Al ver la estrella, se regocijaron con muy grande gozo. Y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra.
Estos sabios solo podían ser guiados por la clara intervención de Dios. Ahora bien, él pudo haberlos guiado directamente a la casa donde estaba María con su Hijo, pero decidió enviarlos primeramente al palacio real en Jerusalén. Los sabios debían dar testimonio al rey Herodes del nacimiento del verdadero Rey de Israel. Esto podría haber sido una gran oportunidad para que Herodes le diera la bienvenida, pero el orgullo egoísta de Herodes impidió tales pensamientos.
Al llegar a la casa, leemos que los sabios vieron al Niño con su madre –no a la madre con el Niño. Su fe y adoración se centraron en el Niño, no en María. Este Niño no solo despertó su interés, sino que también suscitó en ellos una adoración espontánea. Ciertamente era más que un Rey: era Dios manifestado en carne (véase 1 Ti. 3:16).
Cuando los sabios abrieron sus tesoros, ellos no tenían regalos para María, pero sí tenían tres extraordinarios regalos para el Niño:
El oro nos habla de la gloria de su divinidad.
El incienso simboliza la incorruptible pureza y fragancia de su humanidad, una humanidad única en su perfección e infinitamente superior a todas las demás.
La mirra, aunque de sabor amargo, tiene un olor fragante, por lo que nos recuerda la amarga agonía y el dolor que este humilde Rey estaba destinado a soportar en su muerte redentora en la cruz del Calvario. “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto” (Is. 53:3). Sin embargo, ¡cuán agradables y fragantes son los resultados de esa asombrosa muerte sacrificial! Dios ha sido glorificado a través de ella, innumerables pecadores han sido redimidos debido a su gran valor, y la eternidad estará llena de alabanzas al Redentor.
L. M. Grant
