De repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos.
En el capítulo 2 del libro de los Hechos, el Espíritu Santo, como un viento recio, entró en la casa donde los discípulos estaban reunidos. Entonces “lenguas repartidas, como de fuego” se asentaron “sobre cada uno de ellos”. Es el propio Señor Jesús quien estaba tomando posesión de esta casa, la cual, en este pasaje, se convierte en una figura de la Iglesia: una casa viva, formada y fortalecida por el Espíritu Santo.
Cuando el Espíritu Santo entró en esta casa, inmediatamente comenzó a hablar “las maravillas de Dios” (v. 11) a través de los instrumentos que él había acabado de llenar. Su mensaje no trata acerca de lo que el hombre debe hacer, sino de lo que Dios ya había hecho a favor del hombre. Las “maravillas de Dios” eran acerca del ministerio, la muerte, la resurrección y la gloria del Salvador del mundo. La gracia de Dios fue la que hizo a estos hombres, “llenos del Espíritu Santo”, proclamar estas maravillas a los pecadores. Esta obra la comenzó el «Señor del templo», ascendido en la gloria. El Espíritu Santo anunciaba lo que el Dios Salvador ya había realizado; ¡cosas magníficas que suscitan nuestra alabanza y adoración!
Algunos de nosotros tendemos a mantener al Señor ante nosotros como un Extranjero Celestial que ha sido rechazado y expulsado de la escena terrenal. Ciertamente esto es así. De hecho, es saludable que nuestras almas tengan esta percepción de las cosas. Sin embargo, si este pensamiento se convierte en algo exclusivo o predominante, puede llevarnos al legalismo, la esclavitud y el temor. En lugar de eso, nuestras almas deben tener la disposición o tendencia a conocer a Cristo en la gracia que ejerce hacia nosotros; en el amor que nos ha declarado tener; en la seguridad eterna que su sangre confiere a nuestra condición; y en la seguridad eterna y gloriosa que ha preparado para nosotros.
J. G. Bellett