Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida, y se traspasen los montes al corazón del mar.
Si Dios es nuestro refugio y fortaleza, y un auxilio en nuestras tribulaciones, entonces no debemos temer, aun cuando sucedan cosas impresionantes o intimidantes. La fe genuina nos permite ver a Aquel que es invisible (véase He. 11:27). Si creemos en las grandiosas cosas de las que hablamos, entonces veremos grandes efectos.
“Al Señor he puesto continuamente delante de mí; porque está a mi diestra, permaneceré firme. Por tanto, mi corazón se alegra y mi alma se regocija” (Sal. 16:8-9 NBLA). Si el Señor está ante nosotros, entonces nos alegraremos. “El Señor es mi fuerza y mi escudo; en él confía mi corazón, y soy socorrido; por tanto, mi corazón se regocija, y le daré gracias con mi cántico” (Sal. 28:7).
Del mismo modo, la seguridad de nuestra salvación se basa en la certeza de grandes acontecimientos. Cristo “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Ro. 4:25). “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Ro. 5:1). Nada puede cambiar el hecho de que Cristo es nuestro gran Sumo Sacerdote, quien ha perfeccionado para siempre a los santificados. Por lo tanto, tenemos “libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo” (He. 10:14, 19).
No hablemos de las grandes verdades de las Escrituras mecánicamente, sin apreciarlas y sin apropiárnoslas y sin vivirlas, no sea que lleguemos a ser “metal que resuena, o címbalo que retiñe” (1 Co. 13:1). Debemos leer estos grandes hechos de rodillas, atesorándolos en nuestros corazones y viviéndolos en nuestras vidas. De lo contrario, estos se convertirán en el tipo de conocimiento que “envanece” (1 Co. 8:1). Que podamos decir como el salmista: “Maravillosos son tus testimonios; por tanto, los ha guardado mi alma” (Sal. 119:129).
A. M. Behnam