El Señor Jesús tuvo que lidiar con la poca fe de sus discípulos, pero también resaltó a dos personas por su gran fe. Estas dos personas, un centurión romano y una mujer sirofenicia, no pertenecían al pueblo de Israel, sino a naciones gentiles. ¿Qué es una gran fe a los ojos de Dios? A menudo pensamos que necesitamos una fe grande para mover montañas, pero en realidad solo necesitamos una fe pequeña como la de un grano de mostaza (véase Mt. 17:19-20).
El centurión romano le expresó al Señor Jesús que no era necesario que entrara en su casa para sanar a su criado. Su fe se fundamentaba en un conocimiento genuino de la verdadera identidad del Señor: él sabía que se estaba dirigiendo al Mesías, su Señor y Dios. En una época y en un lugar donde esta verdad estaba ampliamente en disputa, demostrar y confesar la verdad acerca de la persona de Cristo requería una gran fe.
La mujer cananea siguió al Señor y clamó por su hija. El Señor le respondió, diciendo: “No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos” (Mt. 15:26). Es decir, no era correcto tomar las bendiciones de los hijos (los judíos) y dárselas a los perros (los gentiles). La mujer aceptó humildemente esta respuesta, respondiendo: “Sí, Señor” (v. 27). Ella reconoció su propia indignidad, pero entonces apeló a la misericordia del Señor, y dijo: “Pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amo”. Su gran fe se basaba en un verdadero conocimiento de su posición ante Dios y en la gracia y misericordia del Señor. Estas dos características son las que constituyen una gran fe: conocer la grandeza del Señor Jesús y tener una profunda convicción de nuestra propia indignidad, confiando en la gracia disponible para tal fe.
Michael Vogelsang