Os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero.
Toda nuestra vida, desde el momento de la conversión hasta el final de nuestra carrera terrenal, debiera estar caracterizada por un espíritu de servicio, diligente e inteligente. Este es nuestro gran privilegio, por no decir nuestra santa obligación. No importa cuál sea nuestra esfera de acción, línea de vida o profesión; desde que nos hemos convertido, tenemos que hacer una cosa: servir a Dios.
Jamás debemos perder de vista que hemos sido convertidos para servir a Dios. El resultado de la vida que poseemos debe tomar siempre la forma de servicio al Dios vivo y verdadero. En nuestra vida como inconversos, dábamos culto a los ídolos y servíamos a diversos placeres y malos deseos; ahora, por el contrario, adoramos a Dios en espíritu (véase Jn. 4:24), y somos llamados a servirlo con todas nuestras facultades.
Todo lo que en este mundo no pueda hacerse como para Cristo, no debería hacerse. Esto simplifica considerablemente la cuestión. Es nuestro privilegio hacerlo todo en el nombre del Señor Jesús y para la gloria de Dios. A veces oímos hablar de un oficio «secular», en contraste con lo que es «sagrado». Ponemos en duda la exactitud de tal distinción. Pablo hacía tiendas (véase Hch. 18:3) y plantaba iglesias (véase 1 Co. 3:6); pero en ambas cosas servía al Señor Jesucristo. Todo lo que un cristiano hace debe ser sagrado, porque se hace como servicio a Dios. Tener esto en cuenta nos permitirá conectar los deberes más simples de la vida diaria con el Señor mismo, e introducirlo a él en ellas. De este modo, en lugar de considerar las obligaciones de nuestro oficio como un obstáculo para nuestra comunión con Dios, las convertiríamos en una ocasión para acudir a él en busca de sabiduría y gracia, para desempeñarlas correctamente, a fin de que su santo nombre sea glorificado en los detalles más minuciosos de la vida diaria.
C. H. Mackintosh