No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
Jesús no era de este mundo; él era el Santo de Dios (Jn. 6:69 NBLA). No necesitaba resguardar su santidad evitando el contacto con el mundo. De hecho, todo lo contrario: él compartía con las multitudes bulliciosas, y su santidad permanecía intacta y sin mancha. Nunca mostró desdén hacia los placeres inocentes de los hombres, y cada una de sus miradas, palabras y acciones expresaban: “Yo soy de arriba” (Jn. 8:23).
Sin embargo, el hecho de que nunca desafiara innecesariamente las malas influencias del mundo es un ejemplo para nosotros. Era consciente del poder seductor que el mundo podía ejercer sobre los suyos, atrayéndolos a la tentación de pensar en lo terrenal (Fil. 3:19) y a satisfacer su sed en arroyos contaminados.
El Señor Jesús nos mostró cómo vivir en el mundo sin ser del mundo. Nos enseñó que abandonar el mundo sería faltar a nuestras obligaciones, como un empleado que deja su trabajo o un soldado que huye del campo de batalla. Nuestra vida en el mundo sirve de ejemplo para quienes nos rodean, y cuando morimos, aquellos que nos conocieron notan nuestra ausencia y valoran nuestro ejemplo. Cuando se trata de nuestras preocupaciones, deberes, responsabilidades, trabajos y placeres, recordemos que el mundo pasa (1 Jn. 2:17). Mantengámonos en guardia contra todo lo que tienda a debilitarnos espiritualmente, que nos impida pensar seriamente, que disminuya el estándar del deber cristiano o nos tiente a conformarnos con hábitos, gustos y principios mundanos.
Debemos llenar nuestros corazones con el amor de Dios. Este es el mejor remedio contra las tentaciones del mundo. Esforcémonos por apreciar la grandeza de nuestra nueva naturaleza y nuestra herencia. ¿Por qué anhelar honor y glorias efímeras? ¿Por qué preocuparnos por agradar a un mundo que rechaza al Señor? Vivamos por encima de nuestras preocupaciones y ansiedades tan dañinas. ¡No somos del mundo!
J. R. MacDuff