Pasados algunos días, se secó el arroyo… Vino luego a él palabra de Jehová, diciendo: Levántate, vete a Sarepta de Sidón… he aquí yo he dado orden allí a una mujer viuda que te sustente.
Aunque Elías estuvo así en una feliz soledad junto al arroyo de Querit, no se vio privado de los profundos ejercicios de alma que acompañan una vida de fe. Es verdad que los cuervos, en obediencia al mandato divino, visitaron cada día al profeta, y el torrente de Querit seguía ininterrumpidamente su tranquilo curso, de modo que “se le daba su pan, y sus aguas eran seguras” (Is. 33:16); y así, al menos en lo que concernía a su persona, podía olvidar que la vara del juicio se extendía sobre el país.
Pero la fe debe ser puesta a prueba. El hijo de Dios debe pasar de una clase a otra en la escuela de Cristo, y cuando, por gracia, haya sorteado las dificultades de una, será necesariamente llamado a afrontar las de la otra. Era, pues, indispensable que el alma del profeta fuese probada a fin de que se manifestase si él confiaba en el arroyo de Querit o en Jehová Dios de Israel; por eso leemos que “pasados algunos días, se secó el arroyo” (1 R. 17:7).
Por la debilidad de la carne, siempre corremos el peligro de que nuestra fe se apoye en las circunstancias y dependa de ellas, de modo que, cuando estas nos son favorables, creemos que nuestra fe es fuerte, y viceversa. Pero la fe jamás contempla las circunstancias; ella pone su mirada directamente en Dios, tiene que ver exclusivamente con él y con sus promesas. Y así ocurrió con Elías; poco le importaba si Querit seguía corriendo o no, pues Dios era para él una fuente, una fuente inagotable que nunca falla. Ninguna sequía podía afectar a Dios. La fe de Elías debía descansar siempre sobre la misma base inmutable: “Yo he mandado”.
¡Qué bendición! Las circunstancias cambian, las cosas del hombre fracasan, las fuentes de las criaturas se secan, pero Dios y su Palabra son siempre los mismos, ayer, hoy y por los siglos.
C. H. Mackintosh