Al entrar en una aldea, le salieron al encuentro diez hombres leprosos, los cuales se pararon de lejos y alzaron la voz, diciendo: ¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros!… Entonces uno de ellos, viendo que había sido sanado, volvió… y este era samaritano.
Diez leprosos se cruzaron con el Salvador y le pidieron misericordia. Sorprendentemente, uno de ellos era samaritano. Bajo circunstancias normales, los otros nueve habrían rechazado la compañía del samaritano, dado que los judíos evitaban interactuar con los samaritanos. Sin embargo, todos se encontraban bajo la misma condición debido a la enfermedad de la lepra, la cual es una figura del pecado. El pecado es el gran nivelador de todos los hombres: altos y bajos, ricos y pobres, religiosos y ateos, todos se encuentran en la misma posición delante de Dios. La deuda es irrelevante si nadie puede pagarla, independientemente de si esta es pequeña o inmensa
Al escuchar el clamor de los leprosos, el Salvador les respondió: “Id, mostraos a los sacerdotes”. No extendió su mano para sanarlos instantáneamente, probablemente para poner a prueba la fe de ellos en su palabra. La respuesta de ellos fue inmediata: sin mejorar su condición, se dirigieron al templo y en el camino fueron limpiados. Esta historia nos enseña que la fe en la palabra divina, para nosotros las Escrituras, es esencial. Las bendiciones solo se encuentran en el camino de la fe: “Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Ro. 10:17).
Luego ocurrió algo excepcional. Cuando el grupo se dio cuenta de que habían sido sanados, el samaritano se separó del grupo, volvió a Jesús, cayó a sus pies y glorificó a Dios. Para él, los templos, los rituales y los sacerdotes no tenían importancia en comparación con el Hijo de Dios. Solo encontraba verdadera felicidad a los pies del Salvador. No existe nada más falto de espiritualidad que la mera religión ceremonial. Nada satisface y complace tanto al corazón como la persona del Hijo de Dios.
W. W. Fereday