¿Qué clase de personas ustedes deberían ser?
23 de febrero de 2023
Notas de un sermón sobre Hebreos 12:25; 13:1; y 2 Pedro 3:7-18
Una cuidadosa comparación de estos pasajes muestra una sorprendente similitud en muchos aspectos. Si la Epístola a los Hebreos fue escrita realmente por Pablo, vemos enseguida que el apóstol Pedro se refiere a ella como confirmación de lo que el Espíritu de Dios le dio por inspiración. Ambos pasajes hablan de los cielos y de la tierra; los cielos se refieren en particular a los cielos atmosféricos, que han sido la sede del poder de Satanás, y que están corrompidos por el pecado, al igual que la tierra se ha convertido en la sede del poder del hombre bajo el liderazgo de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de la desobediencia. Los cielos han sido mancillados por la iniquidad de Satanás, y la tierra por la iniquidad del hombre; ambos serán eliminados. Pedro dice claramente que los cielos serán disueltos y la tierra será quemada. La Epístola a los Hebreos no es menos explícita. Ella nos dice que aquel cuya voz estremeció la tierra cuando se dio la Ley, hablará de nuevo y promete: «Una vez más sacudiré no solo la tierra, sino también el cielo» (Hebr. 12:26). Una vez más: así que es la última vez. Esto significa que las cosas sacudidas serán quitadas. Podemos ver cómo Dios sacude el estado de cosas que prevalece entre los hombres, pero la Palabra dice que el cielo también será sacudido.
Creo que se trata del fin: la eliminación de lo que es sacudido, para que permanezca lo que no puede ser sacudido. Dios puede dar lo que yo llamaría sacudidas preliminares. Cuando un terremoto sacude una parte del globo terrestre, llega como un trueno. La tierra experimenta el primer gran temblor y, a continuación, una serie de temblores menores a lo largo de las siguientes semanas y meses, antes de asentarse en su nueva posición. Así es como sucede en la creación, pero Dios parece obrar a la inversa, como cuando derrocó a Egipto. Los sacudió nueve veces, con acontecimientos providenciales de intensidad progresiva. Las sacudidas menores vinieron primero, luego cayó el golpe, como un gran terremoto, cuando Dios mismo, a través del destructor, descendió e hirió de muerte a los primogénitos. Los caminos de Dios ahora son los mismos. Él sacude y advierte, pero la gran sacudida que eliminará las cosas sacudidas aún está por llegar. Gracias a Dios, el cristiano tiene cosas que no pueden ser sacudidas. Cuando Dios extiende su mano para sacudir los sistemas y las organizaciones del hombre, hay cosas que no pueden ser sacudidas: todas las relacionadas con el monte de Sion. No pueden ser sacudidas porque tienen un fundamento divino. La creación puede ser sacudida si a Dios le place sacudirla, pero no estas cosas basadas en la redención; son inamovibles.
Por eso dice: «Por lo cual, recibiendo un reino inconmovible, tengamos gratitud, y por ella sirvamos a Dios como a él le agrada, con temor y reverencia; porque también nuestro Dios es fuego que consume» (Hebr. 12:28-29). Luego viene esta palabra impactante: «Permanezca el amor fraternal» (13:1). Creo que a menudo pasamos por alto esta conexión. Deberíamos recorrer la Biblia y leer el final de cada capítulo con el comienzo del siguiente, porque a menudo nos detenemos al final de los capítulos. Esto es muy cómodo, por supuesto, pero a menudo se nos escapan enlaces llamativos. Aquí tenemos un ejemplo: habla de las cosas que se tambalean, y luego de las que no pueden tambalearse, las que “permanecen”, por lo que añade: «Permanezca el amor fraternal».
No debemos menospreciar el amor fraternal. No se eleva al nivel más alto del amor: la naturaleza divina. Es la naturaleza divina la que se expresa a través de los santos, por lo que es necesariamente inferior a la propia naturaleza divina. Todo lo que se manifiesta en la expresión humana no tiene ese carácter absoluto de las cosas divinas. En 2 Pedro 1, donde se nos dice que añadamos virtud a nuestra fe, recorremos una lista de caracteres excelentes, empezando por la fe y terminando, en el versículo 7, con la piedad, el amor fraternal y el amor. Hay una progresión que lleva a lo que es Dios, y eso lo corona todo. Cuando se llega al amor divino, se llega a lo que es absolutamente perfecto en todos los sentidos. El amor fraternal es algo maravilloso. Es el amor de Dios que fluye a través de su pueblo. Es el amor familiar. «Todo el que ama al que engendró, ama al que es engendrado por él» (1 Juan 5:1). Es un amor que procede de la naturaleza divina. El amor fraternal, ya sea en un Pablo, en un Pedro o en nosotros mismos, que somos vasos humanos, no es igual al amor. Pero que «permanezca el amor fraternal». Esto viene a mi mente con fuerza. Cuando las cosas están agitadas en torno al pueblo de Dios, este se reagrupa de forma natural e instintiva. Estamos vinculados a un orden eterno de cosas. Somos nacidos de Dios, redimidos, puestos en relaciones nuevas y celestiales que permanecen. Nuestra parte está fuera de esta tierra que el hombre ha corrompido, y fuera de los cielos que el diablo ha corrompido. Nuestro lugar en la dispensación de Dios, en la era venidera y por la eternidad, se encuentra fuera de la escena que será sacudida por el juicio de Dios. «Permanezca el amor fraternal». Procuremos que permanezca en nuestros corazones. Puede ser bastante fácil amar de forma abstracta a los santos que están a miles de kilómetros, pero la prueba viene con los cristianos que están a nuestro alrededor, porque cuanto más los conozcamos, más veremos sus defectos, y más fácilmente podrá el amor fraternal enfriarse en nuestros corazones.
El apóstol continúa hablando de Aquel que es siempre el mismo. Creo que el contraste está entre los versículos 8 y 9 de Hebreos 13: «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (v. 8). Luego se dirige a los santos y les dice: «No os dejéis engañar por doctrinas diversas y extrañas» (v. 9). El que es inmutable y eternamente el mismo, y nosotros que creemos en su nombre, no seremos engañados por todo viento de doctrina… No, la estabilidad y la inmutabilidad que caracterizan al Señor Jesús es el carácter que debe ser visto y proseguido en los suyos.
Ahora, considerando la Segunda Epístola de Pedro, el apóstol dice muy claramente cuál será el fin de las cosas, tal como las conocemos. Es muy humillante. Es cierto que los hombres del mundo no lo creerán, pero ¿hasta qué punto lo creemos nosotros? «Los cielos y la tierra de ahora» (3:7). Obviamente, el diluvio fue un enorme cataclismo que cambió físicamente todo el orden de las cosas en este mundo. Los cielos y la tierra actuales están, por la misma Palabra, reservados par el fuego. ¿Hasta qué punto escribimos realmente estas tres palabras en nuestra mente sobre todo lo que vemos y tratamos cada día? Si un cristiano vive a la luz de la eternidad, cuando mira las grandes obras del hombre, ya sean sus organizaciones, sus fundaciones, sus uniones, ve escrito en ellas: «Reservados para el fuego» (3:7). Los hombres son muy cuidadosos con sus proyectos en el mundo entero, que es como un gran hormiguero, donde las hormigas corren frenéticamente en todas direcciones. Que un tractor pase, y el mundo de las hormigas se lanza en todas direcciones. Lo mismo ocurre con todos los proyectos humanos. ¿Cuál será su final? Su fin último es tan cierto como todo lo que dice la Palabra de Dios: todos están reservados para el fuego. El fuego es el símbolo del juicio de Dios. Se reservan para el juicio. Los planes que los hombres construyen serán destruidos por el fuego de la ira de Dios. ¿Nos lo creemos? No necesitamos ir muy lejos para obtener una respuesta a esta pregunta. El apóstol indica inmediatamente la conducta que marcará al que cree. «Puesto que todas estas cosas han de ser disueltas, ¡qué clase de personas es necesario que seáis en santa conducta y piedad!». Es evidente que, si camino en el mundo sabiendo que el juicio de Dios descansa sobre él, tendrá sobre mí el efecto de separación, tanto interior y personal, como en todas mis asociaciones. Esto nos hará andar por caminos santos.
Este es el lado negativo. El hecho mismo de saber que el juicio de Dios descansa sobre las cosas, hará que nos separemos de ellas, pero tenemos expectativas positivas. Apresuramos la llegada del día de Dios. Es como si estuviéramos alcanzando el amanecer de un nuevo día. Nada podemos hacer para que el reloj vaya más rápido, pero en nuestros corazones y afectos nos estamos apresurando hacia ese día. La gente se apresura hacia el nuevo día que se avecina. Para los hombres del mundo, se llevará a cabo mediante nuevos proyectos, pero nosotros, cristianos nos apresuramos hacia la venida del día de Dios. Nos apresuramos a ello, no solo porque todo lo que es odioso y está mancillado por el pecado pasará por el fuego, sino porque, según su promesa, esperamos cielos nuevos y tierra nueva, donde mora la justicia. La justicia tendrá allí su hogar permanente, sin que haya nada que inquiete. No necesitará un trono, desde el que lanzar su mirada judicial continuamente a su alrededor en caso de que haya una revuelta que condenar, como ocurrirá durante el Milenio. En los cielos nuevos y en la tierra nueva, la justicia podrá bajar del trono –con su obra cumplida– y habitar entre los hombres, sin pensar en que pueda surgir un nuevo desafío; habitará allí sin obstáculos.
«Por lo cual, amados, esperando estas cosas, sed diligentes para ser encontrados por él sin mancha, irreprensibles, en paz» (2 Pe. 3:14). La paz es fruto de la justicia. “La obra de la justicia será la paz”. Gracias a Dios, ya estamos establecidos en la justicia. Lo que se introducirá en la era venidera será con nosotros mismos. Ya hemos sido colocados en la posición de justicia por la obra de Cristo, de manera que podemos ser hallados por él en paz, sin mancha e irreprensibles. Pero son exhortaciones muy profundas. Si realmente buscamos ese bendito estado de cosas, enseguida encontraremos la conducta que debe caracterizarnos; no nos dejaremos arrastrar por el error, y no caeremos de nuestra propia firmeza. Hay una gran similitud con Hebreos 13: «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos»; «No os dejéis engañar por doctrinas diversas y extrañas» (v. 8-9). Somos puestos en relación con Jesucristo, que es el mismo. En él tenemos una justicia absoluta. Los hombres inventan y razonan, porque no tienen nada absoluto. Para ellos, las cosas son buenas, si realmente lo son, mientras todo vaya bien; pero en Jesucristo tenemos a Aquel que es el mismo, eternamente. Su perfección es absoluta, ayer, hoy y siempre. Si conocemos a Jesús de esta manera, no nos dejaremos seducir por ninguna idea nueva. No nos dejaremos llevar por el error de los perversos, ni caeremos de nuestra propia firmeza.
F. B. Hole
(Extractado de la revista «Scripture Truth», Volumen 33, 1941, página 141)
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