Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos.
La esperanza es el anhelo de algo positivo y la expectativa de recibirlo. Jesucristo es la única fuente genuina de esperanza, ya que conoce lo que es mejor para nosotros y tiene el poder y la soberanía para asegurar su cumplimiento. A diferencia de otras fuentes de esperanza que dependen de circunstancias fuera de nuestro control, Jesucristo es una roca firme. A menudo, nuestras expectativas se limitan a la vida terrenal, pero Cristo nos ofrece una “esperanza viva” de una “herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible” (v. 4). Aunque nuestros deseos diarios pueden desvanecerse, nuestro hogar celestial es nuestra máxima seguridad y nuestra fortaleza en medio de las dificultades de la vida.
En momentos de dolor, la perspectiva del cielo puede parecernos distante y no vislumbramos alivio. En tales situaciones, la esperanza puede ser un medio para superar la prueba, pues nos anticipa un cambio positivo en las circunstancias.
Quizás nos preguntamos: ¿Qué está haciendo el Señor cuando nuestra situación no mejora? Pedro nos dice que él está refinando nuestra fe. Este proceso resultará en alabanza y gloria cuando el Señor Jesús regrese (vv. 6-7). Este proceso de fortalecimiento es tan valioso como el oro, incluso más valioso que el alivio inmediato de nuestras aflicciones. ¡Qué paradoja! Las dificultades que podrían hacer que nuestra esperanza se tambalee se convierten en herramientas que Dios utiliza para fortalecer nuestra fe y esperanza. Cristo nos ofrece esperanza no solo para la eternidad, sino también para esta vida. En medio de las pruebas, podemos confiar en que Dios está obrando algo aún más grandioso en nosotros.
Cuando finalmente lleguemos a nuestro hogar eterno, entenderemos el valor incalculable de la fe que él cultivó en nosotros al mantener nuestra esperanza puesta en él.
Tim Hadley, Sr.
