Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios.
Cada pecado es una afrenta o insulto a Dios, cuya naturaleza santa y sagrada exige la ejecución de un juicio justo. Ese juicio cayó sobre Cristo cuando “padeció una sola vez por los pecados”. Esa pequeña frase, una sola vez, es muy importante. Su sacrificio no necesita ser repetido; es perfecto y perdura para siempre. Él dijo: “Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese” (Jn. 17:4). Dios desató su juicio sobre el Cordero que él mismo se proveyó, su amado Hijo, y con gozo y satisfacción acepta su propia provisión. Al sufrir una sola vez por los pecados, Cristo satisfizo las santas demandas de Dios con respecto a todos los pecados cometidos. Esto es propiciación.
Cristo padeció también siendo “el Justo por los injustos”. En la cruz, él tomó nuestro lugar, los pecadores culpables e injustos, y soportó el justo castigo de Dios que nosotros merecíamos. Por su muerte en nuestro favor, él ahora “justifica al que es de la fe de Jesús” (Ro. 3:26). Esto es sustitución.
Entonces llega el punto más glorioso de este versículo: “Para llevarnos a Dios”. Somos llevados a Dios, a quien habíamos menospreciado y contra quien habíamos pecado. Había un gran abismo que no podíamos atravesar, pero hemos sido acercados a él por la preciosa sangre de Cristo. Ahora llamamos a Dios nuestro Padre porque se ha establecido una nueva y estrecha relación. En Romanos 3, la lejanía y la oscuridad de nuestra condición pecaminosa se describen contundentemente: “No hay justo, ni aun uno… No hay quien busque a Dios. Todos se desviaron… No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Ro. 3:11-12). Esa era nuestra penosa condición, y desde allí hemos sido llevados cerca del corazón de Dios. Esto es reconciliación.
Su obra es perfecta y completa, sin nada que añadir ni quitar.
Jacob Redekop