«Retén firme lo que tienes»
12 de noviembre de 2024
Aquellos que han sido redimidos por la preciosa sangre de Cristo, y que tienen ante sí el premio del llamamiento celestial de Dios en Cristo Jesús, se preocupan poco por el rápido paso de los tiempos y de las estaciones. Si tienen algún significado para nosotros, es solo para recordarnos que la noche ha pasado y que el día está cerca, y que nos corresponde ceñir nuestros lomos y encender nuestras lámparas en anticipación del pronto regreso de nuestro Señor.
Un aspecto particular de nuestra responsabilidad en esta perspectiva se nos presenta en la Escritura al comienzo de este documento. Se encuentra en el mensaje a Filadelfia. Dejando a un lado la cuestión de qué es Filadelfia –una cuestión de importancia cada vez mayor y que en un futuro próximo, si el Señor quiere, podrá ser discutida a fondo–, se puede llamar la atención sobre el hecho de que la victoria en esta iglesia es totalmente diferente de la de las otras 6. En las 5 iglesias anteriores –con la posible excepción de Esmirna– la victoria es por separación, o preservación del mal en sus respectivas esferas de responsabilidad. En Laodicea, se trata de pasar de un estado a otro; en una palabra, de adquirir lo que falta. Pero vencer en Filadelfia es simplemente mantener –conservar lo que ya se tiene. Así que, «retén firme lo que tienes, para que nadie tome tu corona» (Apoc. 3:11). «Al que venciere (es decir, al que se mantuviere firme), haré que sea una columna en el templo de mi Dios» (Apoc. 3:12). El estímulo para mantenerse firmes, lo notarán los lectores, es la venida del Señor: «Vengo pronto; retén firme lo que tienes» (Apoc. 3:11).
También es evidente otra cosa. La necesidad de la exhortación surge y fluye del hecho de que existía el peligro de perder la preciosa herencia que se les había confiado. Custodiar, preservar la verdad implica, por tanto, conflicto, como ha sucedido siempre a lo largo de la historia de la Iglesia hasta nuestros días, y como sucederá cada vez más hasta que el Señor descienda del cielo para reunir a los suyos en su presencia para la eternidad.
¿Aceptarán nuestros lectores esta palabra de exhortación? Nos ha llegado la convicción, que se profundiza cada día, de que lo único importante, la única responsabilidad que tenemos en este momento es “conservar lo que tenemos”. Para algunos, como los santos de Sardis, por ejemplo, el primer deber es recuperar lo que han perdido; porque los púlpitos desde los que antes se proclamaban las doctrinas de la gracia y la suficiencia de la Escritura están ahora ocupados, en muchos casos, por los defensores de la infidelidad racionalista o de la superstición romana. Muchos, por otra parte, y nosotros nos encontramos entre ellos, podemos dar gracias a Dios por habernos preservado hasta ahora de las influencias desoladoras de las malas doctrinas. Nuestro peligro es de naturaleza más sutil. No son enemigos declarados los que tenemos que temer; todo verdadero soldado de la fe se regocija en hacer la guerra contra tales enemigos. Más bien, nuestros enemigos son los que están en nuestra propia casa –enemigos, pues, disfrazados de amigos– los que se mantienen al margen y permiten que la verdad se reduzca a la nada. Porque no se puede negar que las verdades que, cuando fueron encontradas y proclamadas por primera vez, fueron usadas por Dios para despertar a miles de sus fieles, y animaron a muchos a abandonar todo lo que les era querido por el gozo de una comunión más plena con el pensamiento del Señor, y por el gozo aún más profundo de un conocimiento más íntimo de él mismo, son ahora o bien vagamente sostenidas –sostenidas de una manera que no implica ningún reproche, ninguna reprensión– o tácitamente abandonadas.
Si esta tendencia continúa, podría oírse de nuevo la pregunta de Pilatos: «¿Qué es la verdad?» (Juan 18:38). La verdad es Cristo mismo, cada parte de la cual no es más que un rayo de la gloria que brilla en su rostro glorificado a la derecha de Dios. Mantener firme lo que tenemos es mantener firme la verdad de todo lo que él es en su Persona, en su obra, en su unión con los suyos, en la dirección de su Cuerpo, en todas las relaciones que ha establecido con los suyos en su gracia, en todas las funciones que acepta cumplir y, en una palabra, en todas sus manifestaciones divinas en las enseñanzas que ha dado a su pueblo.
Por eso, bien puede desafiarnos a que nos aferremos a lo que tenemos, pues en realidad es la fidelidad a sí mismo lo que se nos pide de este modo. ¿Quién de nosotros está dispuesto, por la gracia de Dios, a responder a su llamada? Esto implica un conflicto, una lucha. Tomemos, por ejemplo, al más auténtico de los filadelfios que ha conocido la Iglesia: el apóstol Pablo. ¿Hubo algún momento en su historia, después de su conversión, en que pudiera descansar de la guerra, y de la guerra por la verdad con los que llevaban el nombre de Cristo como él? En Antioquía estaba absolutamente solo: Bernabé le había abandonado durante un tiempo, y Pedro era su principal contradictor, de modo que Pablo tuvo que resistirse a él en su propia cara (Gál. 2:11). ¡Qué tentación debió de ser para un corazón tierno como el de Pablo ceder al amor en aras de la paz! Si lo hubiera hecho, ¿cuáles habrían sido las consecuencias? No podemos saberlo, pero lo cierto es que, en aquella época, el mantenimiento de la verdad de Dios dependía enteramente de la fidelidad de Pablo. Él era el único en la Iglesia de Antioquía que mantenía firme lo que tenía; y si hubiera dejado caer el estandarte, ¿qué otra mano habría para recogerlo, levantarlo una vez más y llevarlo a la victoria? No se trata de un ejemplo aislado. Una y otra vez, en tiempos de peligro y controversia, lo encontramos solo, y esto solo porque no quiso, por la misericordia de Dios, sacrificar ni una pizca del sagrado depósito que el mismo Señor había confiado a su cargo. Por tanto, en proporción a nuestra fidelidad estaremos solos, y puede llegar a ser cierto, como declara el profeta, que el que se aparta del mal es hecho presa (Is. 59:15, LBLA).
Entonces, ¿abogamos por la controversia? Nada es más fulminante para el alma –pues es un veneno mortal– que la controversia, tal como suele entenderse. No, lo que propugnamos es el verdadero ministerio en dependencia del Señor y la fidelidad en la defensa de toda la verdad de Cristo. Pero si la verdad se mantiene y defiende al margen de Cristo, no tiene ningún valor, y es más bien un inmenso daño para el alma. Por eso, solo los que caminan en comunión con un Cristo vivo pueden mantener firme lo que tienen, en el sentido de esta Escritura; ninguna finura intelectual, ningún poder de argumentación servirán en esta batalla; nada más que la Palabra de Dios esgrimida con el poder del Espíritu Santo. Por eso la exhortación va precedida del anuncio: «He aquí vengo pronto» (Apoc. 22:12). El Señor quiere que sus soldados luchen en la espera momentánea de verle cara a cara.
En un himno se pregunta:
“¿Nos cansaremos del camino,
cuando veamos el rostro del Maestro?”.
De la misma manera, ¿quién podría cansarse en las batallas por Cristo y su verdad, en la medida en que nuestros corazones se alegran y calientan por la expectativa de estar sacados del medio de la lucha para encontrarnos con el Señor en el aire?
Conviene hacer una advertencia. Si, a medida que los días se oscurecen y las características de los malos tiempos se hacen más manifiestas, el conflicto por la verdad se hará, como debe ser, más y más intenso, guardemos nuestros corazones con mayor diligencia. Debemos abrigar un afecto constante y tierno por todos los santos de Dios, y esto solo puede hacerse mientras nuestros corazones estén en comunión con el corazón de Cristo. Si un conflicto nos hace duros o severos, debemos juzgarnos sin piedad. Como Israel en la tierra de Josué, después de cada batalla debemos volver a Gilgal, para usar solo las armas del Espíritu de Dios en nuestra guerra (vean 2 Cor. 10:4-5).
¡Que el Señor mismo levante y califique a muchos que serán fieles abanderados de él y de su verdad en este día de confusión y error!
E. Dennett