Ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.
El primer día de la semana, muy temprano, María Magdalena fue al sepulcro donde Jesús había sido sepultado durante la tarde del viernes. Otras mujeres la acompañaron, compraron especias cuando pasó el sábado y llegaron al sepulcro a primera hora de la mañana siguiente (Mr. 16:1-2). ¡Qué sorpresa se llevaron cuando vieron que la piedra había sido removida! María corrió hacia Pedro y Juan para decirles: “Se han llevado del sepulcro al Señor” (v. 2). Ambos discípulos corrieron al sepulcro (aunque Juan corrió más aprisa), pero luego volvieron a casa. María, sin embargo, se quedó allí para averiguar dónde podrían haber puesto al Señor, pues aún no había comprendido que había resucitado. Sin embargo, esa madrugada iba a ser la primera mujer, y el primer ser humano, en ver al Señor resucitado.
Antes de este encuentro, María había estado hablando con los ángeles acerca de Jesús y se refirió a él como “mi Señor” (v. 13). Una semana antes, María de Betania había ungido al Señor con gran devoción y comprensión espiritual, anticipándose así a su sepultura (Mt. 26:12). Pero ahora era María Magdalena quien se acercaba a presentar las especias que había comprado para honrar a su Señor sepultado. Qué grande fue su asombro al encontrarse con él como su Señor resucitado, a quien le dice: “¡Raboni!” (v. 16). Puede que no haya mostrado la misma comprensión que la otra María, pero su perseverancia y su amor fueron grandemente recompensados.
Hoy, Cristo en el cielo nos da a conocer el nombre del Padre, tal como se lo dijo a María. “Anunciaré a mis hermanos tu nombre, en medio de la congregación te alabaré” (He. 2:12). Nuestro Señor resucitado y exaltado en el cielo es quien dirige la alabanza. Antes de ascender, él quiso revelarnos que ahora podemos conocer a Dios como Padre. La expresión “mis hermanos” indica una relación antes desconocida. Pero sigue existiendo una distinción entre él y nosotros: “Subo a mi Padre y a vuestro (no nuestro) Padre”. Aunque nos haya asociado íntimamente con él, él sigue siendo el unigénito del Padre.
Alfred E. Bouter