Entraré al altar de Dios, al Dios de mi alegría y de mi gozo; y te alabaré con arpa, oh Dios, Dios mío.
Antiguamente, el altar de Dios en la tierra estaba vinculado con el tabernáculo en el desierto y, más adelante, con el templo en Jerusalén, siendo este el centro de Jehová en Israel. Hoy en día, ese centro ya no está en la tierra, sino en Cristo, quien resucitó y se sentó a la diestra de Dios en los cielos. El epicentro de nuestra adoración se encuentra allá donde Cristo está. De hecho, Cristo es el altar, puesto que el altar era el lugar donde se realizaban de los sacrificios. En Hebreos 13:10, se nos dice que aquellos que están bajo la Ley no tienen acceso a Cristo: “Tenemos un altar, del cual no tienen derecho de comer los que sirven al tabernáculo”. El altar representa su Persona, quien es más importante que la ofrenda sobre el altar, así como su Persona en sí misma es más trascendente que el sacrificio que el realizó en el Calvario por nosotros y para la gloria de Dios.
Por lo tanto, nos acercamos a Jesús, no a un altar terrenal, sino al “Dios de mi alegría y de mi gozo”. El Señor Jesús es el Dios vivo y merece ser alabado con arpa. Esta arpa representa algo más que un simple instrumento musical, simboliza la totalidad de la adoración. Sus tonalidades graves y agudas se unen en una melodía de alabanza a Aquel que ha descendido desde la gloria, el lugar de la eterna majestad y la comunión perfecta con su Padre, hasta el punto más bajo de la humillación voluntaria, esto es, la muerte de cruz.
Las notas graves han dado paso a las notas agudas de su resurrección. Ha sido exaltado a la diestra de Dios, se le ha dado un nombre que es sobre todo nombre, y está destinado a gobernar el universo con justicia. Nos regocijamos al hacer eco de los sentimientos del salmista al afirmar que Jesucristo es verdaderamente Dios, nuestro más grande gozo. “Engrandeced a Jehová conmigo, y exaltemos a una su nombre” (Sal. 34:3).
L. M. Grant
