Jehová empobrece, y él enriquece; abate, y enaltece. Él levanta del polvo al pobre, y del muladar exalta al menesteroso, para hacerle sentarse con príncipes y heredar un sitio de honor. Porque de Jehová son las columnas de la tierra, y él afirmó sobre ellas el mundo. Él guarda los pies de sus santos, mas los impíos perecen en tinieblas; porque nadie será fuerte por su propia fuerza.
Ana inicia su oración alabando la gloria de Dios, reconociendo que él es santo, todopoderoso, eterno y un Dios de conocimiento. Luego magnifica la gracia soberana de Dios al bendecir a los débiles, necesitados, infructuosos, hambrientos y estériles, mientras pasa por alto a los sabios, poderosos y nobles. Dios ha escogido a los viles y despreciados del mundo para que nadie se gloríe en su presencia (véase 1 Co. 1:26-29).
Dios tiene una manera única de tratarnos para que seamos conscientes de nuestra necesidad. Nos acerca a la tumba para que podamos experimentar nuestra completa debilidad y ser revividos. Nos despoja de todo en lo que confiamos, empobreciéndonos para enriquecernos. Nos humilla para elevarnos.
Después de mostrarnos lo insignificantes que somos, Dios nos revela su plenitud y el propósito de su corazón. No solo suple nuestras necesidades, sino que también transforma nuestra condición y posición: el pobre se convierte en príncipe. Pasamos de la tierra y la miseria al trono de la gloria. En todos estos tratos maravillosos, Dios actúa como Aquel que es soberano. Él puede colocar al alma pobre y necesitada entre príncipes en el trono de gloria (véase 2 Co. 8:9; Ef. 1:3).
Además de todo esto, Dios no solo ha reservado una herencia gloriosa para su pueblo, sino que también los preserva con su poder para esa herencia (véase 1 P. 1:4-5). ¡Bendito sea su nombre!
William S. Ibrahim