El Señor Está Cerca

Día del Señor
6
Octubre

Y escribió en las tablas conforme a la primera escritura, los diez mandamientos que Jehová os había hablado en el monte de en medio del fuego, el día de la asamblea; y me las dio Jehová. Y volví y descendí del monte, y puse las tablas en el arca que había hecho; y allí están, como Jehová me mandó.

(Deuteronomio 10:4-5)

Cristo: fuente de gracia y misericordia

La primera vez que la Ley fue dada desde el monte, trajo un juicio inmediato al campamento de Israel. El pecado fue juzgado, se hicieron intercesiones y la gracia se manifestó. Pero ¿por qué fue posible que la gracia se manifestara?

La forma en que se describe los hechos en Deuteronomio 10:1-11 es muy especial e instructiva. En esta ocasión, la Ley no fue introducida por segunda vez en el campamento, sino que fue guardada dentro de un arca hecha de madera de acacia. Es interesante notar que no se menciona el oro que cubría el arca, sino únicamente la madera con la que fue construida. Esto representa la humanidad perfecta de Aquel del cual leemos: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón” (Sal. 40:8). Dios ya veía a su Hijo amado descendiendo a esta tierra en perfecta humanidad, haciendo siempre lo que le agradaba (véase Jn. 8:29). Vio cómo su Siervo, su escogido en quien su alma se complacía, magnificaría su Ley, haciéndola honorable al cumplirla (véase Is. 42:1, 21). Vio anticipadamente la perfecta obra de su Hijo siendo consumada.

Las tablas de la Ley estaban dentro del arca de madera, tal como Jehová se lo había ordenado a Moisés. Para que la gracia y la misericordia se manifestaran, estas debían estar allí y no en otro lugar. El pecado del hombre debe confrontarse con la santidad y la justicia de Dios. Pero “al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Co. 5:21). “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 P. 3:18). El pueblo de Israel en ese momento no podía entender o apreciar esto como nosotros podemos hacerlo ahora, pero Dios sí. “A él sea la gloria por los siglos. Amén” (Ro. 11:36).

Alexandre Leclerc

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