Cómo apropiarse la Palabra de Dios

9 de agosto de 2022

1 - Peligro del conocimiento superficial, sin efecto en el corazón y la conducta

En un período apacible, la mente puede dejarse llevar a tratar el conocimiento de manera superficial y especulativa. Pero no se podrá alcanzar a un conocimiento según Dios, no se podrá captar la verdad espiritualmente, si la inteligencia hace de él un objeto de especulación, como si fueran proposiciones que el intelecto asimila y discute.

Hoy en día (escrito alrededor de 1850) existe el peligro de intentar hacer la Biblia “fácil”. Es una de las características peculiares de la dispensación actual que la claridad y la plenitud de la revelación. Esto es cierto y muy valioso. «Bienaventurados vuestros ojos, porque ven» (Mat. 13:16), dice el Señor. Sin embargo, hay una trampa y un peligro en la facilidad con la que se puede adquirir hoy el conocimiento de las cosas de Dios. Podemos complacernos en el estudio en sí mismo, sin ser ejercitados, como deberíamos serlo, para caminar en afectos más ardientes, y en una energía moral más profunda, pues tal debe ser el único fruto de nuestra mayor medida de luz y entendimiento.

La asamblea en Corinto abundaba en conocimiento (1 Cor. 1:5), pero su conducta era tan poco espiritual que el apóstol no quería hablarles como a hombres verdaderamente enseñados (1 Cor. 3:1). Esto nos muestra cuánto odia el Señor que se atienda a la verdad sin efecto interior. Puede haber ignorancia o conocimiento incompleto entre los habitantes del cielo; pero no tienen ninguna verdad que no tenga efecto sobre ellos. Los ángeles, esas criaturas celestiales, muestran que hay cosas que no conocen, por su deseo de aprenderlas (1 Pe. 1:12). Ignoran algunas verdades, pero no son indiferentes a ellas. Asimismo, los justos y los profetas han sido ignorantes, pero no indiferentes (Mat. 13:17; Lucas 10:24; 1 Pe. 1:10). Y en la persona del patriarca Abraham, vemos cómo los creyentes de antaño, menos favorecidos en cuanto a la luz y la revelación de la verdad, estuvieron llenos de afectos justos, de modo que el Espíritu los llevaba más allá de los horizontes de la economía en la que vivían.

Hablando de Abraham, el Señor dijo que «se regocijó por ver mi día; y lo vio y se gozó» (Juan 8:56). Este “regocijo” fue lo que experimentó inicialmente: su interés fue despertado por lo que se le dio a discernir sobre Cristo. Todavía eran solo débiles y raros destellos; pero cautivaban su alma. Lo que vislumbraba lo atraía poderosamente. El Señor recompensó tal apego, y concedió a su siervo una visión más completa. «Vuestro padre Abraham se regocijó por ver mi día; y lo vio y se gozó».

Así que, como leemos a continuación, «se gozó». Hacía un uso correcto del conocimiento que había recibido, tal como lo había buscado de manera correcta. Sus afectos habían estado ocupados en esta búsqueda, y no se enfriaron ni embotaron, muy al contrario, cuando le fue dado este conocimiento.

Se trata de un conocimiento buscado y puesto en práctica de forma correcta. ¿No podemos desear que sea así en cada uno de nosotros y en nuestro entorno?

2 - Ejercicios espirituales personales: su importancia y su profundización

Un poco de conocimiento, acompañado de ejercicios espirituales personales, es mejor que mucho conocimiento sin ejercicio. Como dice el proverbio: «En el barbecho de los pobres hay mucho pan» (Prov. 13:23). Porque lo poco que tienen, los pobres lo aprovechan al máximo. Utilizan la pala, la azada y el pico; remueven, desbrozan y limpian su pequeña parcela; y su diligente cuidado produce abundante comida. Debemos ser como esta pobre gente, limpiando constantemente el terreno: debemos buscar continuamente los escritos divinos y sacar lo mejor de lo poco que tenemos. Quizá solo nos alimentamos de leche, pero si somos diligentes en apartar toda malicia, hipocresía, envidia y cosas semejantes, entonces verdaderamente asimilaremos nuestro alimento y creceremos (1 Pe. 2). Y es por eso que a menudo encontramos un mayor disfrute de Cristo en aquellos que tienen menos conocimientos, porque son diligentes en el «barbecho de los pobres».

«Porque en parte conocemos, y en parte profetizamos» (1 Cor. 13:9). Bien podemos decirnos unos a otros: «Como a sensatos os hablo; juzgad lo que digo» (1 Cor. 10:15). En una obra como esta, en la que se contemplan los afectos del Señor y de sus santos, habrá necesariamente muchas cosas que solo pueden ser saboreadas por el corazón. ¿Quién no ha experimentado a veces, al meditar en el camino del Señor, emociones profundas, cuyo eco se escucha en un salmo?; mientras que, en otras ocasiones, buscaríamos en vano las mismas bellezas, sorprendiéndonos que un día pudieran habernos parecido tan brillantes. Un creyente acostumbrado a alimentar su alma con la persona del Señor, quizá ponga en paralelo un solo versículo de los Evangelios con un salmo entero; y encontrará en una porción de ese libro la expresión de los sentimientos de su corazón hacia Dios, ya sea en el curso de alguna actividad, o si es objeto de malicia. Otro, según la medida de su discernimiento espiritual, encontrará una conexión entre experiencias similares y una porción de carácter muy diferente. Difícilmente podría ser así con cualquier otra parte de la Escritura; el libro de los Salmos no es un libro doctrinal, sino el libro de las experiencias del alma.

Que nada de estas meditaciones reste el menor valor a este libro. Su única finalidad es acompañar a los santos en su meditación personal, si, por el Espíritu, pueden servir para que encuentren más alegría y luz en el Señor.

La época actual se caracteriza por la inquietud de quienes corren detrás de más y más conocimientos en todos los campos. Que nuestras almas se cuiden de esto: el creyente debe estar siempre vigilante para no dejarse ganar por el espíritu del mundo. Y en estos tiempos de luz y conocimiento (incluso el conocimiento de Dios), debemos recordar que no basta con comer, sino que, para nutrirse, hay que digerir el alimento. Según la ley, el animal puro era el que rumiaba. Y el Espíritu de Dios, por boca del sabio Salomón, dijo: «¿Hallaste miel? Come lo que te basta, no sea que hastiado de ella la vomites» (Prov. 25:16).

El mismo Señor nos enseña cómo debemos cultivar el conocimiento divino o el conocimiento de la Escritura. Porque en los Evangelios, al responder a las preguntas, nunca parece satisfacer la curiosidad, sino que recibe la demanda como quien no solo tenía el oído abierto a las preguntas de su interlocutor, sino que también leía en su alma. Sus palabras: «Tengo todavía muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar» (Juan 16:12), nos muestran que su objetivo no era aumentar el conocimiento, sino dirigir la conciencia y alimentar la mente renovada según su creciente capacidad. Esto es divino. Preguntar con el único fin de obtener conocimiento no es más que la vana actividad de la mente puramente humana, como la que se encontraba entre los filósofos de Atenas (Hec. 17:21).

3 - Apropiarse la Palabra por la fe

Recordemos sobre todo que debemos, junto con el conocimiento, buscar y cultivar esa fe por la que hacemos nuestro lo que conocemos, y que nos hace encontrar un gozo y un interés personal en ello. Esta es la principal bendición para nosotros. «Per a ellos no les sirvió el oír la palabra, por no estar mezclada con fe en los que la oyeron» (Hebr. 4:2). Porque es la fe la que hace que nos apropiemos Dios, la que hace que el Amado y de toda su plenitud es porción, el retiro de nuestro corazón. Esto tiene un valor inmenso. Dios es una morada para nosotros –Él es nuestro. Se dice que permanecemos en él. El conocimiento amuebla la casa, pero la fe hace considerar todo lo que, de mayor o menor importancia, hay en la casa, como nuestra posesión.

Oh, ¡que podamos tener más fe! Un «escriba» puede ser muy culto; puede contemplar la casa de gloria, hablar de sus riquezas, describir los trofeos de David y las colgaduras de Salomón que la decoran; y, sin embargo, puede ser solo un visitante. Puede pasar por toda esta magnificencia sin la fe que se la apropia, sin tener en su alma el sentimiento de que está en su casa en este magnífico lugar. Mientras que otro puede tener más dificultad para describir estas alfombras y dando la historia de estos trofeos, o valorar el oro y la plata de la casa, pero puede tener esa preciosa fe que, para su bendición, le hace apropiarse de todo lo que ve, aunque con debilidad, de modo que no es un visitante, sino un niño en su casa, en la casa de Dios.

Parece oportuno recordar aquellas palabras pronunciadas hace tiempo: “¿Queréis saber si las cosas contenidas en la Palabra de Cristo son reales? Nunca las leáis solo para adquirir conocimiento. Buscad algún rayo de la gloria y del poder de Cristo en cada versículo. El conocimiento no sirve de nada, si no está acompañado de alguna revelación de la gloriosa presencia de Cristo y de su Espíritu vivificador. No habléis de las verdades espirituales por discutir, sino tened en cuenta la edificación. No cumpláis con vuestros deberes por mera costumbre, o para cumplir con un servicio, sino que consideradlos como un medio de comunión más íntima con Dios”.

La gracia que podemos pedir al Señor es: «Auméntanos la fe».

4 - Para la gloria de Cristo

¡Que podamos ser como el barro en la mano del alfarero divino!, no a disposición del hombre para convertirnos en lo que sus pensamientos, su sabiduría o su religión quisieran hacer de nosotros; sino dóciles en la mano del Señor, para ser modelados por su verdad y su Espíritu, según su pensamiento, conservados hasta el final en «la sencillez hacia Cristo» (2 Cor. 11:3); después, a su debido tiempo, ser sacados del taller del alfarero, para ser colocados como vasos para honra en el santuario de su gloria para siempre. ¡Que así sea, Señor Jesús!

 

«Alabad a Dios en su santuario; alabadle en la magnificencia de su firmamento. Alabadle por sus proezas; alabadle conforme a la muchedumbre de su grandeza. Alabadle a son de bocina; alabadle con salterio y arpa. Alabadle con pandero y danza; alabadle con cuerdas y flautas. Alabadle con címbalos resonantes; alabadle con címbalos de júbilo. Todo lo que respira alabe a Jah. Aleluya» (Sal. 150).

«Al que nos ama, y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre, y ha hecho de nosotros un reino, sacerdotes para su Dios y Padre, a él sea la gloria y el dominio por los siglos de los siglos. Amén» (Apoc. 1:5-6).

J. G. Bellett


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