He aquí que se levantó en el mar una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca; pero él dormía.
El Salvador, exhausto por su trabajo, cayó en un sueño profundo, una conmovedora evidencia de su humanidad. No mucho después, una repentina tormenta en el lago Genesaret golpeó la pequeña embarcación, causando consternación entre los discípulos, quienes aún no comprendían completamente quién era su Acompañante. Él era el mismo que siglos atrás “encerró con puertas el mar”, diciendo: “Hasta aquí llegarás, y no pasarás adelante, y ahí parará el orgullo de tus olas” (Job 38:8, 11).
Marcos, siempre atento a los detalles, narra cómo los discípulos despertaron a su Señor, diciendo: “¿No tienes cuidado que perecemos?” (Mr. 4:38). ¡Cuánto dolor debieron causar estas palabras al corazón del Salvador! Si tal hubiese sido el caso, entonces se habría quedado en la Majestad de las alturas y no habría descendido al pesebre de Belén, a la barca de Galilea y a la cruz del Calvario. Sin embargo, en su infinita bondad, no respondió con reproches a estas duras palabras, sino que preguntó: “¿Por qué teméis, hombres de poca fe?”.
Su voz bastó para calmar la tempestad. Como dijo el salmista proféticamente acerca de él: “Tú tienes dominio sobre la braveza del mar; cuando se levantan sus ondas, tú las sosiegas” (Sal. 89:9). Al encarnarse, él no renunció a ninguno de sus atributos divinos. Su omnipotencia y omnisciencia brillaron en él cada vez que la situación lo requería. Demonios, enfermedades, muerte, vientos y olas se desvanecían ante su palabra. Ninguna mente humana, por más enriquecida que esté por la enseñanza divina, puede desentrañar el misterio de la unión de las naturalezas divina y humana en su Persona.
Los discípulos se quedaron asombrados, preguntándose: “¿Qué hombre es este, que aun los vientos y el mar le obedecen?”. La respuesta es simple: él era Dios manifestado en carne, quien iba camino a la muerte para bendecir eternamente a aquellos que creen en él. Entonces y ahora, él posee el poder para disipar cualquier peligro que amenace a su pueblo. Solo necesitamos confiar en él.
W. W. Fereday