Jesús mismo se acercó, y caminaba con ellos.
Cleofas y su compañero iban en la dirección equivocada durante el día de la resurrección. Como tantas veces anteriormente, el Señor les hizo preguntas, revelando así los motivos de su alejamiento de Jerusalén (vv. 17, 19). No pudieron resistirse a la manera amable, pero verdadera, en la que él escudriñó sus corazones y conciencias. No habían prestado la debida atención a la Palabra de Dios (vv. 25-26), y ahora debían limitarse a escuchar cómo les “abría las Escrituras” (v. 32) durante el resto de su viaje hasta Emaús. Ellos no sabían que era el Señor, pero atentamente oyeron como “les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (v. 27).
Esto sucedió entre el encuentro con María Magdalena en la mañana y su aparición al resto de los discípulos reunidos en el aposento por la tarde. Esto es una demostración de cuánto se preocupa por cada uno de sus discípulos. Ellos se beneficiaron de su ministerio, pues al llegar a Emaús lo obligaron, literalmente, a quedarse con ellos (v. 29), y le dieron el lugar principal (v. 30). Entonces sus ojos les fueron abiertos y lo reconocieron (v. 31). Nosotros también obtenemos la mayor bendición cuando, iluminados por la Palabra de Dios, vemos el mundo como una escena oscura y buscamos solo la cercanía con el Señor.
Si hubieran permanecido en el aposento alto unas horas más, habrían presenciado su aparición como aquellos que se caracterizan por esperar a su Señor (Lc. 12:36) -bendito privilegio-, pero Su gracia desbordante sumerge su falta de fe y les da una rica experiencia de sí mismo. ¡Qué bueno es! Él desaparece de su vista, pero ellos caminan por fe (2 Co. 5:7), volviendo inmediatamente a sus condiscípulos con la “palabra de fe” (Ro. 10:8). No tienen ninguna señal de su encuentro con él, salvo las palabras que había pronunciado y el efecto que les produjo oírle y verle: corazones encendidos para espíritus abatidos (vv. 31-35). La verdadera bendición reside en él y en su Palabra.
Simon Attwood