» nos preocupase como asediaba todos los días al apóstol Pablo: «hay lo que me oprime cada día» (2 Cor. 11:28), tendríamos más a menudo en los labios las afligidas exclamaciones del profeta: «¡Cómo se ha ennegrecido el oro! ¡Cómo el buen oro ha perdido su brillo! Las piedras del santuario están esparcidas por las encrucijadas de todas las calles» (Lam. 4:1). Pero al mismo tiempo experimentaríamos un más ardiente agradecimiento hacia Dios, cuya misericordia hace que «no hemos sido consumidos» (Lam. 3:22), y hacia Aquel que ha dotado el débil testimonio de Filadelfia de las más firmes promesas (Apoc. 3). No cesemos de pedirle la gracia de figurar entre tales testigos.

Aquellos que la gracia de Dios ha querido reunir, en testimonio al valor permanente del nombre de Jesús para reunirnos así, tienen que velar para que los derechos del Señor sean mantenidos, en esta esfera, como tendrían que serlo en la Iglesia entera. Podríamos decir que deben conducirse como si fuesen la Iglesia entera.

Esto requiere la actividad continua del amor a la verdad. ¡Qué testimonio sería dado, y cuán fortalecidas se sentirían las almas sinceras, si todas las relaciones entre nosotros llevasen el sello de esta doble influencia! «Seguid la paz para con todos, y la santidad… cuidando que nadie esté privado de la gracia de Dios» (Hebr. 12:14-15). ¡Cuántas veces la Palabra nos invita a exhortarnos mutuamente, a soportarnos, a ayudarnos y a consolarnos unos a otros! Toda la enseñanza práctica del Nuevo Testamento está en estas exhortaciones, estrechamente ligada a la doctrina que nos es dada para que «todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, de varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Efe. 4:13). Es precisamente en relación con la asamblea que hallamos las exhortaciones prácticas de las epístolas a los Efesios y a los Colosenses, las cuales, más que otras, comprenden la vida entera de los creyentes aquí abajo. Esta vida no es nunca considerada bajo el aspecto individual solamente. De aquí, la suma importancia de todo lo que el Señor ha puesto en «el cuerpo» para la edificación, a fin de que «practicando la verdad con amor, vayamos creciendo en todo hasta él, que es la cabeza, Cristo; de quien todo el cuerpo, bien coordinado y unido mediante todo ligamento de apoyo, según la actividad de cada miembro, lleva a cabo el crecimiento del cuerpo para su edificación en amor» (Efe. 4:15-16). Cada uno de los miembros (lo somos todos, individualmente), ¿“obra” como debe?, y ¿dejamos acaso a cada juntura funcionar libremente para ajustarlos, unirlos, y así pueda ser suministrada a todo, de parte del Señor, la substancia nutritiva?

3.4.2 - La asamblea ejerciendo la autoridad en nombre del Señor

3.4.2.1 - La esfera de autoridad de la Asamblea

La asamblea, como tal, tiene el derecho de vigilar las relaciones entre los individuos: Mateo 18 nos la indica como siendo la más alta instancia sobre la tierra a la cual pueda recurrir un hermano ofendido por otro. Ella no podrá desinteresarse de la buena armonía entre miembros del Cuerpo de Cristo. El apóstol deseaba, respecto a los Filipenses, saber que se hallaban «firmes en un mismo espíritu… juntos por la de del evangelio» (1:27); completando su «gozo» (2:2) en verlos con un mismo sentimiento, un mismo parecer y un mismo amor; y para suplicar a Evodía y a Síntique de sentir lo mismo en el Señor, se sirve de la carta dirigida a toda la asamblea (4:2).

Más aún, la asamblea debe conocer de la vida práctica de cada uno de los que participan en el testimonio colectivo. Ella constituye el ámbito en el cual sus miembros deben crecer y fructificar, en paz, en el gozo de la comunión fraternal. Pero este es, como sabemos, cosa harto frágil, debiendo trabajar sin cesar para restablecerlo. Confianza fraternal y vigilancia mutua en amor, bajo la dirección del Señor y la sumisión a su Palabra, van juntas e inseparables.

Sin duda alguna, la asamblea no tiene acción propia en la introducción de alguien en el Cuerpo de Cristo, contrariamente a lo que pretenden ciertas iglesias: se viene a ser miembro de ese Cuerpo por el nuevo nacimiento, obra de Dios por su Espíritu y su Palabra.

Propiamente dicho, tampoco debe intervenir en la introducción a la profesión cristiana, la casa grande, la cual se hace por el bautismo, sea cual fuere la manera o la época de su administración. En ninguna parte de la Escritura podemos hallar el bautismo aplicado por la Iglesia o en nombre de la Iglesia, pero sí por siervos del Señor, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Mas la asamblea tiene el privilegio de reconocer y de recibir a aquellos que, como «Cristo os recibió para gloria de Dios» (Rom. 15:7). Ella los acoge a la Mesa del Señor, donde se expresa, no nos cansemos de repetirlo, la unidad del Cuerpo.

No obstante, como ya hemos visto, y es menester repetirlo, tiene la responsabilidad de preservar la santidad de esta Mesa, y la pureza de la Casa de Dios; esto, tanto para la gloria del Señor como para el bien espiritual de los suyos. Hay, pues, un orden que mantener, y esto toca a la asamblea. Tiene que tomar decisiones, según el principio enunciado por el Señor Jesús: «En verdad os digo, que todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo» (Mat. 18:18).

Esta labor espiritual incumbe a la asamblea local entera, o, en el estado presente de cosas, al grupo de testigos del Señor que responde a las normas de una asamblea de Dios. Los que «el Espíritu Santo… ha puesto por supervisores» (Hec. 20:28), es decir «vigilantes», y de manera más general todos los que tienen puesto su corazón en los intereses de Cristo en la asamblea se ocuparán de esta gestión, sin duda alguna, con una diligencia especial; y según el orden invariable establecido en la Escritura, los hermanos tienen una función de administración que las hermanas no deben reivindicar; pero las decisiones no pueden ser adoptadas más que en nombre de la asamblea entera, hermanos y hermanas, pudiendo estas, en caso de necesidad, hacer conocer su pensamiento de forma privada. No se trata, en todo esto, de cuestiones de procedimiento, o de fórmulas; el hecho capital es que la conciencia de la asamblea esté continuamente ejercitada delante del Señor, para que todo sea hecho según él, para él, y en plena libertad del Espíritu.

3.4.2.2 - La admisión a la Mesa del Señor

La preocupación por la gloria del Señor debe presidir en la admisión de cualquiera a la Mesa del Señor. Se le reconoce como hijo de Dios, lo que demuestran, no solamente sus palabras: «si confiesas con tu boca a Jesús como Señor, y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos» (Rom. 10:9), sino también su conducta. No se exigirá, de ningún modo, una perfección quimérica, sino una marcha separada del mal, en el juicio de sí mismo; prácticamente, una conducta reconocida honorable, y la ausencia de todo vínculo con doctrinas que deshonren a la persona de Cristo (2 Juan 9-10). No es una cuestión de conocimientos más o menos profundos; no se trata de tener que sujetarle a un examen, pero la asamblea debe tener la certidumbre de que el recién venido es sano en la fe y que conforma su vida a esta fe. Apenas es necesario decir que, a medida que las falsas doctrinas se multiplicaron en la cristiandad, mayor vigilancia fue necesaria para admitir a la Mesa del Señor. Que aquellos que piensan rebajar a sus hermanos calificándoles de “estrechos” tengan a bien considerar que, para la mayoría, es con profunda congoja que obran así, pero es con la convicción absoluta de defender los derechos de su Maestro, que mantienen la muralla y no abren demasiado prematura o ligeramente la puerta, a pesar de esto, desgraciadamente, ¡no ha sido vigilada lo bastante!

3.4.2.3 - La disciplina

La «disciplina» de la asamblea para con «los de dentro» como dice el apóstol, es también indispensable (1 Cor. 5:12). Consiste en aconsejar, advertir, reprender si es necesario, antes de llegar a la triste obligación de «juzgar» (idem). Un creyente que no practica el indispensable juicio de sí mismo y que se aparta poco a poco del camino, corre hacia una grave caída, que manchará, no solamente su propio testimonio, sino el de la asamblea. Entonces es cuando el amor fraternal debe abrirse camino para hacerle volver, cubriendo una «multitud de pecados» (Sant. 5:19-20; 1 Pe. 4:8; Gál. 6:1; 2 Tes. 3:14-15, etc.). Un espíritu humilde, entristecido por las faltas ajenas, que practique aquel lavamiento de pies que Jesús nos enseñó, hará mucho más, a menudo, que severas amonestaciones. ¡Quiera Dios multiplicarnos pastores teniendo, a la vez, la sabiduría y la energía para ejercer una disciplina familiar, intransigente respecto a la falta, pero tierna y misericordiosa hacia el débil! Pero la asamblea, y no, solamente, tal o cual hermano individualmente, tiene el deber de ocuparse de aquellos que andan «desordenadamente» (2 Tes. 3:6); mas no puede hacerlo sanamente si no siente duelo por ello (1 Cor. 5:2), y en humillación, tomando, como propio, el pecado de uno de los suyos, en vez de erigirse en actitud justiciera. Y si la disciplina no tiene efecto alguno, si el carácter de «malvado» se manifiesta, entonces, abandonando el ejercicio de la disciplina que le incumbe, debe poner fuera donde «los juzgará Dios» (v. 13) a aquel que no se ha dejado restaurar; quitando «al malvado» de su seno, ella se purifica, en la humillación y el dolor. Con relación a aquel del cual se separa, ella obra en vista de su restauración; con relación a ella misma, se juzga delante del Señor. «… Mas nosotros hemos hecho lo malo» decía Nehemías (9:33) [8]

[8] Recomendamos la lectura del tratado “La Disciplina”

3.4.2.4 - Valor universal de las decisiones de asamblea

Las decisiones de asamblea, adoptadas bajo la mirada del Señor, son selladas de su autoridad, de suerte que lo que es hecho en una asamblea local tiene validez para la Iglesia o Asamblea entera, o sea para todas las asambleas locales. De aquí viene, entre otras cosas, el uso de cartas de recomendación, por las cuales una asamblea local se encuentra asegurada de que un recién llegado, desconocido por ella, se halla efectivamente en comunión en otra asamblea, lo mismo que un cristiano en comunión tiene la seguridad de ser recibido dondequiera que se presente (Rom. 16:1; 2 Cor. 3:1).

3.4.2.5 - Las «divisiones»

Nada más sencillo, en verdad, que el principio del funcionamiento de una asamblea fundada sobre la unidad del Cuerpo de Cristo. Su aplicación, en cambio, ha llegado a ser de las más delicadas en la actual confusión eclesiástica.

Aquí se plantea un asunto propio a lacerar toda alma que ama al Señor: aquel de la multiplicidad de las “mesas” levantadas aun fuera de las organizaciones de la cristiandad. «Un enemigo ha hecho esto» (Mat. 13:28), elaborando, además de estas “denominaciones religiosas”, las cuales son productos evidentes de la actividad humana, las más sutiles y engañosas falsificaciones del trabajo de Dios. ¿Dónde hallar la Mesa del Señor? ¿Dónde estar uno seguro de reunirse en toda buena conciencia, en la obediencia la Palabra?

Primeramente, no debe sorprendernos el hecho que el enemigo se haya ensañado contra el testimonio suscitado por Dios en estos tiempos del fin, y que, aprovechando nuestra falta de vigilancia, haya logrado dividir a aquellos que habían salido fuera del real, o sea del campamento religioso. Todos tenemos nuestra parte de culpabilidad en esta humillante situación. Hemos de reconocerlo, en lugar de pretender, con orgullo y desaliento a la vez: «… Han dejado tu pacto, han derribado tus altares… y solo yo he quedado…» (1 Reyes 19:10).

Luego, pidamos al Señor el discernimiento y el celo necesarios para buscar los «siete mil» que Él se ha reservado (idem, v. 18), pues «conoce a los suyos», apartándonos de la iniquidad, ya que no puede haber comunión entre las tinieblas y la luz. Una vez más, estemos seguros de que «el sólido fundamento de Dios está firme», pero que lleva siempre el mismo doble sello de 2 Timoteo 2:19.

El ojo espiritual discernirá si una Mesa puede o no ser considerada como la del Señor, examinando los principios que se observan en ella, e inquiriéndose de qué manera ha sido levantada. Es un deber de cada uno tener un concepto claro sobre este punto, como también el deber de toda asamblea es saber qué conducta ha de seguir con los que se presentan para partir el pan.

Supongamos que en un mismo lugar existan dos mesas, independientes la una de la otra. Reconocer ambas igualmente como la Mesa del Señor, sería negarse deliberadamente a guardar la unidad del Espíritu, y sería lo mismo que negar la unidad del Cuerpo. Es, pues, indispensable informarse con exactitud. Semejante dualidad puede ser la consecuencia de falsas doctrinas de las cuales los creyentes fieles tuvieron que purificarse. Puede tratarse, al contrario, de un cisma sin más razón que disentimientos particulares tocante a casos de disciplina. Personas recién llegadas, tal vez, han podido sin motivo, levantar “su mesa” sin tener en cuenta la que ya existía. No es posible mantenerse neutral o indiferente a este respecto. Sería, unas veces demostrar una culpable indiferencia para con la santidad del nombre del Señor, y otras veces asociarse a una acción sectaria.

Por otra parte, la Mesa del Señor no puede existir en un lugar y quedarse independiente de las que han sido levantadas en otras localidades sobre el mismo fundamento. Por ejemplo, no se puede recibir a uno que ha sido excluido en otro lugar, ni negarse a admitir a otro que es recibido allí, sin negar, al hacerlo, la unidad del Cuerpo.

Una Mesa en la que los principios del mundo, la autoridad o los reglamentos de los hombres se asocian expresamente a la acción del Espíritu Santo, o una Mesa donde se admite la tolerancia, con todo pleno conocimiento de causa, del mal no juzgado, no puede ser la Mesa del Señor.

¿Significa esto que la infalibilidad sea condición necesaria para la congregación de los creyentes? Está claro que no. ¿Podríamos siquiera hablar de reunirnos si fuese así? Puede haber, y sin duda hay, desfallecimientos, debilidades, faltas, que serán perdonados cuando hayan sido juzgados y confesados por la asamblea misma. Negarse a reconocer una asamblea porque ha faltado en la práctica es contrario a la letra y al espíritu de las enseñanzas de la Palabra. Si estos desfallecimientos no son juzgados, podrán ser causa de que el Señor haya de intervenir, ora purificando la asamblea por medio de dolorosas pruebas, ora quitando su «candelabro de su lugar» (Apoc. 2:5). A veces nos arriesgaríamos hasta el punto de sustituirle en el papel de Aquel que «anda en medio de los siete candelabros de oro» (idem v. 1).

Si una decisión de asamblea no parece justificada (lo que puede ocurrir), o si, por el contrario, una asamblea ha dejado de adoptar una decisión que parecía justificada, no hay que olvidar que todo «lo que ates en la tierra, será atado en el cielo; y lo que desates en la tierra, será desatado en el cielo» (Mat. 16:19). Por eso, es aflictivo ver criticar tan a menudo, y no sin ligereza o presunción, una decisión o una falta de decisión de asamblea. Pero la autoridad de Cristo es intangible, y su amor no cambia. Es hacia él que debemos mirar si algo parece no haber sido hecho según él, para que intervenga. Es a él a quien hay que someterse, con la absoluta confianza que mantendrá la gloria de su Nombre. Él mismo sabrá mostrar a hermanos de otras asambleas, o aun a estas mismas, la necesidad de enviar eventualmente “legados” para que hagan las amonestaciones que impone la situación. Pero estas han de ser hechas de su parte, lo que será evidenciado por la manera en que serán presentadas: en el amor verdadero, con la preocupación de mantener o de restablecer una comunión cuya pérdida sería sentida como una profunda aflicción. La caridad, que obra pacientemente, sabrá aguardar a que el Señor ponga en claridad lo que hay que juzgar, conduciendo la asamblea a juzgarlo.

Pero el caso es muy diferente cuando una asamblea acepta, conscientemente, y no por consecuencia de un extravío ocasional, el tolerar el mal –moral o doctrinal, y el segundo es el más nefasto–, dejando a cada uno su responsabilidad sin considerar la suya como comprometida, o no considerándose en manera alguna comprometida por la acción de otra asamblea. En tales casos, la noción misma de la unidad del Cuerpo es destruida, los derechos del Señor despreciados, y, como lo hemos dicho antes, tal asamblea ya no podría ser reconocida como una asamblea de Dios.

 


No es sin tristeza que hablamos de las divisiones, asunto que consume de dolor nuestros corazones, cuando el ocuparnos de la Iglesia o Asamblea de Dios solo debiera ser motivo de producir, en nuestro ánimo, sentimientos de amor, dulzura y gozo. No obstante, es necesario luchar por las verdades que la conciernen, cuando solo anhelaríamos encontrar en ella un refugio inviolable de paz en medio de este mundo en fiebre. Mas el corazón se siente consolado y confortado al considerar que, tal como el sol por encima de las más espesas nubes, el propósito divino para con la Iglesia permanece inmutable y glorioso. El amor que excede a todo conocimiento inspira las vías de Cristo hacia ella. Él la sustenta y cuida; pronto la tomará junto a él. Comprendamos y meditemos esas realidades vivificantes: Cristo en la gloria, el Espíritu Santo en la tierra, la Iglesia una, la esperanza de la vocación. Pues no nos movemos en un medio de verdades frías ni de reglas impasibles –como inanimados engranajes destinados a poner en movimiento, estérilmente, una materia inerte– sino que nos hallamos colocados en plena vida, y es la vida divina. La fuente de esta vida está solo en Cristo, la Cabeza glorificada del Cuerpo, el cual está todavía sobre la tierra, pero destinado también a la gloria del cielo. Si estuviésemos más ocupados de Él, y fuéramos más conscientes de la inmensidad de las bendiciones espirituales de las cuales somos objeto «en él», nos encontraríamos sin esfuerzo reunidos, porque estaríamos ligados todos a él, cual esas partículas de limalla que, atraídas por un mismo impulso, son proyectadas hacia el polo de un imán.

Pronto, dormidos en él o vivos todavía en la tierra, todos los santos responderán sin reserva a esta potente atracción, y Cristo se presentará su Iglesia, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, en su hermosura, en su unidad. ¡Que esta esperanza nos constituya en vencedores!

¡Alerta, alerta Esposa despierta
Espera a tu amado Esposo y Señor!
Él vendrá pronto; no durmamos ¡alerta!
Luzcan bien las lámparas de nuestro amor.

¡Oh Señor glorioso, nuestro Deseado!
Haz que la Esposa esté atenta a tu voz
Y purificada de todo pecado
Vaya a recibirte gozosa y veloz.

«¡Y al que es poderoso para hacer infinitamente más de todo lo que pedimos o pensamos, según el poder que actúa en nosotros, a él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús, por todas las generaciones, por los siglos de los siglos! Amén» (Efe. 3:20-21).