Bienaventurado es aquel que no halle tropiezo en mí.
Juan seguramente habrá sentido el impacto de esto. Tenía por objeto dirigirse directamente a lo más profundo de su corazón. Este querido siervo había dicho respecto de Jesús: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (Jn. 3:30), y ahora era llamado a ponerlo en práctica de forma plena, no solo en cuanto a su ministerio sino también a su persona. Tuvo que aprender a estar contento de acabar su carrera ejecutado por la espada de un verdugo, después de pasar sus últimos días en la oscuridad de un calabozo. ¡Qué misterioso! ¡Qué profunda lección! ¡Qué difícil de comprender para la carne! Había una apremiante necesidad de que Juan, en ese momento, oyese esas palabras que antes habían sido pronunciadas a Pedro: “Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después” (Jn. 13:7).
¡Qué significado profundo tienen estas palabras ahora y después! ¡Cuánto necesitamos recordarlas! A menudo sucede con nosotros que el ahora está rodeado de una densa e impenetrable oscuridad. Espesas nubes se ciernen sobre nuestra senda. Los caminos por los que nos conduce la mano de nuestro Padre son totalmente inexplicables para nosotros. La mente se aturde. Hay determinadas circunstancias en nuestra vida que no somos capaces de explicar. Estamos demasiado absortos con el ahora, y nuestras mentes están llenas de oscuros e incrédulos razonamientos, hasta que estas preciosas palabras, con un silbo apacible y delicado, llegan al oído: “Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después”.
Entonces, los razonamientos hallan respuesta, la tempestad es apaciguada, el oscuro y deprimente ahora es iluminado con los rayos de un brillante y glorioso después, y el corazón sumiso, con acentos de santo e inteligente consentimiento, exclama: Como tú quieras, Señor. ¡Quiera el Señor que este sentir se refleje más en nosotros! Puede que no seamos llamados, como Juan el Bautista, a las cadenas; pero cada uno tiene su ahora que debe ser interpretado a la luz del después. “Las cosas que se ven” y que son “temporales”, deben considerarse a la luz de las cosas “que no se ven” y que “son eternas” (2 Co. 4:18).
C. H. Mackintosh