Ana, profetisa, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad muy avanzada, pues había vivido con su marido siete años desde su virginidad, y era viuda hacía ochenta y cuatro años; y no se apartaba del templo, sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones. Esta, presentándose en la misma hora, daba gracias a Dios, y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén.
Cuarenta días después del nacimiento de Jesús, José y María lo llevaron al templo para presentarlo a Dios. En la Ley, Dios había ordenado que todo primogénito varón debía ser presentado ante él (véase Éx. 13), y también que toda mujer debía purificarse cuarenta días después de dar a luz (véase Lv. 12), quien también debía presentar una ofrenda para su purificación. El sacrificio de José y María da testimonio de su pobreza (v. 24; comp. Lv. 12:8).
Mientras celebraban la ceremonia, llegó una anciana llamada Ana, quien era viuda y profetisa. Había estado casada por siete años y luego enviudó, y desde entonces, durante ochenta y cuatro años, vivió siendo viuda. Al ver al Niño, esta piadosa profetisa dio gracias a Dios y luego procedió a hablar del Niño “a todos los que esperaban la redención en Jerusalén”. Esto debería tocar nuestros corazones profundamente. Al ser profetisa, Ana era una mujer a través de la cual Dios se comunicaba con su pueblo. Permanecía en el templo y en sus alrededores, y conocía a todos los que esperaban redención en Jerusalén.
¿Qué tan cerca estamos del Señor? ¿Conocemos bien a todos los creyentes en nuestro entorno? ¿Hablamos con ellos acerca de Aquel a quien Dios prometió y luego envió para ser nuestro Salvador? ¿Es tan precioso para nosotros que nos sentimos impulsados a compartirlo con los demás?
Ana era una de las personas a las que Malaquías se refería cuando escribió acerca de los que temían a Jehová y que hablaron entre sí, a quienes Jehová escuchó y cuyos nombres y palabras quedaron registrados en su libro de memoria (Mal. 3:16-17). Aquellos que son como Ana meditan en su Nombre y son un tesoro especial a los ojos del Señor.
Eugene P. Vedder, Jr.