Destruiréis enteramente todos los lugares donde las naciones que vosotros heredaréis sirvieron a sus dioses, sobre los montes altos, y sobre los collados, y debajo de todo árbol frondoso. Derribaréis sus altares, y quebraréis sus estatuas, y sus imágenes de Asera consumiréis con fuego; y destruiréis las esculturas de sus dioses, y raeréis su nombre de aquel lugar. No haréis así a Jehová vuestro Dios, sino que el lugar que Jehová vuestro Dios escogiere de entre todas vuestras tribus, para poner allí su nombre para su habitación, ese buscaréis, y allá iréis.
Cuando los israelitas entraron en la tierra prometida, Jehová les ordenó destruir por completo los lugares de culto idolátrico erigidos por las naciones cananeas. Este mandato era tan riguroso que no se permitía dejar nada intacto, ni siquiera los nombres de esos dioses debían perdurar.
En contraste, en cuanto al servicio a Jehová, la instrucción era completamente diferente. Se les animaba a buscar activamente el lugar que Dios escogería para poner su nombre e ir allí a presentarle lo que le correspondía.
Este mandato práctico nos recuerda que al aceptar a Jesucristo como Señor, experimentamos una transformación radical: nos convertimos de los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero (véase 1 Ts. 1:9). Se nos exhorta a desechar las obras de las tinieblas y a vivir de manera sobria, justa y piadosa, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos (véase Ro. 13:12; 1 P. 1:18; Tit. 2:12-13). No debe quedar nada de nuestro antiguo estilo de vida pecaminoso en nuestras vidas. ¡Ni siquiera se deben mencionar esas cosas entre nosotros!
Además, se nos insta a buscar el lugar donde el Señor ha puesto su nombre. ¿Lo hemos encontrado? ¿Lo buscamos sinceramente? Nuestro Señor Jesús nos prometió: “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt. 18:20). Debemos dirigirnos a donde él está y presentarle nuestra adoración.
Alexandre Leclerc