Los discípulos se asombraron de sus palabras; pero Jesús, respondiendo, volvió a decirles: Hijos, ¡cuán difícil les es entrar en el reino de Dios, a los que confían en las riquezas!
El versículo de hoy es la conclusión del relato de un joven jefe muy celoso y observador (véase Lc. 18:18). Se había dado cuenta que el Señor Jesús le podía dar algo que le faltaba, así que, atraído por él, vino corriendo y se arrodilló ante él. ¡Qué descripción tan preciosa! Cuando preguntó qué debía hacer para heredar la vida eterna, se dirigió a Jesús como “maestro bueno” (v. 17). Si bien no estaba equivocado, el Señor tuvo que señalarle que solo Dios es bueno. El joven debería haberse dado cuenta entonces de que Aquel a quien reconocía como “maestro bueno” era Dios mismo, pero no lo hizo. Al no hacerlo, este joven perdió la oportunidad de confiar en Jesús para su salvación.
El Evangelio según Juan fue escrito para demostrar que Jesús es el Mesías y que también es Dios (Jn. 20:31). Los líderes judíos rechazaron ambas afirmaciones, y vemos la misma actitud en todo el libro de los Hechos. Incluso lo siguen negando hasta el día de hoy. Sin embargo, por la gracia de Dios, ha habido muchas excepciones a esta condición general. Después de su conversión, Saulo de Tarso proclamó ambas verdades en las sinagogas de Damasco (Hch. 9:20-22). El joven de Marcos 9 aún no había llegado a ese punto, y no pasó la prueba: le faltaba una cosa (v. 21). ¿Acaso el Señor Jesús no era digno de que lo dejara todo para seguirlo? De hecho, este joven decidió que eso era demasiado (v. 22), aunque el Señor lo miró con amor (v. 21).
Este incidente causó mucho asombro entre quienes presenciaron la escena (v. 26). El Señor miró a la multitud (como lo hace hoy en día), y aplicó la lección a sus discípulos (v. 23). Más tarde, otro joven, Saulo de Tarso, estuvo dispuesto a dejarlo todo y seguirlo (Fil. 3:7-12). ¿Qué hay de nosotros?
Alfred E. Bouter