Mas antes, oh hombre, ¿quién eres tú, para que alterques con Dios?
Es a la vez impío y absurdo que débiles mortales se atrevan a criticar los consejos, los actos y los procedimientos del todopoderoso Creador, del sabio Gobernador del universo. Tarde o temprano se darán cuenta de su fatal equivocación. Bueno sería que todos los preguntones y sofistas prestaran atención a la punzante pregunta del apóstol en Romanos 9.
¡Qué sencillo! ¡Qué potente! ¡Cuán incontrovertible! Este es el divino método de salir al encuentro de todo cómo y por qué de los razonamientos incrédulos. Si el alfarero tiene poder sobre la masa de arcilla que tiene en su mano -cosa que nadie se atreverá a contradecir- ¡cuánto más el Creador de todas las cosas tendrá poder sobre las criaturas que sus manos han formado! Los hombres podrán razonar y argumentar interminablemente acerca de por qué Dios permitió que el pecado entrase en el mundo; por qué no aniquiló a Satanás y a sus ángeles; por qué permitió que la serpiente tentase a Eva; por qué no la preservó de que comiera el fruto prohibido.
En una palabra, los cómo y por qué son interminables, pero la respuesta es una: “Mas antes, oh hombre, ¿quién eres tú, para que alterques con Dios?” ¡Cuán monstruoso es que un pobre gusano se atreva a juzgar los inescrutables designios y caminos del eterno Dios! ¡Qué ceguera y arrogante locura en una criatura -cuya inteligencia está obscurecida por el pecado y, por lo tanto, es incapaz de formular recto juicio sobre cualquier cosa divina, celestial o eterna- atreverse a decidir cómo debe Dios obrar en un caso determinado!
Es triste que, los millones que aparentemente argumentan con gran destreza contra la verdad de Dios, descubrirán su fatal error cuando sea demasiado tarde para corregirlo. “Señor, mi corazón no es soberbio, ni mis ojos altivos; no ando tras las grandezas, ni en cosas demasiado difíciles para mí” (Sal. 131:1 NBLA).
C. H. Mackintosh