La energía de la fe en tiempo de ruina

30 de mayo de 2022

Hebreos 11:23-27

La paciencia o perseverancia de la fe, cuyo punto de partida es la obediencia, como nos enseña la historia de Abraham, no es lo único que debe caracterizar a los fieles. Otra cosa, de especial importancia, es la energía de la fe. Hay que empezar por la obediencia, pero hay que seguir con energía y, notemos, que se requiere de manera muy especial en los días de ruina y abajamiento moral en que vivimos. Se requiere una gran resolución para pasar por este mundo hoy, sin dejarse envolver por sus principios corruptores, y manteniendo por todos lados una estricta separación del mal, para ser verdaderos testigos de Dios.

1 - Las epístolas de la ruina, 2 Timoteo y 2 Pedro

Estas dos epístolas, que yo llamaría las epístolas de la ruina, ilustran esta verdad. La energía es tanto más necesaria cuanto mayor es el mal. Así, en la Segunda Epístola a Timoteo, cuando este fiel discípulo corría el peligro de desanimarse y avergonzarse de un testimonio tan débil como el de entonces, el apóstol insiste en que: «No nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de fortaleza (es lo primero), de amor y de sensatez» (1:7). Por eso insta a su joven compañero de trabajo a participar «de las aflicciones por el evangelio, según el poder de Dios» (1:8); añade que, en cuanto a él, no se avergüenza, sino que confía en el poder de Dios para mantener su depósito hasta el día de Cristo. Y añade además (2:1): «Tú pues, hijo mío, fortalécete en la gracia que es en Cristo Jesús».

Del mismo modo, en la Segunda Epístola de Pedro, cuando los burlones del fin caminan según sus propias concupiscencias, el apóstol recomienda a los cristianos de añadir «a vuestra fe, virtud» (1:5), lo primero indicado después de la fe. Es el valor moral el que nos hace atravesar las dificultades, en santa separación del mal, despojándonos cada vez más, para alcanzar el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, y tener una rica entrada allí. Podemos decir que esto es algo que falta mucho en nuestros días. Hay en nuestro cristianismo una dejadez, una blandura, una cobardía que no quieren separarse de las cosas que nos agradan y atraen, de una vida fácil o agradable. Todo esto es lo contrario del poder y de la virtud.

2 - Los padres de Moisés

Esta energía caracteriza a los padres de Moisés, desde su nacimiento como hombre de Dios. Pero es importante señalar que ella no se manifiesta con acciones brillantes o el desarrollo de dones milagrosos. Más bien, en sus manifestaciones es lo más insignificante, lo más humilde posible a los ojos del mundo. «Por la fe Moisés, cuando nació, fue escondido tres meses por sus padres; porque vieron que el niño era hermoso, y no temieron el edicto del rey» (Hebr. 11:23).

¿Qué fue lo que les hizo ser tan audaces ante el edicto del monarca más poderoso de la tierra? Sus corazones habían encontrado algo especial en este pequeño niño que Dios les había dado. Llevaba una marca divina que le hacía ser apreciado por sus padres. Hechos 7:20 informa que era divinamente hermoso. ¿No nos habla este hecho de Cristo? El conocimiento personal del Señor, la apreciación de su belleza y perfección, y el sentimiento del valor de Aquel que Dios nos ha dado, que es «la fiel imagen de su Ser» (Hebr. 1:3), son el origen y producen la energía de la fe en el creyente. El conocimiento de Cristo empujaba al apóstol Pablo a esforzarse (Fil. 3:14) por las cosas que tenía delante. Aquí, la fe de los padres de Moisés les empuja –y a nosotros– a no temer los mandatos con los que el mundo pretendía atarlos y quitarles el don de Dios (Cristo). Descubriremos un poco más adelante que este fue el secreto de la propia energía de Moisés cuando se convirtió en conductor del pueblo.

3 - La energía de la fe rechaza, elige, estima, deja

3.1 - La fe que rechaza

Pero primero veamos a Moisés en la corte del rey. «Por la fe Moisés, ya hombre, rehusó ser llamado hijo de la hija de Faraón» (v. 24).

No debemos olvidar que, si hay energía en los hombres de fe, también puede ser utilizada según la carne. Mientras Moisés estaba todavía en la corte del rey, se nos dice que «fue instruido en toda la sabiduría de los egipcios, y era poderoso en palabras y en obras» (Hec. 7:22). Podía hacer de este poder otro uso que aquel para el que Dios se lo había dado, y lo demostró matando al egipcio. Enfrentado al opresor del pueblo de Dios, luchó contra él con sus propias armas. Sin duda, sus razones para hacerlo parecían buenas, pues «suponía que sus hermanos sabrían que Dios les daría salvación por su mano» (v. 25). Pero su acto fue inútil, y se vio obligado de hacer el aprendizaje en el desierto de Madián para aprender que no había fuerza en él. Así también fue de Pedro, cuya energía le llevó a negar a su Salvador, en el tribunal del sumo sacerdote.

Este episodio de la vida de Moisés no está menciona aquí, como en el capítulo 7 de los Hechos, porque en nuestro capítulo solo se trata de la energía de su fe. Las circunstancias en las que se encontraba eran especialmente difíciles. La providencia de Dios lo había colocado en una posición excepcional. Considerado hijo de la hija de Faraón, podía pretender a todos los honores, incluso al trono, cuando su educación ya había hecho de él un hombre notable, un gran hombre. De este modo, podría haberse convertido en el benefactor de su pueblo, utilizando sus dones y su poder para aliviar sus sufrimientos, ejerciendo la influencia que poseía en su favor ante el mundo. Es un error natural de muchos cristianos, pero no por ello menos fatal, pues no estamos llamados a reformar el mundo, ni a cristianizarlo, sino a rechazar lo que nos ofrece. La providencia de Dios había llevado a Moisés a estas circunstancias excepcionales, para que la fe lo sacara de ellas. Se negó a ser llamado hijo de la hija de Faraón. ¡Una negativa! ¡Una cosa pequeña a los ojos de los hombres, pero grande a los ojos de Dios! Abraham, al regresar de la derrota de los reyes, había hecho lo mismo. Hacía falta más energía para decir al rey de Sodoma: «He alzado mi mano a Jehová… nada tomaré de lo que es tuyo» (Gén. 14:22-23), que para derrotar a cuatro ejércitos con 318 hombres.

3.2 - La fe que elige

Pero esta energía de Moisés no se limita al papel negativo de un rechazo; es positiva; ella elige: «Escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar por un tiempo de los deleites del pecado» (Hebr. 11:25). ¿Era esta elección algo importante pudiendo compensar todo lo que el mundo le podía ofrecer? No, en absoluto. Moisés no podría haber hecho una elección más humillante para sí mismo. El pueblo de Israel se encontraba en un completo envilecimiento, en la más abyecta esclavitud. Es aquí donde este hombre considerado va ocupar su lugar. ¿Por qué? Porque es el pueblo de Dios. Esto era suficiente para el corazón de Moisés, y su fe no podía elegir otra cosa.

3.3 - La fe que estima

Un tercer rasgo caracteriza la energía de este hombre de fe. Había rechazado, había elegido, ahora estimaba: «Teniendo por mayor riqueza el vituperio de Cristo que los tesoros de Egipto; porque tenía puesta su mirada en la remuneración» (v. 26). Sopesa, por un lado, todas las riquezas que le son ofrecidas; por otro, el vituperio. El platillo de las riquezas se eleva, como si solo hubiera una pluma en la balanza; el del oprobio cae por todo su peso. Ah, es que, si Egipto estaba del lado de las riquezas, Cristo estaba del lado del oprobio. La fe de Moisés, como la de sus padres, había encontrado un objeto incomparable, una persona, Cristo mismo, y poseerlo lo era todo para ella.

Pero se dirá: ¿Por qué esta mención de Cristo? Moisés no lo conoció. Sin duda, pero su fe ya hacía que lo discerniera (Deut. 18:15). El oprobio que debía soportar, aunque no fuera consciente de ello, era el vituperio de Cristo. Lo conocía proféticamente, como vemos en el curso de esta historia; y si no lo conocía personalmente, sabía en la práctica lo que era representarlo ante el mundo. No temía el oprobio, Su vituperio, pues «miraba la remuneración». Sabía que Dios aún tenía guardados, para él, tesoros futuros de donde podría sacar con las manos llenas. Dios no quiere ser nuestro deudor, cuando hemos renunciado a algo por él. Es el remunerador de un Abel, de un Enoc (v. 6) y de un Moisés, de todos los que renuncian a las ventajas del mundo para unirse al Cristo rechazado y al afligido pueblo de Dios.

3.4 - La fe que deja

En el versículo 27, encontramos un cuarto carácter de la energía de la fe en este hombre de Dios: «Por la fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey; porque perseveró como viendo al invisible». Podría parecer que un relato sobre el poder de la fe no debería omitir los milagros que el gran legislador hizo en la tierra de Egipto. Esto no es así. Los caracteres de la fe no pueden ser sometidos a la estimación natural de los hombres; solo Dios es capaz de juzgarlos. Fue por la fe que Moisés dejó Egipto. Lo que se habría llamado una huida precipitada, favorecida por circunstancias excepcionales, se atribuye aquí a la energía de la fe. Moisés dejó Egipto; el cristiano deja el mundo; su poder, sus deleites, sus artes y riquezas, su ciencia y su religión, no tienen más valor para un creyente enérgico que un manojo de paja. Pero si la valentía moral de la fe lo abandona todo cuando Dios llama, también es intrépida. Al igual que sus padres, que no habían temido el decreto del rey, Moisés no teme la ira del rey. ¿Por qué? No por confianza en su superioridad, ni en sus recursos; sino que «perseveró como viendo al invisible». Los padres habían visto en Moisés una belleza divina. Aquí, es él mismo quien ve lo que solo la fe, esa convicción de las cosas que no se ven, podía discernir. Ve a este Cristo invisible, cuyo vituperio había elegido. Esto lo anima a mantenerse firme, a permanecer firme. Cristo es sin duda el resorte principal de todo su camino de fe, pero hay una gradación en su conocimiento de esta preciosa Persona. Moisés había discernido a Cristo por la fe; ahora ve al que es invisible, y esta visión le llena de valor para mantenerse firme.

La comprobación de la presencia del Señor Jesús es el secreto de nuestra fuerza. Todo el pasaje que acabamos de leer confirma esta verdad de manera sorprendente.

Traducido de «Le Messager Évangélique», año 2021, página 27


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