Samuel, siendo niño, ministraba delante del Señor usando un efod de lino. Su madre le hacía una túnica pequeña cada año, y se la traía cuando subía con su marido a ofrecer el sacrificio anual.
¡Cuánto habrá disfrutado esta madre al realizar este trabajo! Uno puede imaginar sus hábiles dedos recorriendo las costuras, guiados por el amor, con la única ambición de hacer algo que no solo fuera útil, sino que también fuera de la medida de su hijo.
Los padres solemos confeccionar prendas para nuestros hijos, simbólicamente hablando, para que las vistan por muchos años. ¡Cuántos hombres y mujeres aún visten los abrigos que sus padres recortaron y confeccionaron para ellos hace muchos años! Los hábitos son la vestimenta del alma. El apóstol Pablo nos anima a despojarnos del viejo hombre, “que está viciado conforme a los deseos engañosos”, y nos insta a vestirnos del nuevo hombre, “creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Ef. 4:22-24). Debemos despojarnos de la ira, del enojo y de la malicia, y vestirnos de misericordia, humildad y mansedumbre (Col. 3:12). Estas palabras nos muestran claramente que los hábitos son la vestimenta de la vida interior.
¿Dónde y cómo se forman los hábitos? La mayoría de los hábitos no se forman en la edad adulta, sino en la niñez; no se forjan en medio de grandes crisis, sino en las circunstancias cotidianas; no se aprenden en la vida pública, sino en el hogar, en el entorno de la primera infancia. ¡Oh, que el manto inmaculado de la justicia de Cristo se exhiba siempre ante aquellos con los que nos relacionamos diariamente! Con su conducta mutua, con su vida familiar, con su manera de hablar y sobre todo de actuar, con su forma de orar y ocupar el tiempo libre, todos los padres cristianos están confeccionando la vestimenta que, para bien o para mal, sus hijos vestirán por siempre, y tal vez puedan transmitir a las siguientes generaciones.
F. B. Meyer