Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos. Un día emite palabra a otro día, y una noche a otra noche declara sabiduría. No hay lenguaje, ni palabras, ni es oída su voz.
Dios… hizo el mundo y todas las cosas que en él hay.
A pesar de la devastación y la contaminación que el pecado ha traído al mundo, este aún conserva las maravillosas huellas de su Creador. Los bosques, las majestuosas montañas y las olas rompientes son solo unas pocas de las maravillas de la tierra que nosotros, como cristianos, podemos y debemos apreciar. Estas maravillas proclaman la gloria de nuestro Dios y demuestran la obra de sus manos, revelando incluso su eterno poder y deidad (véase Ro. 1:20).
Imagine vivir sin prestar atención a los lirios del campo, la grácil libertad de una gaviota o la belleza de la nieve al caer. Los cristianos que dedican tiempo a apreciar las bellezas de la creación experimentarán renovación y gozo interior, y lo que es aún más importante, crecerán en su apreciación hacia su Padre como el Dios de la creación. Sin embargo, el mundo físico no le pertenece a las personas, sean cristianas o no. No debemos malgastar sus recursos de forma egoísta e irresponsable.
Reconocemos que el estado actual del mundo es temporal, por lo que debemos enfocarnos en acumular tesoros en el cielo y no en la tierra (véase Mt. 6:19-20); y “nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar” (1 Ti. 6:7). Como creyentes en el Dios vivo, “que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos” (1 Ti. 6:17), no necesitamos depender de las riquezas inciertas. Podemos agradecer los bienes materiales como regalos de Dios, administrarlos como sus mayordomos y considerarlos como transitorios. Al usar lo que tenemos para el beneficio de otros y para promover el reino de Dios, encontraremos ganancia eterna y satisfacción presente.
Grant W. Steidl