Entonces aquel discípulo a quien Jesús amaba dijo a Pedro: ¡Es el Señor!
En el Nuevo Testamento encontramos dos relatos de pescas milagrosas (Lc. 5:5; Jn. 21:3). Una sucedió al principio del ministerio del Señor, cuando llamó por primera vez a sus discípulos, y la otra después de su resurrección, cuando, en su gracia, reafirmó ese llamamiento a seguirlo. La primera pesca milagrosa, descrita en Lucas 5, tuvo como protagonista a Simón Pedro. Allí, él se dio cuenta que Cristo tenía poder sobre la creación y que realmente era una Persona divina. Pedro pudo dejar sus redes y confiar plenamente en que el Maestro supliría todas sus necesidades mientras cumplía su ministerio como “pescador de hombres”. Sin embargo, Simón Pedro había fallado gravemente, pues confió demasiado en su propio amor hacia el Señor. Se había jactado de que él no negaría a Cristo, incluso si todos los demás lo hicieran, pues amaba al Señor “más que estos” (véase Mt. 26:33 y Jn. 21:15). Aquí vemos el peligro de confiar en nuestro amor por el Señor, en lugar de confiar en su amor hacia nosotros como un “discípulo al que Jesús amaba”.
En una ocasión, después de su resurrección, el Señor apareció a sus discípulos junto al mar de Tiberias. Ellos habían estado trabajando en vano durante toda la noche. Cuando lo vieron, los discípulos no se dieron cuenta quién era aquel que estaba en la playa. Pero cuando echaron la red a su orden, y vieron la multitud de peces que capturaron, el discípulo al que Jesús amaba dijo: “¡Es el Señor!” Juan fue el primero en discernir y declarar quién era aquel Extranjero. Pedro, en conformidad con su naturaleza impulsiva, se lanzó inmediatamente al agua. Actualmente, el discernimiento espiritual parece ser un bien cada vez más escaso entre el pueblo del Señor. ¿Qué es lo que nos permite discernir más claramente la voz o la voluntad de Dios? La respuesta es clara: permanecer habitualmente en Cristo, siendo conscientes de su amor y buscando su aprobación, tal como lo ejemplifica “el discípulo al que Jesús amaba”.
Brian Reynolds