Traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse.
En este punto, quizás los fariseos y escribas aún no se sentían lo suficientemente perturbados por la parábola. Sin embargo, ahora iban a escuchar cosas que desafiarían aún más su escepticismo. Ellos tenían una visión espiritual similar a la de muchas personas hoy en dia, especialmente de aquellos que se consideran religiosos, ya sean cristianos o no. Piensan que siendo buenos y religiosos irán al cielo, mientras que aquellos que son malos y no religiosos irán al infierno. Sin embargo, esta mentalidad no comprende que todos somos pecadores y que no hay justo, ni aun uno (véase Ro. 3:10, 23); que Dios es amor y se manifiesta en su carácter de gracia; y que Dios ha provisto una solución para el asunto del pecado y ha satisfecho su justicia mediante la cruz de Cristo.
Esta forma de pensar tan común no solo subestima la profundidad del pecado humano y su condición de perdición, sino también pasa por alto la inmensidad del amor de Dios y su majestuosidad gloriosa. En la parábola, esta forma de pensar la vemos representada en el hijo mayor, quien aparece en escena al final de la historia.
Sin embargo, antes de llegar a esa parte de la historia, leemos que el padre tenía algo más reservado para su hijo rebelde. Él organiza una fiesta y dice: “Comamos y hagamos fiesta”. ¡Este es el reflejo de la sobreabundante gracia de Dios! Aquel que dijo: “Hagamos al hombre”, es el mismo que dice a su criatura caída: “Hagamos fiesta”. Qué contraste entre el alimento que Satanás ofrece, “las algarrobas que comían los cerdos”, y el festín que Dios nos da: “el becerro gordo”. En la historia no leemos que la fiesta haya terminado. A lo largo de los “siglos venideros” nos maravillaremos de las “abundantes riquezas de su gracia” (Ef. 2:7). La fiesta apenas ha comenzado.
Brian Reynolds
