Los que pasaban le injuriaban, meneando la cabeza, y diciendo: Tú que derribas el templo, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz. De esta manera también los principales sacerdotes, escarneciéndole con los escribas y los fariseos y los ancianos, decían: A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar; si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él. Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere; porque ha dicho: Soy Hijo de Dios.
En la cruz vemos una de las mayores manifestaciones del poder de Dios.
Dios es fuego consumidor. En Nahum 1:2 es descrito de la siguiente forma: “Jehová es Dios celoso y vengador; Jehová es vengador y lleno de indignación; se venga de sus adversarios, y guarda enojo para sus enemigos”. Sin embargo, guardó silencio en la cruz; no castigó repentinamente a los que se burlaban de él. Ellos desafiaron a Dios con sus palabras. No solamente lo ofendieron, sino que también blasfemaron y trataron con extrema crueldad al Señor Jesús, de quien había dicho el Padre: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mt. 3:17).
¿No es asombroso cómo Dios Padre, a pesar de ser un Dios celoso y un fuego consumidor, no intervino inmediatamente para destruir a aquellos impíos? A través de este acto, vemos la omnipotencia de Dios y su amor incluso hacia sus enemigos. “Porque de tal manera amó Dios al mundo” y él no quiere la “muerte del impío” (Jn. 3:16; Ez. 33:11). Él “quiere que todos los hombres sean salvos” (1 Ti. 2:4) y por ello entregó a su Hijo para otorgar reconciliación y perdón.
Si Dios hubiera actuado, si hubiera salvado al Señor de la cruz, y si el Señor hubiera descendido de la cruz, todos estaríamos condenados. Pero por su gran poder, Dios nos ha salvado.
Albert Blok