Había entonces en la iglesia que estaba en Antioquía, profetas y maestros: Bernabé, Simón el que se llamaba Niger, Lucio de Cirene, Manaén el que se había criado junto con Herodes el tetrarca, y Saulo. Ministrando estos al Señor, y ayunando, dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado.
El Señor Jesús, como Cabeza de la Iglesia, dotó a la iglesia en Antioquía de profetas y maestros piadosos, hombres de diversas nacionalidades y orígenes. Bernabé era levita; Níger, cuyo nombre significa ««negro»», posiblemente era un hombre de tez oscura; Lucio, un nombre romano, provenía de Cirene, en el norte de África; Manaén había sido criado en la corte de los infames Herodes, y Saulo había sido fariseo. Estos hombres ministraban al Señor, negándose a sí mismos, demostrando que ambas acciones van de la mano.
El Espíritu Santo intervino, aunque no está claro si se dirigió a ellos directamente o habló a través de ellos. No obstante, dejó en claro que había convocado a dos de ellos a una misión especial. No era que ellos estuvieran por empezar a servir al Señor, sino que se les estaba llamando a un nuevo servicio. Los hermanos, en respuesta, volvieron a ayunar y orar, y les impusieron las manos, simbolizando su identificación con aquellos que ahora dejarían Antioquía para servir en otros lugares, enviados por el Espíritu Santo. Qué maravilloso sería si hoy presenciáramos más manifestaciones de este tipo de actividad espiritual. Desafortunadamente, hoy en día, muchas iglesias se centran más en agrandar sus edificios y mejorar sus comodidades que en las urgentes necesidades en los campos misioneros.
Cuando Pablo y Bernabé regresaron de su arduo viaje misionero, lleno de aventuras, convocaron a la iglesia y contaron “cuán grandes cosas había hecho Dios con ellos, y cómo había abierto la puerta de la fe a los gentiles” (Hch. 14:27). Cada vez que Pablo regresaba de un viaje misionero, él volvía a esta iglesia.
Eugene P. Vedder, Jr.