El valle de Acor: una puerta de esperanza

7 de diciembre de 2020

¿Qué aplicación para nosotros?

«Pero he aquí que yo la atraeré y la llevaré al desierto, y hablaré a su corazón. Y le daré sus viñas desde allí, y el valle de Acor por puerta de esperanza; y allí cantará como en los tiempos de su juventud, y como en el día de su subida de la tierra de Egipto» (Oseas 2:14-15).

Cuando el profeta Oseas fue enviado para hablar al pueblo de Israel, habían pasado siete siglos desde que los hijos de Israel salieron de la tierra de Egipto. Jehová los había redimido para hacerlos un pueblo para él (Is. 43:21), porque los había amado (Deut. 7:8). Estos siete siglos fueron un largo período de decadencia intercalado con unas pocas y cortas restauraciones, durante las cuales el pueblo se alejó cada vez más de Jehová. A pesar de todo, Jehová todavía los amaba con el mismo amor. Por eso se ocupará de ellos con disciplina para devolverlos a él. Los versículos citados arriba son las últimas palabras que Jehová dijo a las diez tribus de Israel antes de que cayeran bajo su juicio gubernamental que los arrancaría de su tierra para llevarlos al cautiverio. Judá y Benjamín le seguirían menos de dos siglos después.

Pero «irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios» (Rom. 11:29). Al mismo tiempo que pronuncia este merecido juicio: «Lo-ruhama» (no hay misericordia), y «Lo-ammi» (no mi pueblo), Dios pone ante ellos, como esperanza, la promesa de que un día les dirá nuevamente «Ammi» (mi pueblo) y «Ruhama» (ha recibido compasión) (Oseas 2:1). Pero para que esto suceda, se tendrá que hacer un largo trabajo dentro de ellos. Estos versículos 14 y 15 de Oseas 2 hablan de esta obra de Dios con respecto a su pueblo y anuncian cuál sería el resultado.

La historia del pueblo terrenal de Dios es solo una sombra de la historia de su pueblo celestial. Los veinte siglos de la Iglesia son también una larga decadencia espiritual intercalada con reavivamientos más o menos cortos. Es por eso que ciertamente nos podemos aplicar estos versículos.

 

«Pero he aquí que yo la atraeré…»

La comunión de su pueblo terrenal (Israel) es preciosa para el corazón de Dios. Pero este pueblo se ha alejado tanto de él que una gran obra debe hacerse en sus corazones. Por eso Dios no deja que nadie la haga aparte de él. Como un fiel Pastor, él mismo se inclina sobre su pueblo.

Esto nos recuerda lo que el Señor Jesús hizo por «sí mismo»: se dio a sí mismo en rescate por todos (1 Tim. 2:6); se dio a sí mismo por mí (Gál. 2:20), se entregó a sí mismo por nosotros (Efe. 5:2; Tito 2:14), por la asamblea (Efe. 5:25); se despojó y se humilló a sí mismo (Fil. 2:7-8); hizo la purificación de los pecados (Hebr. 1:3). Pronto él mismo descenderá del cielo para llevarnos a él (1 Tes. 4:16).

«El Padre mismo os ama», dijo Jesús (Juan 16:27). Estamos en sus manos y nadie puede arrebatarnos de él (Juan 10:29). Si nos disciplina, es porque somos sus hijos y nos ama (Hebr. 12:6-7).

 

«…He aquí que yo la atraeré»

¡Para escuchar a alguien que nos habla, se debe estar lo suficientemente cerca a él! Pues bien, el pueblo se había alejado tanto de Dios que ya no lo escuchaban; Dios debe atraerlos a él. Dios no puede acercarse al pueblo, donde este se encuentra, lejos de él, en la mancilla y el adulterio con el mundo. No, él los atrae hacia sí mismo, fuera del pantano del pecado.

Cuando el pueblo de Israel estaba bajo la esclavitud de Faraón en Egipto, Dios lo había sacado y conducido a la morada de su santidad (Éx. 15:13). ¿No es esto también lo que hace con nosotros? El Señor dijo: «Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no le trae» (Juan 6:44). ¡Qué gracia! Es cierto que, si el Padre no nos hubiera traído, nunca hubiéramos venido a él para ser salvados, porque estábamos «muertos en… delitos y pecados» (Efe. 2:1).

Ahora que somos sus hijos, ¡qué gracia, pero también qué humillación para nosotros!, puede que sea necesario que nos atraiga hacia él porque no sentimos la necesidad de acercarnos, ya que no puede «venir» donde estamos. El Señor bien dijo: «Estoy con vosotros todos los días» (Mat. 28:20), pero no pensemos que el Señor nos seguirá cuando nos alejemos de él para ir al mundo. El Señor no se «sentará» a nuestro lado si miramos de buena gana las cosas inmundas de este mundo. El Padre no estaba en compañía del hijo pródigo cuando vivía en el libertinaje (Lucas 15).

¿Es diferente en la vida colectiva? El Señor ha prometido: «Porque donde dos o tres se hallan reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). Pero no basta con que afirmemos esto para que sea efectivamente el caso. Como lo han señalado comentaristas de la Palabra, en Laodicea el Señor estaba fuera, en la puerta y no en medio de ellos. No podían cantar verdaderamente: “Tu presencia es el bien supremo”.

Hoy en día bien podemos hacernos estas preguntas: ¿No llevamos algunos de los caracteres de Laodicea? ¿No somos tibios en nuestros afectos y en nuestro celo por él? Si, por la gracia de Dios, poseemos riquezas espirituales, ¿hasta qué punto no hay en nuestros corazones una cierta autosuficiencia –«no necesito nada»– y un cierto orgullo en atribuirlas a nuestros méritos –«me he hecho rico» (Apoc. 3:17)? ¿No son visibles las manifestaciones de la carne (la vergüenza de nuestra desnudez que aparece), ya sea en las formas de pensar, o de conducirnos en la Casa de Dios? ¿Podemos todavía tener discernimiento cuando el Espíritu está entristecido por todas estas cosas, cuando se necesitaría «colirio, para ungirte los ojos, para que veas» (v. 18)? Con otras palabras: ¿estaría el Señor a la puerta (v. 20)?

Es bastante evidente que no todos tienen todos estos caracteres. Muchos hermanos y hermanas son un ejemplo de piedad y de fidelidad. Aunque solo sea por la piedad de unos pocos, el Señor todavía puede dignarse a estar entre los santos. Pero la manera solemne en que nos habla ahora, por segunda vez, debería hacernos temblar. «Sin embargo, en una o en dos maneras habla Dios; pero el hombre no entiende» (Job 33:14). «Miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra» (Is. 66:2).

Pero tal estado no es irreversible. Los versículos de Oseas, al principio de estas líneas, están ahí como un precioso estímulo. Allí encontramos los recursos y el camino para recuperar lo que hemos perdido. Que el Señor nos fortalezca para hacerlos nuestros y seguir el camino que nos muestra.

«Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos» (Sal. 32:8).

 

«La llevaré al desierto, y hablaré a su corazón»

Notemos ya que se dice: «La llevaré», y no: “La enviaré”, lo que nos alejaría de él y sería incoherente con lo dicho anteriormente: «La atraeré». Cuando es necesario, Dios lleva (sostiene de la mano) a los suyos para hablarles. Los lleva a un lugar donde nada los alejará de él, y donde ningún ruido cubrirá su voz. Los lleva al desierto. Ahí, no hay nada que comer o beber: ya no podemos confiar en nosotros mismos, ¡dependemos completamente de la gracia de Dios!

Hay varias razones por las que Dios lleva a los suyos al desierto. Puede ser para su formación o para disciplinarlos.

El desierto es un centro de formación sin igual. Al principio de la historia del pueblo, Dios lo había sacado de la esclavitud de Egipto y lo había llevado al desierto. Allí debía hacer experiencias saludables para conocer a Jehová. Comería el pan del cielo (Juan 6:31) y bebería el agua de la Roca (1 Cor. 10:4). Podría haber permanecido solo un año en este «centro de formación», en Horeb, y haber entrado en Canaán; de hecho, solo había once días de camino (Deut. 1:2). Pero la incredulidad de los hijos de Israel los llevaría a permanecer allí durante cuarenta años, como disciplina y para conocer lo que había en sus corazones (Deut. 8:2).

Todos los siervos de Dios deben pasar por este centro de formación. Entre ellos están Moisés, que permaneció allí durante cuarenta años; Pablo, que aparentemente permaneció allí durante algunos años (Gal. 1:17). El Señor mismo fue llevado por el Espíritu al desierto durante cuarenta días (Lucas 4:1); sin embargo, para él, es evidente que no era para recibir formación allí, sino para ser manifestado como un Hombre perfecto y un Siervo perfecto.

El desierto es también un lugar para la disciplina. El objetivo sigue siendo que estemos «a solas con Dios», para que podamos escucharlo. En efecto, su voz es apenas perceptible cuando estamos absorbidos por las cosas de esta tierra y de este mundo, o cuando estamos dormidos en el ronroneo de nuestros hábitos. Por eso nos hace dejar la posición que nos aleja de él, para atraernos a él.

En el pasaje de Oseas, ser llevado «al desierto», para Israel, significaba ser transportado de su tierra, para ir en cautiverio. Dios les había hablado muchas veces a través de los profetas (Hebr. 1:1), pero en vano. Entonces Dios los llevó lejos de sus posesiones, lejos de los ídolos hacia los cuales se habían desviado. Allí hablaría a sus corazones.

Un siglo después, será el turno de Judá, que no hizo caso de esta advertencia. Será llevado a la fuerza, a pesar de su resistencia, como lo cuentan los capítulos 26 al 28 del libro de Jeremías. Falsos profetas, rechazando la disciplina de Dios, decían: «Paz, paz» (6:14; 8:11), y respondieron: «Templo de Jehová es este» (7:4). Acusaban a Jeremías de mentir y animaban al pueblo a resistir, a quedarse en el país. ¡Es esta misma resistencia la que llevará a Jerusalén y a la casa de Jehová a ser finalmente quemada por el fuego! (Jer. 52:12-14). Jehová le quita todo a su pueblo rebelde, ¡incluso el lugar de la memoria de su nombre!

 

«La llevaré al desierto, y hablaré a su corazón»

El corazón es el asiento de los afectos. Cuando Dios habla a nuestros corazones, ¿no es para despertar nuestro amor por él y recobrar nuestro primer amor?

Allí, en el desierto, lejos del lugar que Jehová le había dado y que había profanado, el pueblo podrá ponerse en cuestión. Podrá recordar cómo Jehová tuvo compasión y los liberó de la esclavitud de Egipto. Podrá recordar que Jehová le dijo: «Te acordarás de todo el camino por donde te ha traído Jehová tu Dios estos cuarenta años en el desierto… para saber lo que había en tu corazón». Podrá recordar que Jehová se había ocupado de él: su ropa no estaba gastada, su pie no estaba hinchado, sacó agua de la roca y le dio maná por su propio bien (véase Deut. 8). Podrá recordar que Jehová le había ayudado a tomar posesión de una tierra que fluía leche y miel, y que lo había liberado muchas veces de sus enemigos enviados para su disciplina a causa de su infidelidad.

Cuando Jehová lo llevaba al desierto, Jeremías, viendo Jerusalén en ruinas, parecía perder toda esperanza (Lam. 3:18). Pero fue en ese mismo momento cuando pudo decir: «Esto recapacitaré en mi corazón, por lo tanto esperaré. Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias. Nuevas son cada mañana; grande es tu fidelidad» (Lam. 3:21-23).

En este tiempo actual de pausa por razones sanitarias, estamos como en el desierto. El Señor no permite que nos reunamos para recordarle; no podemos dar testimonio público en su mesa de su obra en la cruz. Pero, gracias a Dios, siempre podemos recordarlo en nuestros corazones, individualmente. También podemos mirar hacia atrás y recordar: «¡Lo qué ha hecho Dios!» (Núm. 23:23). ¿A qué precio nos ha comprado del poder de Satanás? ¡Qué precio tiene para él la Asamblea, de la que formamos parte como miembros del Cuerpo de Cristo! ¡Cuántas veces nos ha liberado en nuestros circunstancias individuales y colectivas, a pesar de nuestra infidelidad! ¿No podemos decir: «Nunca decayeron sus misericordias»?

Cuando despierta nuestro amor por él, nuestras conciencias solo pueden despertarse también. ¿Hemos guardado lo que nos ha confiado? ¿No hemos de considerar seriamente nuestras conductas? (Véase Hageo 1:7).

 

«Y le daré sus viñas desde allí»

Observemos que se dice «desde allí», no «allí». El desierto no es una meta en sí mismo, es solo una etapa. Dios no nos ha llamado para que nos quedemos allí. Pero cuando es necesario, él nos hace pasar por esta fase para llevarnos a recobrarnos con el fin de gozar de sus promesas divinas.

Sabemos que el fruto de la vid es para el gozo de Dios y el nuestro, como indica la parábola de Jotam en Jueces 9: «La vid les respondió: ¿He de dejar mi mosto, que alegra a Dios y a los hombres?» (v. 13). Por lo tanto, podemos decir que Dios se va a servir de esta estancia en el desierto para hacernos producir un fruto que será para su alegría y nuestra bendición.

En la parábola del dueño de la viña (Lucas 20:9-16), vemos que el dueño confió su viña a los viñadores para que trabajasen en ella y produjesen fruto para el dueño. Estos habiendo rehusado darle su fruto, el dueño dio la viña a otros. Conocemos bien la aplicación de esto sobre su pueblo Israel, pero podemos extenderlo y decir que, de forma general, si Dios nos confía algo y no respondemos a lo que espera de nosotros en este asunto, puede quitárnoslo y confiarlo a otros.

En Juan 15, se dice que el pámpano que no da fruto es quitado (v. 2a). Esto es algo solemne. ¡Que no lleguemos a eso! No se trata de que se le quite la vida, no puede ser. Se trata, por ejemplo, de un creyente que se ha alejado al mundo y cuya vida es estéril para Dios: es apartado como testigo.

Se dice entonces que toda rama que da fruto, él la limpia para que dé más fruto (v. 2b). Cada creyente pasa por este cuidado del Viñador divino. Cuando nos lleva al desierto, es parte de este cuidado. Que no nos resistamos a ir al desierto, sino que seamos ejercitados por la disciplina para que dé su fruto, el «fruto apacible de justicia» (Hebr. 12:11), fruto que es para el gozo del Padre y para nuestra bendición.

 

«Le daré sus viñas desde allí, y el valle de Acor por puerta de esperanza»

Para entender esta expresión, debemos ir a Josué 7 donde se menciona por primera vez este valle de Acor. Leemos en este capítulo: «Josué dijo: ¿Por qué nos has turbado? El Señor te turbará hoy. Y todo Israel los apedreó… y el Señor se volvió del furor de su ira. Por eso se ha llamado aquel lugar el valle de Acor hasta el día de hoy» (v. 25-26, LBLA).

Resumamos lo que ocurrió para llegar a esta situación.

Fortalecidos por su victoria en Jericó, y aconsejados por los espías enviados por Josué, solo una parte del pueblo subió para tomar Hai. Entonces hubo una derrota humillante (Jos. 7:1-5). Sin entender lo que les ocurría, Josué y los líderes del pueblo, desamparados, se presentan humillados ante Jehová. Jehová les revela entonces la razón de esta derrota: no les había ayudado a causa de la presencia de un mal en medio de ellos (v. 11-12), y no volvería a estar con ellos hasta que lo quitaran (v. 13).

Jehová les dice entonces cómo el mal debe ser eliminado de entre ellos (v. 14-15). Josué obedece; Acán, que cometió iniquidad, es descubierto y luego es quitado de Israel por todo el pueblo. Este lugar es llamado: valle de Acor (valle de turbación). Jehová, una vez eliminado el mal, puede estar con su pueblo de nuevo, el cual puede continuar la toma de posesión del país.

Aprendemos de estos pasajes que cuando hay un mal en el pueblo de Dios, aunque esté escondido de todo el pueblo, Dios lo ve: «Muy limpio eres de ojos para ver el mal» (Hab. 1:13). Todos están contaminados por este mal –«Israel ha pecado» (v. 11). Todos tienen la responsabilidad de eliminarlo cuando está puesto a la luz, aunque no sean culpables de ello: «Todo Israel los apedreó…» (v. 25). Es una condición imperativa para que Dios pueda continuar yendo con su pueblo (v. 26).

Sin embargo, observemos que una amputación es un fin que nunca debería existir si nos juzgamos a nosotros mismos, si el cuidado pastoral se ejerciera fielmente y si nos cuidamos los unos a los otros. Cuando Dios nos lleva al desierto, no debemos empezar por buscar un culpable entre nosotros, sino que primero debemos estar en duelo (1 Cor. 5:2) y juzgarnos a nosotros mismos. Solo entonces podemos ser llevados a discernir qué es lo que está mal en su Casa (Sal. 93:5) y qué tenemos que quitar de entre nosotros. El mal que hay que eliminar puede tomar variadas formas.

Así, en Oseas 2, el valle de Acor se presenta como una puerta de esperanza. Una vez llegado al desierto, y teniendo los afectos calentados por Jehová, el pueblo debía ser llevado a discernir el mal que había en medio de ellos, a juzgarlo y a eliminarlo. Esto era imperativo para esperar que Dios siguiera estando con ellos.

«Como el que os llamó es santo, sed santos vosotros también en toda vuestra conducta; porque está escrito: «Sed santos, porque yo soy santo» (1 Pe. 1:15-16).

 

«Y allí cantará como en los tiempos de su juventud, y como en el día de su subida de la tierra de Egipto»

Tengan en cuenta que ya no dice «desde allí», sino «allí». Desde que el trabajo de restauración se realiza, se restablece la comunión con Dios, se libera el corazón y se puede expresar la alegría y la gratitud que a él debemos, aunque todavía estemos «en el desierto».

¡Cuánto desea el Señor nuestro «primer amor» para él! (Apoc. 2:4), como en el día en que nos redimió. «Me he acordado de ti, de la fidelidad de tu juventud, del amor de tu desposorio, cuando andabas en pos de mí en el desierto…» (Jer. 2:2-3)

Cuando somos llevados al desierto, que el Señor nos conceda aprovechar estos pasajes dados para nuestro estímulo.


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