Entonces Jesús, cansado del camino, se sentó así junto al pozo.
(Juan 4:6)
Cansado, hambriento y sediento, Jesús se sentó junto al pozo. Aquel cuyo poder mantiene a los planetas en constante movimiento, y cuya generosidad satisface las necesidades de todos los seres vivientes, se sentó cansado junto al pozo a esperar a solas. En eso estaba cuando se acercó al pozo una mujer pecadora, sola, cansada, hambrienta y sedienta, aunque en un sentido espiritual. Él sabía que la voluntad del Padre era que se encontrara con ella y la bendijera.
Jesús estaba solo junto al pozo. Sabía que el encuentro con una mujer samaritana podía escandalizar a sus discípulos, así que los envío previamente a comprar comida, evitando así que su presencia inoportuna se interpusiera en este encuentro sagrado. ¡Cuánta gracia y consideración!
El Señor Jesús tuvo que revelarse como el Cristo que había venido al mundo para encontrar, en ese preciso momento, a aquella mujer pecadora. Él era el Señor de gloria, infinito en santidad; su habitación eterna era el seno del Padre (véase Jn. 1:18) y, sin embargo, vino y habitó entre nosotros para acercarnos a Dios, a nosotros que estábamos tan lejos de él. El mundo al que vino estaba lleno de inmoralidad y ofensiva arrogancia, y él lo vio todo, lo supo todo, lo sintió todo conforme a la santa sensibilidad que era inherente a su naturaleza. Al venir, él cambió las circunstancias de este mundo, pero no su naturaleza. Cuando se trasladaba entre el ruido y el tumulto de aquellas sucias calles de oriente, él seguía siendo tan santo como cuando estaba sentado en el trono de gloria y creaba el universo; y, debido a esa santidad inmutable, él fue el Varón de dolores en un mundo de pecado. Es imposible que podamos comprender o ilustrar lo que significó para él venir de la luz inmaculada a un mundo pecador. El amor divino lo motivó a hacerlo, un amor que va más allá de los pensamientos y las palabras humanas. Cristo vino “para dar su vida en rescate por muchos” (Mt. 20:28). Todo eso no exige simple admiración, sino la adoración en espíritu y en verdad, la cual solo puede ser ofrecida por almas rescatadas al Dios de toda gracia.
J. T. Mawson