Fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros.
La muerte y resurrección de Cristo son fundamentales para la relación entre Dios y el hombre caído. Las Sagradas Escrituras están llenas de figuras, profecías y sombras que apuntan hacia Aquel que está por venir. Desde antes de la fundación del mundo, Dios ya había preparado a su Cordero. Cuando el primer hombre, Adán, pecó y no cumplió con su responsabilidad hacia Dios, esto no hizo más que abrir la oportunidad para que Dios enviara a este mundo al Segundo Hombre, el Hombre de su beneplácito, el Señor del cielo.
Juan el Bautista exclamó: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1:29). Esta fue la provisión maravillosa de Dios, ya que nosotros no teníamos ningún cordero que ofrecer. El amor de Dios suplió lo que la santidad de Dios requería al enviar a su Hijo. Esta provisión es maravillosa para los pecadores arruinados que ahora han sido reconciliados con Dios. En Efesios 1:6-7 encontramos palabras preciosas que dicen: “Nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia”. Aquel que llevó nuestros pecados en la cruz ahora está sentado a la diestra del trono de Dios, lo cual demuestra la plena y bendita satisfacción de Dios en la obra que él consumó para quitar el pecado.
La justicia de Dios requiere que todos los redimidos sean glorificados con Cristo, donde él está. Estaremos con él y seremos como él, el fruto de su gracia y la plena y eterna satisfacción de Dios. “Al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén” (Jud. 25).
Jacob Redekop