Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados.
Solo Dios puede ser descrito como el “Alto y Sublime, el que habita en la eternidad”. Esta afirmación debería llevar a todas las criaturas a rendirse con profunda humillación y verdadera adoración ante este Dios grandioso y eterno. Él habita en la eternidad. Nosotros, en cambio, somos efímeros y poseemos una capacidad tan limitada que nos resulta imposible comprender lo que implica la infinita majestuosidad de habitar en la eternidad.
Nuestro gran Dios reside en un lugar alto y santo, mucho más allá de nuestra comprensión humana, y está santificado y separado de todos los demás. Este hecho debería impactarnos profundamente, ya que nos hace conscientes de nuestra indignidad e incapacidad de estar en la presencia de alguien tan santo.
Es sorprendente que la descripción no se detenga ahí, sino que continúa diciendo que él también habita con aquellos de espíritu quebrantado y humilde. Esto debería conmovernos y avivar nuestro deseo de cumplir las condiciones para el maravilloso privilegio de tener al Dios eterno y glorioso habitando con nosotros. Este proceso comienza por reconocer que solo merecemos el juicio, lo cual es la esencia del espíritu humilde: ocupar un lugar opuesto al de la gloria infinita. Si comprendemos que el lugar de Dios es infinitamente alto, entonces nuestro lugar de humillación ha de estar en el extremo opuesto, aunque esto contradiga el orgullo natural del hombre.
Aquellos que han aprendido a cultivar un espíritu humilde y un corazón quebrantado encontrarán consuelo al saber que Dios está con ellos. Como nos lo recuerda el versículo de hoy: Dios está con nosotros “para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados”. ¡Qué maravillosa y valiosa vivificación! ¡Sublime gracia! “Vivifícame según tu palabra” (Sal. 119:25).
L. M. Grant